El último partido, México-Holanda

Han pasado cuatro años y no se ha superado el malestar. Texto de Benjamín de Buen, escrito al finalizar el partido contra Holanda.

@bdebuen

Después de silbatazo final de Proença en Fortaleza no quedó más que lanzarse sobre las acolchonadas redes sociales a buscar alguna muestra de empatía, a alguien con una voz pública que compartiera el sentimiento, el dolor, la devastación y las palabras perdidas en la derrota, algún portavoz damnificado por la misma herida. Lo primero que apareció fue una extraña rencilla entre una aerolínea holandesa y un actor mexicano, portavoz del ovalado sentido nacional del humor, efectivo únicamente como emisor de los chistes.

Fue un desenlace cruel, el más cruel de los ahora famosos seis resultados consecutivos. Nos encontró la bala perdida. Otra vez. Resucitó el dolor de todas las ocasiones previas. Fue una de esas derrotas que hacen cuestionar nuestra relación de espectador con el balón profesional, por la unilateralidad de las agresiones y el pésimo tipo de cambio ofrecido en el canje de nuestras grandes esperanzas; siempre sale la papa en la catafixia. Cada cuatro años se juega el partido de nuestras vidas, el más importante de todos, el del todo o nada, el que más cuenta y entre tantas tradiciones auténticamente mexicanas, se vislumbra la derrota en ese cuarto partido mundialista como la más reciente inclusión, porque responde al reclamo de autenticidad y al rigor de la costumbre. Lo típico.

Los aficionados, y no los jugadores, tenemos derecho a responder con malas actitudes, negatividad, recriminaciones –pretextos. Es lo que nos queda. Podemos incluso hablar con envidia y rencor sobre aquellos países que nunca iban a los mundiales y ahora sobreviven a la edición actual con pericia. Los aficionados somos los que no estuvimos en el campo para cambiar el destino del juego. Nos entregamos por completo a las decisiones del técnico y las habilidades de los jugadores. No tenemos –pese a tantos años en esto- el dato preciso para determinar la causa en la jugada determinante. El futbol profesional es un juego de mirar y no tocar. Y ese es parte del problema, el futbol no es una ciencia por más que se estudien las estadísticas y los movimientos, por más que analicemos cada aspecto. Es más narrativa y menos fórmula. Aquí todas las verdades –el clavado, el árbitro, la historia, la cosmovisión- tienen algo de cierto y algo de falso como motivos de la debacle. De todos los seis viajes a octavos con nuestra selección este ha sido el más cruel pero tal vez el que menos explicaciones tiene.

Hasta el minuto 88 del más reciente [des]encuentro, vivimos en un estado relativamente desconocido, nuevo, el de la ventaja en un partido de octavos de final. Algunos pensábamos en nuestro chaparrito y simpático entrenador y nos dábamos cuenta que tantos años erramos la estrategia entregando el mando a grandes personalidades, científicos, ex campeones del mundo, en lugar de mirar hacia adentro para encontrar una solución en el más mexicano de todos los entrenadores. A pesar del desenlace fatídico, al técnico actual se le agradecerá su honestidad y su consistencia en todas las situaciones. Nunca se escondió y nunca trató a la selección como si fuera una institución privada en el país de la exclusividad. Se sintió un equipo de todos.

Fue un rato de alegría que se vio cortado por cuestiones de futbol. Porque Holanda anotó dos veces y México sólo una. Porque ellos pelearon cuando iban perdiendo. Entonces regresamos a esta terminal a envinagrarnos en el quebranto, origen de tantas de nuestras expresiones musicales, destilado principal de las cantinas. Es así como nos identificamos mejor. Finalmente prolongamos el estado perpetuo que nos ha dado desde 1986 una razón de ser y el derecho a las concesiones furiosas, naturales del dolor.

 

 

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