¿Quién es José Damasceno?

Por: Farid Barquet Climent.

“Una vida nueva con un nombre falso en otro lugar, no le veo las ventajas”.

Con estas palabras, el escritor español Jorge Semprún (1923-2011) respondió a sus camaradas comunistas, presos junto con él en el campo de concentración de Buchenwald durante la segunda guerra mundial, cuando éstos le propusieron armar un plan para que intercambiara su nombre con el de algún otro interno del campo que, como dramáticamente ocurría casi a diario, falleciera por aquellos días, pues pensaban que si las autoridades nazis daban por muerto a Semprún cesaría el espionaje de sus conversaciones, la revisión de su correspondencia, la inspección de sus lecturas, en fin, el seguimiento de todas sus actividades por parte de la SS, la policía de Hitler.

Apremiado por las circunstancias Semprún terminó por aceptar la propuesta de sus amigos. El relato de ese episodio trágico es narrado por él mismo en Viviré con su nombre, morirá con el mío, novela cuyo título sintetiza los extremos a que puede orillar la irracionalidad: tener que suplantar a la muerte como la única forma de aferrarnos a la vida.

Pero lo que vengo a contar aquí es la historia de una suplantación que no es trágica en modo alguno. En ella nunca estuvo en peligro la sobrevivencia de un ser humano, pero de su desenlace afortunado dependía la continuación de una carrera promisoria dentro del futbol profesional.  

La historia tuvo lugar a mediados de 1991. Pumas había salido campeón el 22 de junio, pero a partir de septiembre debía defender su título sin contar con cuatro jugadores que habían sido parte del cuadro base que obtuvo el campeonato y que tras la conquista de éste se fueron a jugar a otros equipos. Para paliar esas ausencias Pumas volteó la vista hacia Brasil, porque en México había circulado una noticia: la aparición en el país sudamericano de un joven futbolista muy prometedor, al que apodaban Tiba, pero que no es el mismo Tiba que ahora conocemos.

Por aquellos días en que elogiosamente se hablaba de un tal Tiba que jugaba en Brasil, acababa de aterrizar en suelo mexicano otro joven futbolista brasileño al que alguien consideró tan prometedor como el Tiba de la buena fama que súbitamente deambulaba en boca de los mexicanos, pero al que nadie de nuestro medio futbolístico había visto jamás.

José Santos Damasceno Filho —sin parentesco con Damasceno Monteiro, el personaje de ficción creado por Antonio Tabucchi a partir de la denominación de una calle lisboeta en la que vivió el escritor— es el nombre al que respondía el amazónico por entonces recién llegado a tierra mexicana. Con apenas 21 años, Damasceno hizo caso a la sugerencia que le hicieron de adoptar en México el alias Tiba. No le dijeron que con ese apodo se haría pasar por otro, pero lo convencieron de hacerse llamar Tiba con el argumento de que todo futbolista brasileño que se respeta tiene su apodo: Tita, Dida, Didí, Vavá, Pelé, etc.

En la búsqueda de una oportunidad, Damasceno fue llevado a probarse a un entrenamiento de los Pumas, al que asistió presentándose como Tiba. Su paisano Ricardo Tuca Ferretti —que en unas pocas semanas de aquel verano pasó de anotador del gol que valió el campeonato a DT del equipo universitario— decidió que Tiba se quedara en el plantel.

José Damsceno en Brasil, antes de su arribo a México

Desde el día de su debut con el conjunto universitario Tiba llamó la atención del público y los reporteros. El motivo no fue alguna jugada deslumbrante, sino que la camiseta blanca con el puma oro del tamaño del pecho le quedaba ostensiblemente grande. Era muy joven, sí, pero en sus primeras tardes con el equipo de la UNAM, en las que la voz del Estadio Olímpico Universitario, el Ingeniero Marco Antonio Torres H. lo anunciaba en el sonido como José Damasceno, se veía como un niño enfundado en el uniforme de un adulto.

José Damasceno «Tiba» y Antonio Torres Servín

La adultez futbolística de Tiba llegó la siguiente temporada, en la que por fin encontró su mejor acomodo en la alineación. La posición de defensa lateral izquierdo le sentó estupendamente. Daba mucha salida y tenía buena proyección hacia el frente. Pero su plena madurez llegó cuando salió de Pumas para jugar durante la temporada 1995-1996 junto a Emilio Butragueño, Richard Zambrano y otros en el recién ascendido Atlético Celaya, equipo con el que estuvo cerca de coronarse como campeón, pero el Necaxa dirigido por Manuel Lapuente lo impidió gracias al criterio de desempate del gol de visitante.

Tiba con los Toros del Atlético Celaya

Las magníficas actuaciones de Tiba con la escuadra guanajuatense motivaron que el Atlante lo contratara, previo pago de la cantidad de dinero más alta que por concepto de transferencia se erogó en el futbol mexicano en 1996.

Tiba con los Potros de Hierro

Recaló después en Santos Laguna y tuvo sus últimas apariciones en Primera División con Jaguares de Chiapas. Prolongó algunos años su carrera en el circuito de ascenso con Petroleros de Salamanca y se retiró a la edad de 40 con Reboceros de la Piedad, 19 años después de haber acertado en ver las ventajas de una vida nueva en México, con el nombre Tiba, que de falso ya no tiene nada porque le pertenece solo a él, responsable de esculpirle entre nosotros un historial de buen futbol.

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31 camisetas

Por: Farid Barquet Climent.

En una época en que miles de futbolistas de todo el mundo cambian de equipo casi cada temporada, los que visten una sola camiseta a lo largo de toda su carrera son unos bichos raros. Jugadores como Francesco Totti para la AS Roma, Carles Puyol para el FC Barcelona, Paul Scholes para el Manchester United o Paolo Maldini para el AC Milán han devenido en personajes de culto en tanto epítomes de la lealtad a unos mismos colores, en tiempos en que la mayoría de sus colegas vive con las maletas siempre listas.

En las antípodas de los llamados one club men está el jugador nómada por excelencia, el dueño del récord de traspasos, el futbolista que ha militado en más equipos profesionales en la historia de este juego: el uruguayo Washington Sebastián Abreu Gallo, el “Loco” Abreu, cuyo dilatado deambular por los estadios llegó a su fin el 11 de junio de 2021.

