Los versos más tristes

Por: Farid Barquet Climent.

Como nunca he trabajado en una redacción, busco extraer lecciones de periodismo de donde puedo. De Antonio Tabucchi —que en su magistral novela Sostiene Pereira recrea las entretelas de un pequeño diario lisboeta de entreguerras— aprendí que “las necrológicas no se pueden improvisar de un día para otro, hay que tenerlas ya preparadas”. Pereira —al que estelarizó Marcello Mastroiani cuando Roberto Faenza llevó Sostiene Pereira al cine— sostenía que “en las páginas culturales hay que estar preparados por si desaparece algún artista”.

Durante mucho tiempo, mientras no me vi en la circunstancia de tener que aplicarlo, el consejo de Pereira me pareció sensato. Porque cuando un artista se va, el público merece leer semblanzas que descansen en informaciones plenamente corroboradas acerca de su obra, alimentadas por datos sobre su vida confirmados a través de diversas fuentes acreditadas. Los redactores de necrológicas deben acopiar lo que hayan escrito los biógrafos del personaje, si es que los tiene, averiguar si dio entrevistas, en fin, allegarse todo lo que abone a la rigurosidad de un perfil digno del adiós. Y para eso, sostiene Pereira, se necesita tiempo, tiempo que sólo puede dar el sentido de la anticipación.

El consejo de Pereira me seguía resultando sensato hasta que tú, Pelé, lamentablemente me colocaste en la tesitura propicia para seguirlo. Pero no me atreví. Porque tratándose del artista que serás por siempre, en cuanto se supo que durante el mundial de Qatar te hospitalizaron por enésima vez, sentí que la sola idea de empezar a esbozar tu necrológica era como llamar a la muerte, no obstante que pudiera justificarme en la evidencia de que ya te rondaba. Me resultó obsceno ponerme a escribir movido por la inminencia de tu muerte, tú que fuiste la vida del futbol.

A diferencia de los cinéfilos que pueden recitar de memoria diálogos enteros de películas que se han vuelto clásicas, yo sólo soy capaz de hacerlo con los parlamentos de un documental sobre ti, uno que vi la primera de muchísimas veces cuando era niño. Fue un regalo de mi padre: un videocasete de formato Beta, tan de los 80. El documental inicia con imágenes del 18 de julio de 1971, en las que se te ve trotando en solitario, con el torso desnudo, mientras varios niños te hacen valla sobre el perímetro de la cancha de Maracaná. Llevas tu canarinha número 10’ en la mano derecha, y la ondeas saludando a la tribuna pletórica de gigantescas banderas de clubes cariocas a los que tantas veces enfrentaste con el Santos y con la selección paulista —el Flamengo, el Fluminense, el Vasco da Gama— cuyos hinchas dejaron ese día de lado sus inveteradas rivalidades, abrieron una tregua y se unieron para ovacionarte, para agradecerte. Los minutos previos serían los últimos en los que se te vio enfundado en la verdeamarelha jugando al futbol. Lejos estoy de dominar la lengua de Pessoa, pero las palabras del locutor montadas sobre las imágenes primeras de aquel documental las puedo pronunciar hasta la fecha: “Os torcedores que gritou seu nome viu sua despedida da seleção, não presenciou seus primeiros passos na Copa do Mundo de mil novecentos cinquenta e oito”.

