Oro dividido

Por: Farid Barquet Climent.

Durante años pensé que el único lugar en el que podía haber 2 ganadores de un mismo partido de futbol era en las quinielas Progol. Porque los compradores de las papeletas que sirven para jugar a los pronósticos deportivos pueden tachar como ganador de un encuentro al equipo local y al mismo tiempo al visitante si están dispuestos a pagar más dinero para aumentar su probabilidad de acertar. Pero con el tiempo me enteré de que eso no sólo era concebible en las apuestas, pues en la década de los 70 el hecho de que 2 contendientes salieran simultáneamente victoriosos no era una completa excentricidad.

En 1973 los equipos brasileños Santos y Portuguesa fueron declarados vencedores del partido en el que se enfrentaron por la final del torneo paulista, luego de que en aquel encuentro, el último oficial de Pelé en suelo brasileño antes de marcharse al Cosmos de Nueva York, el árbitro hiciera mal la cuenta de los cobros desde los 11 pasos a la hora del desempate en series de penaltis, por lo cual, salomónicamente, fueron laureados como campeones tanto la oncena albinegra de O’Rey como el conjunto luso, que tenía a Cabinho en su alineación. Y 2 años después, a otro conjunto brasileño, un representativo nacional con límite de edad, le ocurrió lo mismo al enfrentar a su similar de México, con el que tuvo que compartir la victoria.

La noche del 25 de octubre de 1975 se midieron en la cancha del estadio Azteca las selecciones mexicana y brasileña por la medalla de oro de los Juegos Deportivos Panamericanos México 75, certamen que desde su planeación estuvo atravesado por una serie de avatares. Porque la capital mexicana no fue la ciudad elegida originalmente como sede. En agosto de 1969 la Organización Deportiva Panamericana (ODEPA) designó a Santiago de Chile para albergar el evento. Casi 3 años después, el 21 de abril de 1972, para dar inicio a los trabajos organizativos el presidente chileno Salvador Allende pronunció un discurso en el que, además de ponderar las bondades del deporte para la salud, aprovechó para declararse públicamente hincha del equipo de la Universidad de Chile, institución educativa en la que estudió la carrera de medicina —“soy de la ‘U’”, dijo—, aunque contradictoriamente manifestó ser también aficionado del archirrival Colo Colo —“¿Cómo es eso?”, se extrañó él mismo al confesarse adepto al Cacique— e incluso reconoció su querencia por un tercer equipo, que desde 2017 permanece desafiliado del futbol profesional: el Club Naval de Talcahuano. Pero el Golpe de Estado de Augusto Pinochet del 11 de septiembre de 1973, que segó la vida del doctor Allende en el Palacio de La Moneda y que para noviembre siguiente tenía a la Base Naval de Talcahuano convertida en centro de detención de 158 presos políticos, incluidas 2 mujeres, obligó a buscar sede en otro país. Y el elegido fue Brasil, cuya urbe más poblada, Sao Paulo, aceptó hospedar en reemplazo de Santiago la VII edición de los Juegos. Sin embargo, un brote de meningitis que amenazó con desatar una epidemia en octubre de 1974, hizo que la ODEPA desistiera de celebrarlos ahí. Fue así como, luego de un doble rebote, faltando apenas 10 meses para el encendido del pebetero, se decidió que los Panamericanos de 1975 recalaran en una tercera alternativa que 20 años antes ya había alojado la justa: la Ciudad de México.

Para llegar al partido por la presea áurea entre mexicanos y brasileños —que se jugó el día inmediato anterior a la clausura— los juveniles de casa, entre los que destacaba un zurdo prometedor de 17 años, Hugo Sánchez, golearon 6-1 a Trinidad y Tobago, se impusieron a Estados Unidos por marcador 3-1, empataron con Cuba a 2 goles y luego tundieron 7-0 a Costa Rica con 4 goles de Hugol, mientras que en su trayecto los noveles integrantes de la canarinha le ganaron también a los trinitarios (7-0) y a los ticos (3-1), superaron a El Salvador (2-0) y a Bolivia (6-0), empataron con Argentina (0-0) y le propinaron a Nicaragua la goleada más abultada que jamás haya asestado una selección brasileña: 14-0. A los 22 minutos el mediocampista cruzazulino José Luis Caballero mandó un largo servicio sobre el costado derecho que Víctor Rangel rescató cuando parecía que el balón iba a abandonar la cancha por la línea de meta, pero el delantero de las Chivas del Guadalajara alcanzó a llegar antes de que saliera, alzó la vista y lo retrasó a los pies del entonces canterano sensación de los Pumas de la UNAM y futuro pentapichichi, quien con una fina dejadita con parte interna puso el balón a merced de Héctor Tapia, que entró al área como un aluvión para poner adelante a México venciendo al portero Carlos Roberto Gallo, que 9 años después volvería a tierras mexicanas como arquero titular de la selección mayor de Brasil en el Mundial México 86.