Lo del “Loco” fueron las mudanzas incesantes a lo largo de 26 años de carrera. Precisamente incursionó en el futbol profesional gracias a una mudanza, pero de disciplina deportiva: para dedicarse de lleno a jugar con la de gajos abandonó la práctica del basquetbol y del voleibol. El escritor y periodista Sebastián Chittadini refiere desde Montevideo en exclusiva para FutboLeo.net que el sempiterno camiseta ‘13’, con el que compartió duela, “estuvo en selecciones uruguayas de categorías formativas o de preselección de básquet, y en el vóley, en su Departamento, Lavalleja, estuvo también seleccionado, no a nivel uruguayo pero sí departamental”. Del pívot que fue parece habérsele quedado a Abreu la destreza para rebotear y saltar con oportunidad: 404 goles en 787 partidos acreditan que lo aprendido debajo de un aro supo capitalizarlo después cuando se vio frente a una portería. Por eso no parece casualidad que el club Defensor Sporting, el que inaugura la prolongada lista de instituciones que figuran en su extenso currículum futbolístico, es el resultado de la fusión, en 1989, de dos entidades, Club Atlético Defensor y Sporting Club Uruguay, que destacaron antes por sus éxitos en el arte de encestar que por sus proezas balompédicas, que no son menores, pues cuenta con veintiún títulos oficiales, incluidas cuatro Ligas, que lo convierten en el tercer club más ganador del país detrás de Peñarol y Nacional. 

Abreu tiene muchas conexiones con México. De las treinta y una camisetas que vistió, una quinta parte fueron de clubes de aquí. Luego de repartir tres años (1996-1999) entre Buenos Aires, La Coruña y Porto Alegre, Abreu recaló en la Perla Tapatía: se incorporó a los Tecos de la Universidad Autónoma de Guadalajara (UAG) cuando languidecía el milenio. Ataviado con la indumentaria cuadriculada que el equipo zapopano le copió a la selección de Croacia, Abreu puso de moda los zapatos blancos, las calcetas por encima de las rodillas, su corte a rape —que al paso de los años contrastaría con la larga cabellera que lo acompañó en sus postales icónicas— y el cuello tipo polo levantado a lo Cantona, ingredientes que le dieron un look que sería imitado por un joven compañero suyo, que después haría historia en las Chivas: Adolfo «Bofo» Bautista, el verdugo de Boca Juniors en la Copa Libertadores de 2005. Abreu tenía casi cuatro años de profesional cuando “Bofo” debutó; el hidalguense se retiró 18 años después, mientras que Abreu todavía jugó por más de un lustro.

El nativo de Minas pasó después por dos de los llamados ‘grandes’ de México, Cruz Azul y América, y también por los dos archirrivales de Monterrey: Tigres y Rayados. Más tarde arribó a Dorados de Sinaloa, donde compartió vestidor con Pep Guardiola, y también jugó para el desaparecido San Luis fc, entidad recordada como un eslabón más en la cadena de sucesivas franquicias (Atlético Potosino, Real San Luis, Atlético San Luis) que se han asentado sin lograr arraigar entre los aficionados del Estado de San Luis Potosí.

Pero la conexión mexicana más fuerte del “Loco” Abreu tiene nombre propio: Diego Abreu, su hijo, quien juega en fuerzas inferiores de Defensor Sporting y ya está en la mira de Gerardo Martino, pues el “Tata” lo ha convocado a concentraciones de la selección mayor mexicana para participar en partidos interescuadras.

A pesar de haber peregrinado por 11 países de 3 continentes, el “Loco” Abreu mantuvo —y mantiene— un amor eterno: Nacional de Montevideo. Si una actitud no vale para caracterizar el vínculo de Abreu con el Decano, es el desapego: tuvo cinco estancias en el cuadro tricolor, en las que marcó 48 goles.             Convirtió la forma de tirar los penaltis a lo Panenka en su sello personal. Muchos lo tildaron de irresponsable por no buscar asegurar sus cobros, mientras que otros encomiaron su disposición a la osadía. Pero el día en el que concitó el aplauso unánime, por el feliz desenlace, fue cuando hizo un panenka en una Copa del Mundo. Millones de personas conocíamos la costumbre que Abreu tenía de invocar al célebre checo cuando le tocaba patear desde el lunar calcáreo. Esa propensión al vértigo en mucho justifica su apodo. Y por eso los millones que vimos aquel partido por televisión intuíamos que, a pesar de que esa noche del 2 de julio de 2010 pendía de su pie izquierdo el pase de Uruguay a las semifinales, el “Loco” se sentiría tentado de retar al destino apostando por apenas picar el balón para que éste describiera una parábola tan lenta como riesgosa en su viaje a la red. El que no lo sabía fue el portero ghanés, Richard Kingson, que en su sorpresa encontró la penitencia: tener que decir adiós al Mundial de Sudáfrica en cuartos de final.

Subrayar que Abreu ostenta la marca de haber jugado en más equipos no equivale a hacer el elogio de la acumulación per se. Atesorar la mayor cantidad de camisetas diferentes puede ser el culmen para el coleccionista, no así para el futbolista. Si al hablar de Abreu se enfatiza ese dato es para dar cuenta de su universalidad, como universal es el futbol. De Quito a Salónica, de Jerusalén a Río de Janeiro, de San Sebastián a Santa Tecla, de Asunción a Puerto Montt, los narradores gritaron cientos de goles que fueron seguidos de un apellido: Abreu.

Abreu terminó por ser al futbol lo que la Reina Isabel II de Inglaterra al mundo: esa presencia que siempre va a estar ahí. Y Abreu quizá lo siga estando, no obstante su retiro del profesionalismo. Porque dudo que a sus 44 años deje de jugar. Lo que va a cambiar es que de ahora en adelante no estará esperándolo un cheque al final de cada mes. Pero no por eso Washington Sebastián Abreu dejará de ser futbolista, porque el verdadero futbolista nunca deja de serlo.

Foto: as.com

El partido que le dio una temporada al Lille

Por: Javier Parra Peña y Christian «El Cangrejo» Gasca Campuzano.

La temporada del Lille OSC se podría definir con solo dos palabras: Burak Yilmaz. El delantero turco es el gran artífice individual de la temporada del conjunto de Christophe Gatlier, siendo la pieza más desequilibrante y la que mejor interpreta la idea de su entrenador en el último tramo del a cancha. El tipo llegó de toda una carrera futbolística en Turquía, con un breve lapso en China. El reto era intentar paliar la pérdida de Victor Osimhen, el nigeriano que se fue por muchos millones al Napoli. Era tratar de compensar la ausencia con Burak y otro delantero joven de cierta proyección: Jonathan David. El turco se llevó el show. La remontada ante el Olympique de Lyon (3-2) es prueba de todo esto. Para Javier y un Cangrejo, éste es el partido que le dio el título al LOSC.

