Por: Farid Barquet Climent.
Josef Mengele estudió en la Universidad de Munich, en la que Max Weber había fundado el primer instituto de sociología de toda Alemania; también estudió en la de Fráncfort, cuando ya habían sido expulsados y orillados al exilio Horkheimer, Adorno y Marcuse; y también estuvo en las aulas de la de Viena, la que a principios del siglo XX, tres décadas antes del ingreso de Mengele, “aún tenía una aureola especial, romántica”, como la recordaba Stefan Zweig.[1] Pero Mengele no vivió esos edificantes ambientes universitarios, sino que se dejó arrastrar por la atmósfera de “los años treinta, los del gran vuelco”[2] provocado por el ascenso del nazismo, según lo relata Oliver Guez, el periodista francés que ha escrito la biografía novelada de Mengele.
Mengele no fue discípulo de grandes humanistas sino alumno predilecto de perversas “eminencias”[3] de la eugenesia, a las que Mengele, muy solícito, se ofreció a ayudar como asistente en el Instituto del Tercer Reich para la Biología y la Pureza Racial.
A sus 26 años Mengele pronto se convirtió en el favorito de sus mentores y por eso uno de ellos, Otmar von Verschurer, sociópata con bata y genetista obsesionado en descubrir las causas de la existencia de humanos gemelos con miras a clonar individuos sin sangre mezclada, decidió financiar, con cargo al Instituto Kaiser Wilhelm de Antropología, Herencia Humana y Genética de Berlín, una estancia para que Mengele pudiera realizar experimentos durante 21 meses en el que para von Vershurer era “el mayor laboratorio de la Historia”:[4] el campo de concentración de Auschwitz.
En Auschwitz Mengele pasaría de ser el diligente aprendiz de médicos fanatizados por Hitler a convertirse en El Ángel de la muerte: “La eliminación de cientos de judíos en las cámaras de gas es para él un deber patriótico”.[5] Convertido en adalid de la superioridad de la raza aria, ordenó la muerte de 400 000 personas.[6]
A pesar de la derrota de Alemania en la segunda guerra mundial y de la liberación de Auschwitz por tropas soviéticas, Mengele “creyó que escapaba al castigo”[7] que le preparaban las potencias aliadas vencedoras. Sin la protección de Hitler ni de Himmler, muertos en abril y mayo de 1945, respectivamente, Mengele huyó a Sudamérica gracias a la documentación apócrifa que impidió su identificación. Se refugió con nombres falsos en la Argentina de Perón y en el Paraguay de Stroessner, país que incluso llegó a extenderle un pasaporte. Oculto en Buenos Aires y en Asunción logró eludir la captura que contra él ordenó la Alemania de Adenauer y escapó también del cerco que le tendieron los servicios de inteligencia del Estado de Israel. Pero en su siguiente escondite Mengele habría de vivir el peor suplicio imaginable para alguien como él, quintaesencia de la rubiedad que fantaseó con una humanidad de tez láctea y mirada del color del cielo.
Viejo, enfermo y paranoico Mengele pasó los últimos años de su vida furtiva sin poder ver un solo rostro blondo, ni siquiera una áurea cabellera, rodeado como estuvo de negros y mulatos, los pobladores de Eldorado, una miserable favela de los suburbios de Sao Paulo, Brasil, a donde fueron a botar a Mengele sus últimos encubridores a finales de 1975.[8]
Cuando Mengele se internó en Sao Paulo, a la dictadura militar brasileña todavía le quedaban 10 años de vida. El yugo castrense aún seguía sometiendo al país del Ordem e Progresso imponiendo a rajatabla el orden, pero sin generar más que un ficticio progreso. Los estragos de los llamados “años de plomo” del régimen, los más cruentos de la época dictatorial, los del gobierno de Emílio Médici (1968-1974), empezaban a quedar atrás. Barrios como Eldorado, habitados por negros pobres —valga el pleonasmo—, aprovechaban el relajamiento de la persecución a sindicalistas y opositores, recogían las migajas del crecimiento económico de 10% anual en promedio —obtenido gracias a un exorbitante abultamiento de la deuda externa— y se entregaban bulliciosamente a la gran pasión nacional: el futbol.