Pero a falta de un minuto para el término del partido, la defensa mexicana fue presa de los nervios y propició el empate brasileño al cometer una falta dentro del área sancionada con un penalti, convertido en gol por Claudio Adao, quien a sus 19 años ya hacía pareja con Pelé en el ataque del Santos y cuyo apellido sirvió para bautizar por esos días a un bebé mexicano, futuro defensor de los Pumas e integrante del Pachuca que logró el ascenso de los Tuzos a la Primera División en 1998: Adao Martínez, nacido en la Ciudad de México el 24 de septiembre de 1975, un mes antes de la final panamericana.

Empatado, el partido se fue a la prórroga. Luego del gol de Adao, en cuanto arrancó el primer tiempo suplementario el equipo mexicano empezó a desdibujarse. Se antojaba más probable la remontada brasileña que una nueva puesta en ventaja del Tri. Fue entonces cuando ocurrió lo insólito: la parte oeste del alumbrado del Azteca dejó de funcionar. Con iluminación atenuada, como si estuviera jugándose a la luz de las velas, el partido continuó, pero el dominio brasileño se recrudeció y a los pocos minutos el apagón se hizo total: sólo la llama del fuego panamericano resplandecía.

Se trató de un evidente ardid para terminar anticipadamente el partido y que México no perdiera. Así lo delató la actitud del entrenador mexicano Diego Mercado, que ingresó al campo clamándole al árbitro argentino Arturo Andrés Ithurralde que no continuaran las acciones. Las autoridades de la ODEPA ofrecieron como solución que los minutos que faltaban por disputarse se jugaran el día siguiente, pero su propuesta fue desestimada. Finalmente el interventor de la FIFA, complaciente con quienes tramaron el apagón, acordó que los metales dorados se hicieran colgar de los cuellos tanto de mexicanos como de brasileños. Nunca ha vuelto a repetirse un apagón en el Coloso de Santa Úrsula —como lo bautizó el locutor Ángel Fernández— ni la gloria continental ha tenido que trozarse de nuevo en ninguna de las 12 ediciones de los Panamericanos celebradas desde entonces.

En la penumbra de aquella noche de otoño se hizo perdidizo el único que no admite divisiones ni duplicados sobre una cancha de futbol: el balón. Porque aquel 25 de octubre de 1975 el futbol sorprendió al demostrar que no es necesariamente un juego de suma cero y que puede darse el lujo de parir 2 ganadores, pero jamás ha osado jugarse con 2 balones. Y al balón con que se jugó aquella final panamericana la oscuridad reinante le deparó un destino insospechado. No acabó dentro de la maleta del árbitro, no lo conservó un utilero ni tampoco se lo llevó a casa alguno de los anotadores. Aquel Estrella Super Crack con cámara en el vientre, “autorizado por la Comisión de Arbitraje de la Federación Mexicana de Futbol” según se lee en letras verdes estampadas junto al logotipo de México 75, terminó en manos de un amigo de mi padre, Gerardo Duque, quien a sabiendas de lo futbolero que es su amigo se lo obsequió hace más o menos 30 años. Y fue así como de rebote, igual que los Panamericanos a México hace 9 lustros, ese balón me cayó a mí.

Por eso hoy, mientras escribo, tengo frente a mí a ese Estrella Super Crack, hecho en México —más específicamente en el Barrio San Miguel, en Iztapalapa, donde Zeferino Alarcón abrió en 1954 un taller de fabricación artesanal, tradición que continuó su hijo José y que pervive gracias a los vástagos de éste, José Gabriel e Israel Alarcón Valdés—, cosido a mano, ya casi cincuentón, levemente raspado, que se resiste a ser tratado como una reliquia de un tiempo ido, cuyos redondos y ásperos gajos color hueso transpiran el relato de ese partido sin par con par de baños de oro.

P. D. Para saldar la sensación de cuenta pendiente que dejó el haber declarado tablas aquella final y tener que compartir el sitial más alto del podio, en mayo del año siguiente la selección de Brasil fue invitada a jugar contra la de México un partido amistoso en el Azteca con motivo del décimo aniversario de la inauguración del recinto, pero ese encuentro terminó también en empate, sin goles. Por cortesía, el anfitrión cedió al visitante el trofeo que se puso en disputa para la ocasión. Se desconoce el paradero del balón con que se jugó.

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