El 25 de abril de 2021, Lille y Lyon firmaron uno de los partidos más emocionantes de la Ligue 1 en toda la temporada, con un ritmo muy alto y donde los pequeños detalles fueron claves para definir al ganador. A escasas 5 jornadas de que terminara la temporada y habiendo ya hecho la mitad del trabajo al ganar en París, pero llegando a este partido en un provisional tercer lugar, los de Galtier se enfrentaron a unos locales que ejecutaron su plan a la perfección en la primera mitad, con una idea defensiva muy clara (presión adelantada para forzar el lanzamiento y bloque medio para neutralizar la progresión por carriles interiores). Al Lille le costó mucho superar al bloque de su rival. Y, cuando el partido está cerrado, son los errores los que rompen el desarrollo.

El Lyon logró ponerse en ventaja después de errores defensivos de la última línea del Lille. El primero de Domagoj Bradaric (foto) y José Fonté, quienes se durmieron ante la jugada de Caqueret, y el segundo con el portugués empujando la pelota en su propia portería. El Lyon hizo mucho daño por banda derecha, con Leo Dubois y Toko Ekambi como principales armas para generar ventajas y desbordes. Después un 2-0 en contra, parecía que sueño de Les Dogues de imponerse a los petrodólares del PSG se esfumaba.

Pero, después del 2-0, comenzó a jugar Burak Yilmaz su partido. La luz turca en el oscuro panorama lo fue todo en el plan ofensivo del Lille. Y sus números son claves espectaculares (2 goles, 1 asistencia, 4 pases clave). Pero, más allá de su sensacional golpeo en la pelota parada, siempre estuvo activo durante todo el partido, tanto con la pelota (jugando entre líneas, descendiendo para participar en el juego) como a nivel mental, como se mostró en el 2-2 cuando aprovechó el error de Lucas Paquetá (FOTO) y en el 2-3, haciendo daño ganando al espacio después del pase largo de su portero.

Hoy toca que celebremos a un modesto equipo que ha logrado su cuarta Liga y que incluso, ante un futuro incierto que ha visto las salidas del propio Galtier y antes de Luis Campos (artífice de la inteligencia deportiva que ayudó a armar a esta plantilla), es el nuevo campeón de Francia con todos los méritos, y recordamos este partido que fue punto de inflexión para lograr la hazaña.

Sobre los autores:

Javier Parra Peña es un analista venezolano del fútbol. Fanático de la táctica y un estudiante constante de la evolución del juego. Redactor y editor. Javi es la parte sensata e informada de este nuevo dúo.

Christian “El Cangrejo” Gasca es un aficionado hardcore al fútbol internacional. Agente de Seguros de profesión, que en sus ratos libres dedica sus energías a darle el cariño que se merece al deporte más hermoso del planeta Tierra.

Hernández Tejeda, minucioso y verídico

Por: Farid Barquet Climent.

Gabriel García Márquez, que fue primero periodista antes que escritor de novelas y cuentos que le valieron el premio Nobel, definía al reportaje como “la reconstrucción minuciosa y verídica del hecho”. En los tiempos en que el colombiano apenas se fogueaba en las oficinas de la redacción de un periódico, todo reportero digno de pertenecer al oficio a través de la radio “capturaba al vuelo las noticias del mundo entre silbidos siderales”, con miras a poder lograr la reconstrucción minuciosa y verídica de los hechos que iba a relatar.

En la actualidad internet y las redes sociales nos ahorran el ruido ambiente de las ondas megahertzianas a la hora de capturar al vuelo las noticias del mundo, pero la labor de reconstrucción minuciosa y verídica de los hechos sigue siendo tarea ardua. De eso da prueba el periodista deportivo veracruzano Diego Hernández Tejeda, quien reconstruye con toda minuciosidad el avance lúgubre de la pandemia para ofrecernos un mosaico verídico de sus devastadores impactos en el ámbito deportivo a través de su nuevo libro: Golpes y patadas del Covid-19 al deporte, con el que inaugura catálogo un sello de nuevo cuño y que mucho promete: la editorial deportiva Graderío.

Desde que en noviembre de 2019 tuvo noticia de la aparición del covid, pero sobre todo a partir de los primeros contagios de deportistas y en general de quienes participan de la industria del deporte, Hernández Tejeda se decidió a hacerle un férreo marcaje reporteril al virus. Su sana distancia ha sido física, no profesional. Golpes y patadas del Covid-19 al deporte recoge el seguimiento puntual de su autor a la propagación de la enfermedad y permite poner en la perspectiva que sólo da la sana distancia temporal tanto la súbita paralización de la actividad en estadios y arenas de prácticamente todo el orbe, como también el tortuoso, inacabado y en algunos casos todavía incierto regreso de las competencias. Por la información que reúne, ordena y expone con prosa ágil, se trata de un libro que nos ayuda a dimensionar el tamaño del drama y de sus implicaciones de toda índole.

Bien adelantó Theodore Roszak, desde mediados de los años 80 del siglo XX, que “nuestra civilización tecnológica necesita sus datos del mismo modo que los romanos necesitaban sus carreteras y los egipcios del imperio antiguo la inundación del Nilo”. Libros como el que nos entrega Hernández Tejeda responden con rigor a esa necesidad.

Retrato dinámico de un tiempo cruento, Golpes y patadas del Covid-19 al deporte tiene valor también como insumo, como fuente documental para la investigación o la sola referenciación. En sus páginas se pueden localizar datos duros: fechas, cifras, porcentajes, y se recrean las condiciones de modo, tiempo y lugar que a veces esconde su expresión numérica.

Comunicador a mucho orgullo, Hernández Tejeda no se olvida de sus colegas y empatiza con ellos y sus familias al destinar todo un capítulo a reconstruir minuciosamente la saga de contagios en el gremio del periodismo deportivo mundial, a recordar a los fallecidos, a dar cuenta de los que perdieron sus fuentes de trabajo por los recortes o al menos vieron reducidos sensiblemente sus salarios.

