Por: Farid Barquet Climent
La hazaña no ocurrió. El débil no pudo imponerse al fuerte. A Croacia no le alcanzó para llevarse la Copa del Mundo a casa. Bastaron dos jugadas a balón parado, una que terminó en el autogol de Mario Mandžukić y otra que desembocó en la anotación de Antoine Griezmann derivada de un penalti que se sancionó gracias al VAR, para que se le abriera el camino de la gloria mundialista a la selección de Francia, a la que contribuyeron Paul Pogba y Kylian Mbappé remachando el triunfo, haciéndolo inapelable, mediante sendos goles desde las inmediaciones del área croata. El gol más bonito de la final fue el que le dio a los croatas el empate momentáneo 1-1 al minuto 27’, anotado por Ivan Perišić. Y el gol más feo del partido también fue de los croatas, que aprovecharon el intento irresponsable y frívolo del portero francés Hugo Lloris de driblar en su área a Mandžukić, abriendo a los balcánicos una esperanza de obligar al alargue, que es lo suyo, cuando todavía faltaban veinte minutos para el final del encuentro.
Este Mundial lo ganó la selección que venció, a veces sin brillantez pero siempre con rotundidad, en sus siete partidos; la que durante todo el torneo renunció a la tenencia de la pelota a sabiendas de que su mejor arma sería el contragolpe; la que su entrenador, Didier Deschamps, supo rehacer en un lapso de dos años tras perder una final de Eurocopa en su propio país; la que sacó lo mejor de sus jugadores menos dotados técnicamente, como Fernández o Matuidi, al hacerlos jugar desde la conciencia de sus limitaciones; la que convirtió a Raphaël Varane, un alfil del cuadro bajo del Real Madrid, en el líder de su defensa; la que encontró en N’Golo Kanté al mejor volante recuperador del Mundial y contó con la discreción eficaz de Benjamin Pavard; la que entendió por qué el Barcelona FC apostó hace dos años por Samuel Umititi; la que fue prioridad para sus integrantes, como demostraron Pogba y Griezmann, al desempeñar en ella funciones distintas de las que se les encomiendan en sus clubes, con el fin de colmar las necesidades del equipo nacional; la que confió en un grupo de jóvenes para ganar el presente y se apresta a ganar el futuro del futbol, que se llama Kylian Mbappé.
Por los tintes épicos de su gesta mundialista, Croacia cierra el Mundial en el papel romántico de campeón sin corona. Contra los que aseguran que nadie recuerda a los subcampeones, este equipo croata pervivirá en la memoria de la misma manera que no se olvida a la selección holandesa de 1974, aunque no evocará, como esta última, una revolución táctica sino más bien una demostración de pundonor adicionada con momentos iridiscentes gracias a ese contenedor de todas las virtudes futbolísticas que es Luka Modrić, galardonado merecidamente con el Balón de Oro al mejor jugador del Mundial.
De no haber muerto hace quince años, la cineasta alemana Leni Riefenstahl habría quedado muy complacida por las imágenes transmitidas por la televisión al término de la final. La autora de películas que a través del deporte buscaban ensalzar el régimen nazi, como la célebre Olympia o la menos conocida El triunfo de la voluntad, se habría solazado viendo la telegenia de los presidentes de Croacia y de Francia, Kolinda Grabar-Kitarović y Emmanuel Macron. La primera, con sus abrazos de consuelo maternal a los futbolistas de su país tras la derrota, y el segundo exultante en la celebración, irradiando juventud cual si fuera un seleccionado más, con gestos audaces que contrastan con los festejos, hace 36 años, de un cuasi nonagenario Sandro Pertini, entonces Presidente de Italia, en el palco de honor del Santiago Bernabéu.
Pero el que habría caído de la gracia de Riefenstahl es el Presidente ruso, Vladimir Putin, al que la televisión mostró muy diferente a como le gusta retratarse: en la premiación no se vio al judoca imbatible ni al jinete que cabalga con el torso desnudo ni al nadador que se sumerge imperturbable en aguas heladas, sino a un señorito mimado al que hubo que cubrir de inmediato con el único paraguas disponible en cuanto se soltó la lluvia, no vaya a ser que se resfríe, sin importar que los jefes de Estado invitados se empaparan.
Se acabó el Mundial de las sorpresas, el de las quinielas fallidas, el de las eliminaciones tempranas de los históricos, el de los colectivos solidarios sobre el talento descobijado de cracks abandonados, el que nos hizo vivir grandes historias. A partir de hoy y hasta que el futbol nos depare nuevas emociones, diría Joan Baptista Humet que nos “llegó el momento de intentar vivir de lo vivido”, de lo vivido en los 31 días de Rusia 2018.
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