El racista Mengele, el eugenista germanófilo que esquivó recibir sentencia en Nuremberg porque se le creía muerto, en Eldorado no pudo evitar ser condenado, casi treinta años después de los juicios, “cuando ya no es más que una ruina humana”,[9] a lo que para él fue un auténtico castigo: vivir en medio de la negritud. Sus escandalosos vecinos afrodescendientes incordiaban recurrentemente sus hábitos de prusiana disciplina con “las borracheras de los fines de semana y los delirios colectivos las noches de partido de fútbol y de macumba”.[10] [11]
A la rua Alvarenga, la calle sobre la que se ubicaba la buhardilla de Mengele en Eldorado,[12] la escoltaban entonces, como la escoltan hoy, cientos de palmeras milenarias que, a pesar de la pobreza y el abandono, se mantienen erguidas como rescoldo de la belleza que se resiste a languidecer. Las paredes y el techo de estuco del lúgubre cuchitril[13] rodeado de palmeras en el que Mengele prolongaba su clandestinidad eran traspasados por la sonora algarabía bullanguera de los negros moradores circundantes cada vez que otros negros como ellos hacían regates de remarcada belleza enfundados en las camisetas verdes, como hojas de palmeras, de un populoso club de futbol local que, paradójicamente, al igual que Mengele, tuvo que cambiar de nombre por la segunda guerra Mundial, pues obligado a camuflar que fue fundado por extranjeros tuvo que cambiar su denominación fundacional, y para sustituirla no encontró una mejor que una tan alusiva a la belleza brasileña como las palmeras. Y por eso decidió llamarse en adelante precisamente así: Palmeiras.
Cuando Mengele se mudó a Sao Paulo el club Sociedade Esportiva Palmeiras llevaba más de 30 años contando con futbolistas de raza negra. Destacaba un extremo izquierdo rapidísimo y gambetero, nacido en el municipio paulista de Nova Europa, conocido menos por su nombre, Elias Ferreira Sobrinho, que por su apodo, Nei, jugador determinante para la conquista del campeonato paulista de 1976, título que obtuvo el equipo albiverde, por cierto, en un partido contra el Esporte Clube XV de Novembro de Piracicaba gracias al gol de otro negro: su compañero Jorge Mendonça.
El primer jugador negro en ponerse la verde del Palmeiras fue Og Moreira, mediocampista que salió tres veces campeón del paulistão en la década de los 40.[14] Después aparecería otro que fue todo un histórico del futbol mundial: Djalma Santos, lateral izquierdo del equipo durante 10 temporadas en las que jamás vio la tarjeta roja; bicampeón del mundo junto a Pelé y Garrincha en 1958 y 1962 e integrante del primer once ideal elaborado por la FIFA en 1963, Djalma fue incluido en el equipo de estrellas de tres Copas del Mundo, distinción que además de él sólo la ostentan los alemanes Franz Beckenbauer y Phlipp Lahm. Y en épocas más recientes otros negros extraordinarios se han ganado a pulso que los torcedores del Verdão los tengan por ídolos. Basta mencionar a dos: el mago de la comba imposible, Roberto Carlos, que militó tres temporadas en el club antes de emigrar en 1995 a su primera escala europea, el Inter de Milán, previa a sus años de gloria en el Real Madrid; y el actual centro delantero de la canarinha y del Manchester City de Guardiola, Gabriel Jesús.