En esta su segunda obra —en 2009 publicó su primer libro, un racimo de semblanzas de glorias futbolísticas de su estado natal intitulado Los 10 grandes del futbol veracruzano, que ha sido recuperado por Graderío con prólogo de Raúl Orvañanos— Hernández Tejeda nos cuenta el caso de Oleksander Shovkovskiy, portero retirado y asistente técnico del exariete Andrei Shevchenko en la conducción de la selección nacional de futbol de Ucrania. Resulta que al quedar solamente un portero sano de los 4 del representativo ucraniano por culpa del covid, Shovkovskiy, a su 45 años y luego de casi un lustro de inactividad, “se volvió a poner los guantes y salió a la banca como suplente” en un partido contra Francia disputado en octubre de 2020. Y pienso que algo similar le ocurrió a Hernández Tejeda. Merecidamente jubilado luego de más de 7 lustros de trabajar tanto para periódicos locales y nacionales como también para la agencia de noticias del Estado mexicano, y de conducir programas en televisión y radio además de ejercer la corresponsalía para medios deportivos digitales y para las ediciones en español de rotativos de Estados Unidos y Canadá, el reportero alvaradeño se levantó de la mecedora en la que seguramente pasaba los días en Boca del Río para volver a reportear y legarnos un ilustrativo aunque doloroso itinerario de la pandemia. Pero a diferencia de Shovkovskiy, quien tuvo que volver a alinear por un apremio, Hernández Tejeda se sentó de nuevo al teclado de su computadora por deseo, gusto y vocación, movido por su intuición de reportero, y de hombre, acerca de lo que se le venía encima a la humanidad.

Oro dividido

Por: Farid Barquet Climent.

Durante años pensé que el único lugar en el que podía haber 2 ganadores de un mismo partido de futbol era en las quinielas Progol. Porque los compradores de las papeletas que sirven para jugar a los pronósticos deportivos pueden tachar como ganador de un encuentro al equipo local y al mismo tiempo al visitante si están dispuestos a pagar más dinero para aumentar su probabilidad de acertar. Pero con el tiempo me enteré de que eso no sólo era concebible en las apuestas, pues en la década de los 70 el hecho de que 2 contendientes salieran simultáneamente victoriosos no era una completa excentricidad.

En 1973 los equipos brasileños Santos y Portuguesa fueron declarados vencedores del partido en el que se enfrentaron por la final del torneo paulista, luego de que en aquel encuentro, el último oficial de Pelé en suelo brasileño antes de marcharse al Cosmos de Nueva York, el árbitro hiciera mal la cuenta de los cobros desde los 11 pasos a la hora del desempate en series de penaltis, por lo cual, salomónicamente, fueron laureados como campeones tanto la oncena albinegra de O’Rey como el conjunto luso, que tenía a Cabinho en su alineación. Y 2 años después, a otro conjunto brasileño, un representativo nacional con límite de edad, le ocurrió lo mismo al enfrentar a su similar de México, con el que tuvo que compartir la victoria.

La noche del 25 de octubre de 1975 se midieron en la cancha del estadio Azteca las selecciones mexicana y brasileña por la medalla de oro de los Juegos Deportivos Panamericanos México 75, certamen que desde su planeación estuvo atravesado por una serie de avatares. Porque la capital mexicana no fue la ciudad elegida originalmente como sede. En agosto de 1969 la Organización Deportiva Panamericana (ODEPA) designó a Santiago de Chile para albergar el evento. Casi 3 años después, el 21 de abril de 1972, para dar inicio a los trabajos organizativos el presidente chileno Salvador Allende pronunció un discurso en el que, además de ponderar las bondades del deporte para la salud, aprovechó para declararse públicamente hincha del equipo de la Universidad de Chile, institución educativa en la que estudió la carrera de medicina —“soy de la ‘U’”, dijo—, aunque contradictoriamente manifestó ser también aficionado del archirrival Colo Colo —“¿Cómo es eso?”, se extrañó él mismo al confesarse adepto al Cacique— e incluso reconoció su querencia por un tercer equipo, que desde 2017 permanece desafiliado del futbol profesional: el Club Naval de Talcahuano. Pero el Golpe de Estado de Augusto Pinochet del 11 de septiembre de 1973, que segó la vida del doctor Allende en el Palacio de La Moneda y que para noviembre siguiente tenía a la Base Naval de Talcahuano convertida en centro de detención de 158 presos políticos, incluidas 2 mujeres, obligó a buscar sede en otro país. Y el elegido fue Brasil, cuya urbe más poblada, Sao Paulo, aceptó hospedar en reemplazo de Santiago la VII edición de los Juegos. Sin embargo, un brote de meningitis que amenazó con desatar una epidemia en octubre de 1974, hizo que la ODEPA desistiera de celebrarlos ahí. Fue así como, luego de un doble rebote, faltando apenas 10 meses para el encendido del pebetero, se decidió que los Panamericanos de 1975 recalaran en una tercera alternativa que 20 años antes ya había alojado la justa: la Ciudad de México.

Para llegar al partido por la presea áurea entre mexicanos y brasileños —que se jugó el día inmediato anterior a la clausura— los juveniles de casa, entre los que destacaba un zurdo prometedor de 17 años, Hugo Sánchez, golearon 6-1 a Trinidad y Tobago, se impusieron a Estados Unidos por marcador 3-1, empataron con Cuba a 2 goles y luego tundieron 7-0 a Costa Rica con 4 goles de Hugol, mientras que en su trayecto los noveles integrantes de la canarinha le ganaron también a los trinitarios (7-0) y a los ticos (3-1), superaron a El Salvador (2-0) y a Bolivia (6-0), empataron con Argentina (0-0) y le propinaron a Nicaragua la goleada más abultada que jamás haya asestado una selección brasileña: 14-0. A los 22 minutos el mediocampista cruzazulino José Luis Caballero mandó un largo servicio sobre el costado derecho que Víctor Rangel rescató cuando parecía que el balón iba a abandonar la cancha por la línea de meta, pero el delantero de las Chivas del Guadalajara alcanzó a llegar antes de que saliera, alzó la vista y lo retrasó a los pies del entonces canterano sensación de los Pumas de la UNAM y futuro pentapichichi, quien con una fina dejadita con parte interna puso el balón a merced de Héctor Tapia, que entró al área como un aluvión para poner adelante a México venciendo al portero Carlos Roberto Gallo, que 9 años después volvería a tierras mexicanas como arquero titular de la selección mayor de Brasil en el Mundial México 86.

