10 de abril de 1988

Por: Farid Barquet Climent.

Creo saber por qué nos hacemos cierto tipo de preguntas. Por ejemplo: “¿Qué estaba yo haciendo el día que el hombre llegó a la luna?”, es una pregunta que quien la formula lo que busca es patentizarse a sí mismo que ya estaba deambulando por el mundo en un día de esos importantes, trascendentales. A través de preguntas similares advertimos que los grandes acontecimientos, los que para bien y para mal marcan el curso de la historia o los que determinan nuestra existencia, ocurren al mismo tiempo en que transcurren nuestras vivencias más ordinarias.

Son preguntas que, como escribió Benedetto Croce, “implican siempre una noticia de la cosa preguntada”. Es más, son preguntas que de plano ya sabemos a dónde nos llevan. Por eso yo, de vez en cuando, sólo para darle a la memoria un pretexto que me transporte a un día importante, trascendental, me pregunto: ¿qué estaba yo haciendo la mañana del 10 de abril de 1988?

La respuesta me sitúa en la Colonia Paseos de Taxqueña, en Coyoacán. Me faltaban menos de dos meses para cumplir 8 años. Recuerdo que, por ser domingo y además un domingo en que no habría partido de los Pumas en Ciudad Universitaria, desayunaba más tarde de lo habitual, con mi padre, en casa. Hasta ahí, todo se inscribía en la rutina. Porque a los 8 años uno ya distingue qué entra en la rutina y qué no. Y desayunar tarde en casa en domingo era y es, salvo que juegue Pumas en casa, parte de la rutina. Pero de rutinario aquel domingo no iba a tener nada. Porque el itinerario habitual se vio de repente alterado por un prodigio. Un prodigio que estaba ocurriendo muy lejos, lejísimos, pero como era la recta final de los 80 pude salvar la distancia gracias al auxilio de una Sony Trinitron, que por su entonces novedosa rejilla de apertura, potenciadora de la nitidez y el brillo de la imagen que transmitían sus tubos de rayos catódicos, trajo hasta mí un instante de rutilante plasticidad desde el otro lado del Atlántico, más específicamente desde Avenida de Concha Espina No. 1, Código Postal 28046, domicilio conocido del barrio madrileño de Chamartín: el estadio Santiago Bernabéu.

Transcurría el noveno minuto de un partido en el que la oncena del Real Madrid, anfitriona de otra proveniente de La Rioja, le disputaba a ésta el objeto del deseo de aquella tarde: una pelota Adidas Azteca, el modelo de balón con el que dos años antes se había jugado el Mundial de México. Y yo, desde México, gracias a la Sony Trinitron, pude ver cómo, mientras rodaba muy cerca de la línea de banda izquierda en dirección a la portería norte, justo a la altura de un anuncio comercial de la marca de artículos fotográficos Kodak —que al igual que la Sony Trinitron hoy sólo vive en la nostalgia—, ese ejemplar de Adidas Azteca despegó, propulsado por el educado empeine del pie izquierdo de Rafael Martín Vázquez, con destino hacia su cristalización perenne en una fotografía que más bien parece una pintura: el retrato de Hugo Sánchez levitando en el área del Logroñés, flanqueado por miradas atónitas, su espalda estampada con el ‘9’ sobrevolando la sacratísima grama a una altura de 1.75 centímetros, en ejecución de esa acrobacia, alarde de sincronía y fruto del entrenamiento, que en honor al delantero mexicano dejó de llamarse chilena para denominarse huguina.

Combinación de agilidad, fuerza de piernas, técnica de golpeo, sentido de la ubicación y afinada puntería, la huguina no es un remate con el pie: es la jugada de todo el cuerpo. Recurso espontáneo al servicio de la eficacia y no del ornato, sólo florece cuando la oportunidad se presenta o de plano lo exige. Atestiguarla es uno de los privilegios de la vista —Octavio Paz dixit— y fue Hugo quien supo perfeccionarla para convertirla en letal instrumento de gol.

El escritor Juan Villoro encomia la capacidad que Hugo tenía para anotar goles a un solo toque, como todos y cada uno de los 38 que lo hicieron recipiendario de la Bota de Oro europea en 1990. Por esa cualidad del Pentapichichi, Villoro escribió que Hugo es “alguien que se roba al destino en un instante”. Yo por mi parte, sé que en aquel instante del 10 de abril de 1988 hubo un destino que Hugo Sánchez se robó en el mejor de los sentidos. Porque cuando intento averiguar por qué amo al futbol y por qué escribo movido por el futbol, ante la imposibilidad de verbalizar una contestación que siquiera se aproxime a una verdadera respuesta, prefiero preguntarme: “¿qué estaba yo haciendo la mañana del 10 de abril de 1988?”. 

Foto: Nación Deportes.

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