Por Farid Barquet Climent.
Por una cabeza
Carlos Gardel
El defensa central argentino José Luis Brown, el “Tata” Brown, arribó a México en abril de 1986 para una estancia que no podía ser mayor a 2 meses, pues vino exclusivamente a jugar la XIII edición de la Copa del Mundo, a la que su selección calificó a duras penas gracias a un empate agónico en casa ante Perú en el último partido de la eliminatoria, disputado el domingo 30 de junio de 1985.
Brown llegó a México con casi 30 años, lesionado, desempleado, sin club que le diera la seguridad de que al finalizar el Mundial lo estaría esperando un trabajo. Porque a principios de 1986, el que era su club, Deportivo Español, le avisó que los Óscares, la dupla de entrenadores conformada por Oscar López y Oscar Cavallero, no lo contemplaban dentro de los planes de la institución porque tenía rotos el ligamento cruzado anterior y un menisco de la rodilla derecha desde agosto de 1984. Sin equipo y con una pierna de lisiado, muy pocos creyeron que Brown sería convocado al Mundial, y menos que estaría en condiciones de ocupar el lugar de Daniel Pasarella, el capitán de la selección que 8 años atrás había alzado el trofeo de campeón mundial.
Pero a pesar de su difícil situación, el Director Técnico del representativo argentino, Carlos Salvador Bilardo, decidió incluir a Brown en el plantel que viajaría a México, cuya lista de integrantes dio a conocer el 17 de abril. Bilardo conocía bien a Brown: fue el Doctor quien lo debutó en Primera División en 1975, cuando el zaguero tenía 19 años, en un empate a ceros contra River Plate en el estadio Monumental durante la segunda de 4 estancias del “Narigón” en el banquillo del club Estudiantes de la Plata. Además, Brown tuvo mucho que ver en la designación de Bilardo como entrenador nacional, pues gracias a 2 de los 7 goles que anotó esa temporada para Estudiantes, conseguidos en los 2 últimos partidos del torneo metropolitano de 1982 —uno, para no variar, con la cabeza, contra Vélez Sarsfield, y el otro mediante el cobro de un penalti con un fuerte derechazo ante Talleres de Córdoba—, el conjunto pincharrata obtuvo el título de campeón local el 14 de febrero de 1983, logro que justificó la contratación de su timonel 10 días después por la Asociación del Fútbol Argentino (AFA) para que condujera a la Argentina rumbo a la cita mundialista del 86.
Ya en el Mundial de México, Brown tuvo que arreglárselas, al igual que el resto de sus coequiperos, con el viático de 25 dólares diarios que daba la AFA, institución que no les dio ni un par de zapatos para jugar el torneo. Según averiguaciones del periodista Andrés Burgo, Maradona tuvo que hablar con su patrocinador personal, la marca del felino, para que les facilitara calzado a varios de sus compañeros seleccionados, Brown entre ellos.
Contra todo pronóstico, Brown terminó jugando como titular los 7 partidos que disputó su selección en el Mundial. En el último, el decisivo por el campeonato, “aportó su cuota de heroísmo”, como escribió el periodista Alejandro Duchini. Porque fue Brown quien supo dar con la llave que abrió el camino del segundo título de campeón del mundo que ostenta el futbol argentino, al anotar el primero de los 3 goles de su equipo en aquella final. Fue el único tanto que Brown marcó como seleccionado nacional en los 36 partidos en que representó al futbol de su país a lo largo de 7 años. A los 23 minutos de haber iniciado el encuentro, Brown tuvo que atropellar a Maradona para mandar a la red un centro pasado enviado por Jorge Burruchaga desde la banda derecha a balón parado, cuya trayectoria fue mal calculada por el arquero alemán, Harald Anton “Toni” Schumacher, quien recuerda así aquella jugada en su libro Tarjeta roja:
«Después del primer paso ya lo sé: no ‘la’ atrapo. Cien milésimas de segundo duran una eternidad. Navego por el área de castigo como un Lohengrin al que se le ha escapado su cisne. Última esperanza: ‘Ojalá algún alemán despeje la pelota con la cabeza’. Pero el buen Dios no lo ha querido así. Una cabeza argentina se ha interpuesto…».
Y esa cabeza fue la del “Tata” Brown.