Pero a falta de un minuto para el término del partido, la defensa mexicana fue presa de los nervios y propició el empate brasileño al cometer una falta dentro del área sancionada con un penalti, convertido en gol por Claudio Adao, quien a sus 19 años ya hacía pareja con Pelé en el ataque del Santos y cuyo apellido sirvió para bautizar por esos días a un bebé mexicano, futuro defensor de los Pumas e integrante del Pachuca que logró el ascenso de los Tuzos a la Primera División en 1998: Adao Martínez, nacido en la Ciudad de México el 24 de septiembre de 1975, un mes antes de la final panamericana.

Empatado, el partido se fue a la prórroga. Luego del gol de Adao, en cuanto arrancó el primer tiempo suplementario el equipo mexicano empezó a desdibujarse. Se antojaba más probable la remontada brasileña que una nueva puesta en ventaja del Tri. Fue entonces cuando ocurrió lo insólito: la parte oeste del alumbrado del Azteca dejó de funcionar. Con iluminación atenuada, como si estuviera jugándose a la luz de las velas, el partido continuó, pero el dominio brasileño se recrudeció y a los pocos minutos el apagón se hizo total: sólo la llama del fuego panamericano resplandecía.

Se trató de un evidente ardid para terminar anticipadamente el partido y que México no perdiera. Así lo delató la actitud del entrenador mexicano Diego Mercado, que ingresó al campo clamándole al árbitro argentino Arturo Andrés Ithurralde que no continuaran las acciones. Las autoridades de la ODEPA ofrecieron como solución que los minutos que faltaban por disputarse se jugaran el día siguiente, pero su propuesta fue desestimada. Finalmente el interventor de la FIFA, complaciente con quienes tramaron el apagón, acordó que los metales dorados se hicieran colgar de los cuellos tanto de mexicanos como de brasileños. Nunca ha vuelto a repetirse un apagón en el Coloso de Santa Úrsula —como lo bautizó el locutor Ángel Fernández— ni la gloria continental ha tenido que trozarse de nuevo en ninguna de las 12 ediciones de los Panamericanos celebradas desde entonces.

En la penumbra de aquella noche de otoño se hizo perdidizo el único que no admite divisiones ni duplicados sobre una cancha de futbol: el balón. Porque aquel 25 de octubre de 1975 el futbol sorprendió al demostrar que no es necesariamente un juego de suma cero y que puede darse el lujo de parir 2 ganadores, pero jamás ha osado jugarse con 2 balones. Y al balón con que se jugó aquella final panamericana la oscuridad reinante le deparó un destino insospechado. No acabó dentro de la maleta del árbitro, no lo conservó un utilero ni tampoco se lo llevó a casa alguno de los anotadores. Aquel Estrella Super Crack con cámara en el vientre, “autorizado por la Comisión de Arbitraje de la Federación Mexicana de Futbol” según se lee en letras verdes estampadas junto al logotipo de México 75, terminó en manos de un amigo de mi padre, Gerardo Duque, quien a sabiendas de lo futbolero que es su amigo se lo obsequió hace más o menos 30 años. Y fue así como de rebote, igual que los Panamericanos a México hace 9 lustros, ese balón me cayó a mí.

Por eso hoy, mientras escribo, tengo frente a mí a ese Estrella Super Crack, hecho en México —más específicamente en el Barrio San Miguel, en Iztapalapa, donde Zeferino Alarcón abrió en 1954 un taller de fabricación artesanal, tradición que continuó su hijo José y que pervive gracias a los vástagos de éste, José Gabriel e Israel Alarcón Valdés—, cosido a mano, ya casi cincuentón, levemente raspado, que se resiste a ser tratado como una reliquia de un tiempo ido, cuyos redondos y ásperos gajos color hueso transpiran el relato de ese partido sin par con par de baños de oro.

P. D. Para saldar la sensación de cuenta pendiente que dejó el haber declarado tablas aquella final y tener que compartir el sitial más alto del podio, en mayo del año siguiente la selección de Brasil fue invitada a jugar contra la de México un partido amistoso en el Azteca con motivo del décimo aniversario de la inauguración del recinto, pero ese encuentro terminó también en empate, sin goles. Por cortesía, el anfitrión cedió al visitante el trofeo que se puso en disputa para la ocasión. Se desconoce el paradero del balón con que se jugó.

Tata Brown, por una cabeza

Por Farid Barquet Climent.

Por una cabeza

Carlos Gardel

El defensa central argentino José Luis Brown, el “Tata” Brown, arribó a México en abril de 1986 para una estancia que no podía ser mayor a 2 meses, pues vino exclusivamente a jugar la XIII edición de la Copa del Mundo, a la que su selección calificó a duras penas gracias a un empate agónico en casa ante Perú en el último partido de la eliminatoria, disputado el domingo 30 de junio de 1985.

Brown llegó a México con casi 30 años, lesionado, desempleado, sin club que le diera la seguridad de que al finalizar el Mundial lo estaría esperando un trabajo. Porque a principios de 1986, el que era su club, Deportivo Español, le avisó que los Óscares, la dupla de entrenadores conformada por Oscar López y Oscar Cavallero, no lo contemplaban dentro de los planes de la institución porque tenía rotos el ligamento cruzado anterior y un menisco de la rodilla derecha desde agosto de 1984. Sin equipo y con una pierna de lisiado, muy pocos creyeron que Brown sería convocado al Mundial, y menos que estaría en condiciones de ocupar el lugar de Daniel Pasarella, el capitán de la selección que 8 años atrás había alzado el trofeo de campeón mundial.

Pero a pesar de su difícil situación, el Director Técnico del representativo argentino, Carlos Salvador Bilardo, decidió incluir a Brown en el plantel que viajaría a México, cuya lista de integrantes dio a conocer el 17 de abril. Bilardo conocía bien a Brown: fue el Doctor quien lo debutó en Primera División en 1975, cuando el zaguero tenía 19 años, en un empate a ceros contra River Plate en el estadio Monumental durante la segunda de 4 estancias del “Narigón” en el banquillo del club Estudiantes de la Plata. Además, Brown tuvo mucho que ver en la designación de Bilardo como entrenador nacional, pues gracias a 2 de los 7 goles que anotó esa temporada para Estudiantes, conseguidos en los 2 últimos partidos del torneo metropolitano de 1982 —uno, para no variar, con la cabeza, contra Vélez Sarsfield, y el otro mediante el cobro de un penalti con un fuerte derechazo ante Talleres de Córdoba—, el conjunto pincharrata obtuvo el título de campeón local el 14 de febrero de 1983, logro que justificó la contratación de su timonel 10 días después por la Asociación del Fútbol Argentino (AFA) para que condujera a la Argentina rumbo a la cita mundialista del 86.