Pel´´e en su despedida de la selección brasileña en Maracaná

Ese fragmento inicial del guion encierra una gran verdad. Los miles que presenciaban in situ tu último partido como internacional —ante la selección de Yugoslavia— no pudieron seguir en vivo, más que por la radio, tu primer mundial. A veces incompletas, otras dañadas, las cintas en las que tu irrupción luminosa en Suecia 58 quedó filmada paradójicamente en blanco y negro tuvieron que esperar para ser proyectadas en salas de cine, a las que no todo mundo podía acceder. Antes hubo que recuperarlas, reunirlas, restaurarlas, ensamblarlas. Por eso, en mucho, fueron las crónicas deportivas, publicadas en periódicos y revistas, las que conservaron vívidos, refractarios al olvido, tu primer gol mundialista contra Gales en cuartos de final, tu hat-trick en menos de media hora en la semifinal contra la Francia de Fontaine y Kopa, tu doblete en la final contra los anfitriones, gracias al cual, desde entonces, cuando les hablan del partido de los sombreros, los suecos no piensan más en un partido político dieciochesco de los tiempos del reinado de Adolfo Federico, sino que les viene a la mente ese partido de futbol en el que, a tus 17 años, le hiciste un sombrero digno del carnaval de Río a un defensor dentro del área, para marcar así un gol portentoso que demostró que el futbol podía ser una forma de la belleza, el gol más memorable de aquella Copa del Mundo, la primera que ganó Brasil de las cinco que tiene en su haber, esa en la que supuestamente fue un directivo uruguayo de la Confederación Sudamericana de Futbol (Conmebol), Lorenzo Villizzio, quien te asignó, casi sin querer, la camisa número dez, la que jamás te habrías de quitar. No faltan los que intentan persuadirme de que existen razones matemáticas que explican por qué la humanidad usa el diez como múltiplo para contabilizar cantidades, longitudes, pesos. Pero yo sigo convencido de que el mundo se rige por el sistema métrico decimal en homenaje a ti.

Pelé, a sus 17 años, con Gylmar, portero de Brasil en Suecia 58

Se equivocan los que piensan que la camiseta de la selección de futbol de Brasil siempre ha sido la icónica canarinha. Ignoran que durante sus primeros 36 años de existencia vistió completamente de blanco en la mayoría de sus compromisos. Pero como usó esa indumentaria el día fatídico del maracanazo —la derrota dolorosísima en la final de Brasil 50 ante Uruguay— se decidió eliminar para siempre el predominio del blanco con el propósito de exorcizar cualquier reminiscencia de aquella tragedia futbolística. Fue el diario carioca Correio da Manhã —en el que escribía colaboraciones Mário Filho, el entusiasta impulsor de la construcción del reciento que desde 1966 oficialmente se llama como él, “Estadio Journalista Mário Filho”, pero que desde su inauguración en 1950 todo el mundo conoce como Maracaná— el que se puso manos a la obra para dar con la cromática reemplazante.Con el fin de no llegar al mundial de Suiza 54 sin haber definido cómo sería la nueva equipación —como le llaman en España—, en 1953 las páginas del Correio da Manhã dieron a conocer la convocatoria para que, a través de un concurso público, se escogiera el diseño del uniforme que en adelante habría de portar el equipo nacional. La condición para los participantes era que combinaran los cuatro colores patrios: verde, amarillo, azul y blanco. El jurado estuvo integrado en exclusiva por miembros del directorio de la Confederación Brasileña de Deportes (CBD), encabezado por Rivadávia Corrêa Meyer, que dio como ganador el dibujo presentado por un joven de 19 años, nativo de una ciudad de nombre tan futbolero como Pelotas, en el estado de Rio Grande do Sul, quien con el tiempo se convertiría en un laureado escritor, periodista, profesor universitario y traductor: Aldyr Garcia Schlee. Camiseta amarilla con cuello y puños verdes, short azul con raya blanca a los costados y calcetas blancas con franjas horizontales verdes y amarillas, se veían en el boceto de Garcia Schlee. La suya fue una apuesta de mucho colorido, como si estuviera él poniendo su personal contribución deseando que alguien apareciera para terminar de ponerle color al futbol. Y ese fuiste tú, Pelé, que lo hiciste con tu genio, pero también, con la ayuda de una novia que no pudo resistirse a la seducción de tu arte ni al arte de tu seducción: la televisión, que para ti se vistió de colores.