Además de anotar el gol que abrió el marcador aquella tarde del 29 de junio de 1986, Brown emuló ese día la famosa hombrada de Franz Beckenbauer —que esa tarde por cierto dirigía a la selección rival— de jugar un encuentro mundialista con el omóplato dislocado. Dieciséis años antes de la gran tarde de Brown, durante el Mundial México 70, en la misma cancha del estadio Azteca, Beckenbauer jugó buena parte del llamado partido del siglo —la semifinal contra Italia— con un vendaje a modo de cabestrillo, que le sirvió para sostener inmovilizado su brazo derecho luxado como consecuencia de un choque con Giacinto Facchetti, el sempiterno defensor del Inter de Milán que vistió la camiseta aurinegra en 634 partidos a lo largo de 18 temporadas. En la final de México 86, al impactarse en un cruce con Norbert Eder en el segundo tiempo, Brown también se luxó el hombro y le hizo frente de la misma manera que el “Káiser” alemán, pero sin cabestrillo: Brown decidió hacerle a su camiseta, con los dientes, un pequeño agujero a la altura del ombligo, un orificio apenas suficiente para colgar de ahí su dedo pulgar derecho, poder soportar el dolor y seguir jugando. Porque Brown no se iba a rendir. Por su cabeza no pasó siquiera un instante la posibilidad de abandonar el campo. Estaba acostumbrado a las adversidades. Pasó su infancia no en una escuela regular, sino en la escuela-hogar Virgen del Pilar “para tener un lugar donde comer”, según su propio dicho. Brown recordaba en 2011, en entrevista con Diego Borinsky para la revista El Gráfico, que de niño permanecía en la escuela desde las 7 de la mañana hasta las 6 de la tarde para que le dieran ahí las tres comidas y con eso aligerar la carga económica que recaía sobre su familia, cuyos ingresos se limitaban a los que podían aportar su madre, empleada doméstica, y su padre, trabajador de un almacén.
A Brown le acomoda a la perfección la etiqueta de guerrero. No esa que se suele endilgar a cierta clase de forajidos de las canchas que actúan con agresividad antideportiva. Bien lo decía Lao-Tse: el buen guerrero no es belicoso. Brown fue un guerrero del tipo que tanto gusta a su paisano periodista Walter Vargas: “un jugador que insiste, resiste y persiste”. Bien lo dijo su mentor Bilardo: Brown fue “de esos tipos que quieren”. Para expresarlo en palabras Eamon Dunphy, futbolista irlandés en los 60 y 70, Brown reúne los atributos del “verdadero profesional”: “el verdadero profesional es el auténtico héroe del deporte. Él no es necesariamente un gran jugador, o el mejor jugador del equipo, aunque puede ser ambas cosas. Su grandeza está más relacionada con su disposición que con su talento. El buen profesional siempre acepta la responsabilidad, la suya y, cuando las cosas se ponen duras, la de los demás compañeros”.
“El Tata” fue el arquetipo del jugador de su posición. En una entrevista que Bilardo concedió 3 lustros después del mundial mexicano, al creer que su entrevistador —también Borinsky— le había preguntado qué futbolista consideraba como la personificación más acabada del líbero, de inmediato pronunció un apellido: “Brown”. Pero resultó que el entrenador escuchó mal la pregunta del periodista, pues éste no le había pedido que mencionara el nombre de un líbero, sino el título de un libro. Hecha la aclaración Bilardo dio otra contestación, ya no tan asertiva: “Ah, un libro. Tengo el Martín Fierro y la Biblia”. Creo que al final las respuestas de Bilardo a preguntas aparentemente inconexas terminaron por converger, pues algo tiene que ver Brown tanto con el Martín Fierro como con la Biblia: su vida fue un poema nacional al ímpetu y al coraje, mientras que en las canchas escribió el libro sagrado de las coberturas defensivas.
A más de 34 años de distancia parece no existir un solo argentino, que tuviera uso de razón en 1986, que no recuerde el gol de Brown en la final de aquel Mundial. Pero quien ya no lo recordó tan nítidamente, quizá hasta llegó a olvidarlo por completo, fue José Luis“El Tata” Brown, aquejada su cabeza durante medio año por un maldito alzheimer. Falleció el 12 de agosto de 2019, a la edad de 62, en la ciudad de La Plata. Para homenajearlo, en los partidos de la jornada de la Superliga argentina que siguió a su muerte, los jugadores de todos los equipos salieron a las canchas con camisetas agujereadas a la altura del ombligo, como la que improvisó Brown en el partido de su vida.
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