Ya en el Mundial de México, Brown tuvo que arreglárselas, al igual que el resto de sus coequiperos, con el viático de 25 dólares diarios que daba la AFA, institución que no les dio ni un par de zapatos para jugar el torneo. Según averiguaciones del periodista Andrés Burgo, Maradona tuvo que hablar con su patrocinador personal, la marca del felino, para que les facilitara calzado a varios de sus compañeros seleccionados, Brown entre ellos.

Contra todo pronóstico, Brown terminó jugando como titular los 7 partidos que disputó su selección en el Mundial. En el último, el decisivo por el campeonato, “aportó su cuota de heroísmo”, como escribió el periodista Alejandro Duchini. Porque fue Brown quien supo dar con la llave que abrió el camino del segundo título de campeón del mundo que ostenta el futbol argentino, al anotar el primero de los 3 goles de su equipo en aquella final. Fue el único tanto que Brown marcó como seleccionado nacional en los 36 partidos en que representó al futbol de su país a lo largo de 7 años. A los 23 minutos de haber iniciado el encuentro, Brown tuvo que atropellar a Maradona para mandar a la red un centro pasado enviado por Jorge Burruchaga desde la banda derecha a balón parado, cuya trayectoria fue mal calculada por el arquero alemán, Harald Anton “Toni” Schumacher, quien recuerda así aquella jugada en su libro Tarjeta roja:

«Después del primer paso ya lo sé: no ‘la’ atrapo. Cien milésimas de segundo duran una eternidad. Navego por el área de castigo como un Lohengrin al que se le ha escapado su cisne. Última esperanza: ‘Ojalá algún alemán despeje la pelota con la cabeza’. Pero el buen Dios no lo ha querido así. Una cabeza argentina se ha interpuesto…».

Y esa cabeza fue la del “Tata” Brown.

Además de anotar el gol que abrió el marcador aquella tarde del 29 de junio de 1986, Brown emuló ese día la famosa hombrada de Franz Beckenbauer —que esa tarde por cierto dirigía a la selección rival— de jugar un encuentro mundialista con el omóplato dislocado. Dieciséis años antes de la gran tarde de Brown, durante el Mundial México 70, en la misma cancha del estadio Azteca, Beckenbauer jugó buena parte del llamado partido del siglo —la semifinal contra Italia— con un vendaje a modo de cabestrillo, que le sirvió para sostener inmovilizado su brazo derecho luxado como consecuencia de un choque con Giacinto Facchetti, el sempiterno defensor del Inter de Milán que vistió la camiseta aurinegra en 634 partidos a lo largo de 18 temporadas. En la final de México 86, al impactarse en un cruce con Norbert Eder en el segundo tiempo, Brown también se luxó el hombro y le hizo frente de la misma manera que el “Káiser” alemán, pero sin cabestrillo: Brown decidió hacerle a su camiseta, con los dientes, un pequeño agujero a la altura del ombligo, un orificio apenas suficiente para colgar de ahí su dedo pulgar derecho, poder soportar el dolor y seguir jugando. Porque Brown no se iba a rendir. Por su cabeza no pasó siquiera un instante la posibilidad de abandonar el campo. Estaba acostumbrado a las adversidades. Pasó su infancia no en una escuela regular, sino en la escuela-hogar Virgen del Pilar “para tener un lugar donde comer”, según su propio dicho. Brown recordaba en 2011, en entrevista con Diego Borinsky para la revista El Gráfico, que de niño permanecía en la escuela desde las 7 de la mañana hasta las 6 de la tarde para que le dieran ahí las tres comidas y con eso aligerar la carga económica que recaía sobre su familia, cuyos ingresos se limitaban a los que podían aportar su madre, empleada doméstica, y su padre, trabajador de un almacén.

A Brown le acomoda a la perfección la etiqueta de guerrero. No esa que se suele endilgar a cierta clase de forajidos de las canchas que actúan con agresividad antideportiva. Bien lo decía Lao-Tse: el buen guerrero no es belicoso. Brown fue un guerrero del tipo que tanto gusta a su paisano periodista Walter Vargas: “un jugador que insiste, resiste y persiste”. Bien lo dijo su mentor Bilardo: Brown fue “de esos tipos que quieren”. Para expresarlo en palabras Eamon Dunphy, futbolista irlandés en los 60 y 70, Brown reúne los atributos del “verdadero profesional”: “el verdadero profesional es el auténtico héroe del deporte. Él no es necesariamente un gran jugador, o el mejor jugador del equipo, aunque puede ser ambas cosas. Su grandeza está más relacionada con su disposición que con su talento. El buen profesional siempre acepta la responsabilidad, la suya y, cuando las cosas se ponen duras, la de los demás compañeros”.

“El Tata” fue el arquetipo del jugador de su posición. En una entrevista que Bilardo concedió 3 lustros después del mundial mexicano, al creer que su entrevistador —también Borinsky— le había preguntado qué futbolista consideraba como la personificación más acabada del líbero, de inmediato pronunció un apellido: “Brown”. Pero resultó que el entrenador escuchó mal la pregunta del periodista, pues éste no le había pedido que mencionara el nombre de un líbero, sino el título de un libro. Hecha la aclaración Bilardo dio otra contestación, ya no tan asertiva: “Ah, un libro. Tengo el Martín Fierro y la Biblia”. Creo que al final las respuestas de Bilardo a preguntas aparentemente inconexas terminaron por converger, pues algo tiene que ver Brown tanto con el Martín Fierro como con la Biblia: su vida fue un poema nacional al ímpetu y al coraje, mientras que en las canchas escribió el libro sagrado de las coberturas defensivas.

A más de 34 años de distancia parece no existir un solo argentino, que tuviera uso de razón en 1986, que no recuerde el gol de Brown en la final de aquel Mundial. Pero quien ya no lo recordó tan nítidamente, quizá hasta llegó a olvidarlo por completo, fue José Luis“El Tata” Brown, aquejada su cabeza durante medio año por un maldito alzheimer. Falleció el 12 de agosto de 2019, a la edad de 62, en la ciudad de La Plata. Para homenajearlo, en los partidos de la jornada de la Superliga argentina que siguió a su muerte, los jugadores de todos los equipos salieron a las canchas con camisetas agujereadas a la altura del ombligo, como la que improvisó Brown en el partido de su vida.