La secuela de negros palmeiristas inaugurada por Og Moreira no habría existido de no ser por la segunda guerra mundial. Porque la entrada de Brasil a la conflagración trajo consigo que el hoy Palmeiras, que entonces se denominaba Palestra Italia, tuviera que cortarse el cordón umbilical que lo unía y en cierto modo lo circunscribía a sus orígenes italianos. Porque, como ya dije, el Palmeiras no siempre se llamó Palmeiras. Antes de llamarse Palmeiras se llamó Palestra Italia. Ese fue el nombre que le pusieron sus fundadores en 1914. Pero veintiocho años después, cuando Brasil le declaró la guerra a Alemania, Italia y Japón, el gobierno del presidente Getúlio Vargas, a través del Consejo Nacional de Deportes, dictó un decreto, el 1 466, que obligó a todas las organizaciones que tuvieran nexos con las naciones del Eje Berlín-Roma-Tokio a modificar sus denominaciones porque se consideró que así se borraba su vinculación con los tres países con los que Brasil entró en guerra. En cumplimiento del decreto, primero se suprimió la palabra Italia del nombre del club, quedando sólo como Palestra. Pero según el historiador brasileño Gilberto Agostino, hubo quien estimó que la sola voz Palestra (que en italiano significa gimnasio) aludía directamente a la colonia italiana radicada en Sao Paulo.[15] Entonces se vieron en el entuerto de buscar una denominación que conservara la “P” de su escudo y al mismo tiempo guardara cierta similitud fonética con el nombre que se le prohibió seguir llevando. Y así fue como Pa, Pal, Palestra, devino en Pa, Pal, Palmeiras. De acuerdo con el periodista argentino Jorge Barraza, el cambio se aprobó en la asamblea del 14 de septiembre de 1942: “Moría el Palestra Italia, nacía el Palmeiras”.[16]
Una de las noches de delirio colectivo por el fútbol que tanto atormentaron a Mengele en Eldorado, seguramente fue una en la que jugó el Palmeiras: la del 21 de enero de 1976, a pocas semanas de que el sádico doctor empezó a guarecerse ahí. Se jugaba la edición 207 de un clássico paulista: Palmeiras vs Corinthians. Sebastião Cardoso Silva, el mulato “Tião”, adelantó al equipo branco e preto al 35’, pero faltando 2 minutos para que el árbitro José de Assis Aragão diera por terminado el encuentro el conjunto albiverde empató por conducto del negro Nei,[17] el camiseta ‘11’ de aquel Palmeiras, el ponta que corría como una ráfaga y que a veces me hace pensar que en esos días terminó por ser a Mengele lo que el negro velocista estadounidense Jesse Owens a Hitler: la personificación de la falsedad de sus “teorías” supremacistas.
En noches como esa de futebol y de baile y de alegría mestiza y caótica[18], un Mengele “abandonado a sí mismo, esclavo de su existencia, acorralado”[19], siente que “las entrañas de Brasil se disponen a devorarlo”.[20] Y por eso busca darse un respiro, tal como lo intentó la mañana del 7 de febrero de 1979, día en que acepta una invitación a relajarse en una playa cercana. Bañándose en esas aguas de la localidad paulista de Santos, el genocida fugitivo al que nadie pudo encontrar y menos apresar durante siete lustros siente que “bruscamente su nuca se engarrota, sus mandíbulas se cierran, sus miembros y su vida se paralizan”.[21] Mengele se ahoga “sin haber tenido que enfrentarse a la justicia de los hombres ni a sus víctimas por sus nefastos crímenes”.[22] Le llega la muerte “en la inmensidad del océano, bajo el sol de Brasil”[23].
El cadáver del “símbolo de la crueldad nazi”,[24] del engendro que mató a cientos de miles de personas en nombre de la pureza de la raza aria, quedó flotando en las aguas atlánticas que mojan la arena de las playas de Santos, en las que un niño negro, Edson Arantes do Nascimento, nativo del lugar, descalzo y con pelotas hechas de trapos descubrió los secretos del futbol, juego creado por blancos, pero que él, cuando el mundo ya lo conocía como Pelé, supo llevar a su máxima expresión hasta convertirlo en el juego de toda la humanidad.