Evita y Maradona

Por: Farid Barquet Climent.

Si algo trajo consigo la segunda y efímera estancia de Juan Domingo Perón en la Presidencia de Argentina —después de su exilio de diecisiete años en la España franquista— fue la reanudación, a finales de 1973, de unos torneos de futbol infantil que tuvieron sus primeras ediciones a finales de los años cuarenta, es decir, durante su etapa anterior en el gobierno: los Juegos Nacionales Evita, así denominados por su creadora, la segunda de las tres consortes sucesivas del General: la “Abanderada de los Humildes, Dama de la Esperanza y Mártir del Trabajo”: la mítica Eva Duarte de Perón, Evita.

Instalada en el pináculo de su poder, Evita inauguró en 1948 —cuatro años antes de morir a los 33 de edad— esos torneos que se han organizado con intermitencia por avatares políticos, pero que en su nacimiento y primeros años llevaron su nombre y de nuevo lo llevan desde 2003. Actualmente ya no se circunscriben nada más al futbol: en 2017 comprenden 39 disciplinas, que incluyen 7 deportes adaptados para personas con discapacidad.

Fallecida Evita en 1952, su marido sólo pudo permanecer tres años más al frente del gobierno, tras lo cual los torneos Evita dejaron de celebrarse durante 18 años hasta que, con Perón de vuelta en la Casa Rosada en octubre de 1973, se organizaron nuevamente dos meses después de su regreso.

A través de los torneos, Evita no sólo hizo posible que miles de infantes —se calculan aproximadamente 150,000 participantes en el primer año— tuvieran por primera vez acceso a revisiones médicas y odontológicas, sino que les entregaba balones de cuero que sólo habían visto en revistas. Según el historiador Félix Luna, Evita se erigía en la proveedora de “la pelota número cinco que convertiría a los chicos de un barrio en campeones sudamericanos…por una tarde”. La apreciación de Luna, sobre todo por su dejo de ironía, resulta errónea. No porque no fuera cierto que los torneos Evita proveyeran a los niños argentinos de una pelota tamaño cinco, pues de eso da cuenta nada menos que el escritor Osvaldo Soriano; tampoco porque los jóvenes competidores no se soñaran campeones de un torneo sudamericano. Luna está equivocado porque en aquellas competencias no sólo se vivían epopeyas de una sola tarde, sino que se incubaban anhelos de mucha más larga duración. Para muestra, un niño de catorce años que con su equipo llegó a las semifinales en la edición de 1973 y salió campeón en la de 1974, que se convertiría en la década siguiente en campeón ya no sudamericano, sino mundial… y no por una tarde, sino para la eternidad.

Aquella edición de retorno de los Juegos Nacionales Evita de 1973, se llevó a cabo en la ciudad cordobesa de Embalse. Sesenta y cinco días después de que Perón nuevamente tomara posesión como Presidente, arribó a esa población turística aquel niño junto con sus compañeros de equipo, provenientes todos de Buenos Aires capital. En aquel torneo Evita brillaron por encima de todos, pero no pudieron superar la etapa de semifinales, instancia en la que cayeron ante un eficaz Club Social Pinto, de Santiago del Estero.

Juan Domingo Perón murió en julio de 1974, dos meses antes de la edición de ese año de los torneos Evita, celebrados en septiembre. Su viuda, María Estela Martínez, mejor conocida como Isabelita Perón —a la que conoció en 1955 a su paso por Panamá, previo a su exilio en España— se convirtió en Jefa del Estado argentino por haber sido, además de cónyuge, compañera de fórmula electoral de Perón y, en consecuencia, Vicepresidenta de la nación, lo que la convirtió en Presidenta a la muerte de su esposo.

Durante los aproximadamente veinte meses en que formalmente detentó la máxima responsabilidad política, Isabelita delegó en los hechos la conducción del país nada menos que en el ex secretario privado de su difunto marido: José López Rega, un “cantante de boleros fracasado”, “ex cabo de policía” convertido según él “por designio de Seres de Luz” en “maestro espiritista” de la mandataria. López Rega le decía a la Presidenta que él era capaz, a través de sus “artes esotéricas”, de transferirle a la mandataria “la energía áurea y los flujos de poder” de Evita, la anterior consorte del General. El “brujo” o “mago” López Rega era para entonces Ministro de Bienestar Social, oficina gubernamental de la que dependió la organización de esas dos ediciones aisladas de 1973 y 1974 de los torneos Evita. A López Rega se le atribuye también el diseño del logotipo del Mundial de 1978, que no fue sustituido por la dictadura, y que supuestamente “simbolizaba los brazos abiertos de Perón”, de acuerdo con información que aporta el periodista Alejandro Duchini.

La magia del ministro para transferirle a Isabelita la energía áurea de Evita jamás existió, pero de la magia de la que sí hubo noticia cierta, evidencia rotunda por aquellos días, fue de otra: la que hacía brotar de un balón ese niño que catorce años atrás había nacido en Lanús, en el Hospital Evita, y que levita en el Torneo Evita de aquel 1974 para conquistar junto a sus compañeros del equipo Los Cebollitas la presea áurea, hazaña que doce años después repetiría nuevamente, ya no en un Evita sino en un Mundial: un tal Diego Armando Maradona.

 

Foto: Erbol

 

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