Menem: De los sueños a las pesadillas

Por: Farid Barquet Climent.

A Modesto Vázquez, gran argentino y gran mexicano

El pasado 14 de febrero murió a los 90 años Carlos Saúl Menem, presidente de la República Argentina de 1989 a 1999. Si un gobernante quiso simbiotizar los éxitos deportivos de sus connacionales con su proyecto político y económico e incluso con su imagen pública, ese fue Menem. En 1989, cuando ya detentaba la máxima investidura, jugó con el equipo nacional de basquetbol sobre la duela del mayor centro de espectáculos de Buenos Aires, el Luna Park, y 3 años después, durante un partido de exhibición, fue pareja de dobles de la más destacada tenista argentina de la historia, Gabriela Sabatini, ganadora del Abierto de Estados Unidos 1990. Pero con el que Menem llevó a los extremos del narcicismo su afán de notoriedad fue con el futbol.

En plan Calígula, Menem se hizo convocar a la selección nacional dirigida por Carlos Salvador Bilardo. A sus 59 años Menem jugó, junto a Maradona y sus compañeros entonces campeones mundiales, el Gran Partido de la Solidaridad —celebrado el 21 de julio de 1989 en el estadio José Amalfitani, casa del Club Atlético Vélez Sarsfield, con aforo para 40 000 asistentes—, organizado para recaudar fondos “a beneficio de los más necesitados”. El periodista Enrique Macaya Márquez ingresó al vestidor y encontró al masajista histórico de la selección, Miguel Di Lorenzo “Galíndez”, frotando las piernas de un debutante con la camiseta albiceleste: Menem. A preguntas previsibles de Macaya Márquez —“¿Qué le dice Bilardo?” “¿Qué habla usted con los muchachos antes de salir (a la cancha)?”— el presidente devenido en futbolista, recostado en la cama de masajes, enfundado en la número ‘5’ que esa noche le fue confiscada al “Tata” José Luis Brown y portando el gafete de capitán que le usurpó a Maradona, responde sin asomo de humildad: “No hace falta. Los que tenemos conocimiento del futbol no hace falta que hablemos”.

Menem jugando con la selección campeona mundial

Pero si algo hizo Menem para llegar a la presidencia fue precisamente hablar. Y hablar mucho. A fuerza de discursos y entrevistas, durante la campaña electoral se construyó una imagen: la de adalid de las causas sociales que el peronismo decía abanderar. Pero una vez que tuvo en sus manos el cetro presidencial, se dedicó a hacer todo lo contrario de lo que pregonó. Tal como afirma el periodista Luis Bruschtein, “su gobierno fue lo más opuesto a los principios que había profesado en su ingreso a la política: ladrillo por ladrillo, hizo lo que ni siquiera los gobiernos militares habían podido hacer. Se dedicó a desmontar lo que aún quedaba en pie de los primeros gobiernos peronistas: privatizó todos los servicios de agua, gas y electricidad, las comunicaciones, los altos hornos y el acero, los ferrocarriles, Aerolíneas, desreguló la economía. Hizo lo que ni siquiera los gobiernos más neoliberales del mundo habían hecho: privatizó la petrolera estatal ypf (Yacimientos Petrolíferos Fiscales)”.

Con el menemismo “llegó el imperio de las camas solares, los trajes millonarios italianos, las intervenciones estéticas de glúteos, las cocaine decisions”, escriben Cune Molinero y Alejandro Turner en las primeras páginas de su libro El último mundial. Evaporada la “primavera democrática” de los años de Raúl Alfonsín en la presidencia (1983-1989), Menem implantó una realidad en la que —sostienen esos autores— “no se podía sobrevivir sin una mínima cuota de cinismo. Con menos alegría y más teléfonos. Con menos almacenes que hipermercados. Con menos Humor y más Caras”.

A Menem no le bastó montar una pantomima para meterse a jugar con los seleccionados y exhibirse triunfante —como escribió el recientemente fallecido José Nun— “en esos dos lugares mitologizados del ascenso social como son el deporte y el mundo de la farándula”. Menem quiso también incidir en la confección de la lista de jugadores que participarían en el Mundial Italia 90. Socio de River Plate, el presidente deseaba ver a un referente del club “Millonario”, Ramón “Pelado” Díaz, entre los 22 llamados por Bilardo para la Copa del Mundo. Con ese propósito citó a una reunión en la que estuvieron presentes un empresario periodístico y dos periodistas deportivos, además, por supuesto, del entrenador nacional, al que pasados unos minutos Menem invitó a pasar a solas con él a una habitación aparte. Bilardo no accedió a la petición. “No hubo caso”, fueron las palabras de Menem después de que el técnico se retiró. Cuando la solicitud trascendió, el propio Maradona, según la prensa de entonces, “le recordó al jefe del Estado que él debía ocuparse de ‘cosas más importantes’”.

Cuando Menem llegó al poder en julio de 1989 Maradona era la mayor celebridad deportiva mundial. Ni siquiera el nombre de Michael Jordan resonaba como el del Diego en todos los confines del planeta. Menem vio la oportunidad de hacer diplomacia con la popularidad del ‘10’: lo nombró Embajador Deportivo el 7 de junio de 1990, 24 horas antes de que la selección argentina inaugurara el Mundial de Italia, en el que habría de defender —y casi lo consigue— su título de campeón del mundo. Menem le entregó el pasaporte diplomático a Maradona en una ceremonia realizada en la sala de prensa del estadio Giuseppe Meazza —que para el certamen estrenó el tercer piso de su graderío además de un techo sostenido por 11 pilares—, no sin antes darse el gusto de caminar sobre el pasto de la Scala del calcio junto a los jugadores durante el recorrido habitual de reconocimiento de la cancha, cual si fuera un seleccionado más que Bilardo tuviera contemplado para alinear.