Después de darle a Brasil la primera de sus tres Taças Jules Rimet en Suecia, te presentaste a refrendar el título de campeón en Chile 62. Le anotaste gol a México en el primer partido, pero en el segundo, contra España, te lesionaste. Amarildo te sustituyó en los siguientes encuentros, a la espera de que pudieras reaparecer en la final, que Brasil tuvo que ganar contigo en la tribuna. Era un crimen que la historia de los mundiales no pudiera volver a nutrirse de tu arte. Por eso el mundial de 1966 quedó marcado por la expectativa de tu regreso mundialista. Pero en Inglaterra el crimen habría de ser otro: el de la proscripción de tu magia por la violencia. En el tercer partido, contra Portugal, se desató una cacería sobre tus piernas. Mientras el italiano Claudio Gentile —al que apodaban “Gadafi” no tanto por haber nacido en Libia sino más bien por sus “nasty tactics” a la hora de marcar adversarios— se valió de la laxitud arbitral para lograr su propósito de privarnos a la mala de las gambetas de Maradona en España 82, al portugués João Morais, capaz de derribarte a patadas hasta dos veces en la misma jugada, le bastó aprovecharse de las insuficiencias reglamentarias que entonces aquejaban al futbol para nublar tu futbol en aquella de por sí nublada tarde en Goodison Park. Porque aquel 19 de julio de 1966, en que tuviste que abandonar el partido cargado en hombros por el médico de la selección, Hilton Gosling, y por el sempiterno masajista Américo, todavía no estaban previstas en el reglamento las amonestaciones ni las expulsiones señalizadas en las tarjetas roja y amarilla, como tampoco los cambios de jugadores por lesión. Fue por el abuso de las reglas cometido ese día en tu perjuicio, que el futbol se revisó a sí mismo y se hizo modificaciones para ser mejor a partir del siguiente mundial. No sólo revolucionaste el futbol en cuanto a sus posibilidades atléticas, estéticas, técnicas y tácticas. Literalmente, cambiaste el juego. Y lo hiciste para bien, a raíz de un mal. Hasta en tus horas bajas, cuando se portó ingrato contigo, le deparaste cosas buenas al futbol.

Luego de las sombras que se cernieron sobre tu juego en Inglaterra, tu postergado renacer mundialista tenía que ser como lo merecías: a todo color. Para que luciera el colorido de la canarinha, como quería Garcia Schlee, pero sobre todo para que brillara tu futbol. Seguramente porque sabía que en la siguiente Copa del Mundo habrías de alumbrar el mejor futbol jamás visto, la luz se hizo: México 70 fue el primer mundial que se transmitió a color. Tu clase, tu potencia, tu inteligencia extraordinaria para jugar, te convirtieron en padrino de arras de un feliz matrimonio que se mantiene indisoluble: el que gracias a ti contrajeron el futbol y la televisión.

Si lo que hiciste en Suecia 58 no lo pudo ver el mundo en vivo, quedando como testimonio principal de tus proezas primigenias la tradición oral que detonaron los relatos radiofónicos, para México 70, gracias al lanzamiento al espacio del satélite Telstar, el planeta entero atestiguó en tiempo real tu talento excepcional, acabó de convencerse de que jamás fuiste ni invención periodística ni artificio narrativo y se deslumbró ante la superioridad inapelable de aquel Scratch do Ouro que, en tu Last Dance —Phil Jackson dixit—, supo cobijarte y catapultarte a una nueva cima.

Pelé en hombros con sombrero de charro mexicano, tras la tercera coronación de Brasil en la cancha del Azteca

Cuando en enero de este año trascendió que tus médicos te encontraron tres tumores, estuve seguro de que erraron el diagnóstico: son las tres estrellas de campeón mundial que nadie tiene más que tú, y que sólo parece capaz de colectarlas algún día Mbappé, que a punto estuvo en Qatar de hacerse con la segunda, y que tanto tiene de ti.

Llevo toda mi vida pensando en alguna virtud futbolística que no tuvieras y no en encuentro ninguna. Toque, chute, regate, salto, cabeceo, esprint, carrera larga, pausa, manejo de ambos pies. Tenías todo, y todo lo hacías a la perfección. Eso te hacía indescifrable, tus recursos eran inagotables.

El futbol, nerudianamente, escribe sus versos más tristes esta noche.

fbc.

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