El día siguiente Menem observó desde el palco de los poderosos la derrota argentina ante Camerún gracias al gol imposible de Francois Omam Biyik, el que se comió el portero Nery Pumpido porque nunca imaginó que el futuro delantero del América de México fuera capaz, como lo fue, de rematar desde la estratósfera. Mientras Menem volaba de vuelta a Argentina y Maradona y sus compañeros aguardaban en Nápoles su segundo partido del Mundial ante el representativo de la URSS, en Buenos Aires se cumplimentaba el decreto 1026, que Menem había dejado firmado en alguno de los cajones próximos al “Sillón de Rivadavia”. A través de ese documento Menem ordenó a personal militar desalojar a su esposa, Zulema Yoma, de la residencia presidencial de la Quinta de Olivos, en presencia de los dos hijos de ambos y de los medios de comunicación, que fueron avisados con la mínima pero suficiente anticipación, al más puro estilo Menem, de que un performance estaba por ocurrir a las puertas del número 2100 de la avenida Maipú.

En el otrora lecho conyugal, habitado ya por él solo, Menem vio por televisión el tortuoso avance mundialista de la selección, que contra lo que vaticinaban los malos presagios que dejó el tropiezo inaugural ante los leones indomables logró llegar a la gran final. No obstante que el dólar se cotizaba en 5,850 australes —moneda nacional argentina de ese tiempo— y el costo del servicio telefónico había aumentado 1,000% durante el año que llevaba al frente del gobierno, Menem viajó nuevamente a Italia para presenciar el partido definitivo contra Alemania en el Olímpico de Roma. Encuentro trabado, se resolvió a favor de los teutones por un polémico penal marcado por el árbitro uruguayo-mexicano Edgardo Codesal y anotado por Andreas Brehme. Maradona aún no se secaba las lágrimas rezumantes de impotencia que regó mientras esperaba la medalla de plata, cuando Menem ya estaba en el aeropuerto de Fiumicino despegando rumbo al de Ezeiza. Se apresuró a regresar a la Argentina antes que lo hiciera la selección en aerolínea comercial para ponerse al frente del apoteósico recibimiento popular a los subcampeones mundiales. Fue otra puesta en escena más de su propensión a intentar capitalizar políticamente el gusto del pueblo argentino por el futbol, una constante a lo largo de sus 2 periodos presidenciales. En contraste con su antecesor, Raúl Alfonsín, que 4 años antes cedió el balcón de la Casa Rosada —sede del gobierno— a los integrantes del plantel que ganó la Copa fifa en México 86, Menem salió al encuentro de la multitud reunida en la Plaza de Mayo acompañado de Maradona y se quedó de pie entre los jugadores y el cuerpo técnico durante los 20 minutos de ovación. Detrás de las cilíndricas columnas de piedra que el 1 de mayo de 1952 atestiguaron el último discurso de Eva Perón, la noche del 9 de julio —Día de la Independencia argentina— de 1990 las patillas tupidas de Menem a lo Facundo Quiroga —caudillesco gobernador de la provincia de La Rioja en la primera mitad del siglo XIX como Menem lo fue en la segunda del XX— estuvieron estratégicamente flanqueadas por la melena rubia de Claudio Caniggia, por la mano de Bilardo esclavizada por el tic de acomodarse la corbata, por el aura heroica de Sergio Goycochea y por la sonrisa plena del Diez. “Ahí está el presidente Menem con Diego Maradona, es el momento culminante”, gritaba el reportero de la televisión.

El subcampeonato en el Mundial de Italia lo consiguió el representativo argentino tras eliminar a la selección anfitriona en la semifinal, dejándola fuera de la competencia nada menos que en el santuario maradoniano de la península: el estadio San Paolo de Nápoles, que desde el 25 de noviembre de 2020, día de la muerte de Maradona, lleva su nombre. Salvatore “Toto” Schillaci había puesto en ventaja a los azurri a los 17 minutos, pero en el complemento la igualada llegó por una peinada de Caniggia auxiliada de una mala salida de Walter Zenga, quien hasta ese momento no había recibido gol en el Mundial. El empate 1-1 del tiempo regular no se rompió durante la prórroga, por lo que hubo que dirimir el pase a la final mediante tandas de penaltis, en las que Goycochea se ganó su apodo, “Atajapenales”, al detener 2 disparos —de Aldo Serena y Roberto Donadoni— mientras que los sudamericanos no erraron ninguno. Por haber frustrado el sueño italiano de campeonar en casa por segunda vez —pero en esa nueva oportunidad del 90 sin sospechas de ayuda mussoliniana como las que ensombrecieron la conquista de 1934— a Maradona, il figli adottivo del Vesuvio, se le dictó, nunca mejor dicho, una auténtica vendetta. La venganza llegó 10 meses después, aprovechando una debilidad humana del crack, hoy de todos conocida: a principios de abril de 1991 el Comité de Disciplina de la Liga italiana impuso a Maradona una sanción de 15 meses, que expiró hasta el 30 de junio de 1992, por haber dado positivo por consumo de cocaína en el control antidoping efectuado al término del partido que el Napoli le ganó 1-0 al Bari el 17 de marzo. Impedido de jugar en cualquier Liga del mundo, Maradona se refugió en Buenos Aires. No era un regreso fulgurante, como los del 86 y del 90, de balcón festivo y plaza rebosante. Pero si un común denominador había entre los regresos del 86, del 90 y del 91, era la persistencia de la crisis económica en Argentina. Así como el poder explotó la estrella de Maradona en su auge, también lo haría en su caída. Así como sacó rédito de su gloria, sabría usufructuar su desgracia a modo de distractor: el 26 de abril por posesión de drogas Maradona era “arrestado en un departamento del barrio porteño de Caballito al que los medios de comunicación llegaron antes que la policía”, como recuerda el periodista Alejandro Duchini. La detención, que mostró al ídolo intoxicado y esposado ante las cámaras, la efectuó la Policía Federal, y Menem dijo sentirse “sumamente conmovido”, de acuerdo con información del periódico español El País. Un cable noticioso de la época, reproducido en 2020 por el diario La Nación, informaba: “Desde poco antes de las seis de la tarde, las radios desplazaron sus unidades móviles a las inmediaciones del lugar y comenzaron la transmisión de los hechos como si se tratase de un partido”. A 30 años de distancia Duchini interpreta esa detención y el vuelo mediático que se le dio como “un golpe sin anestesia para tapar problemas sociales”.

Los 90, la década de Menem en el poder, fueron a la Argentina lo que el sexenio presidencial de Carlos Salinas de Gortari a México: espejismos de entradas al primer mundo que terminaron en nuevas devaluaciones, en más crisis, en más desigualdad. Tal como escriben Molinero y Turner, desde los tiempos de Menem la democracia argentina “empezaba a parecerse más a la que habitamos ahora: con menos temor al poder militar. Pero también con menos ilusiones”. Porque después de la larga noche de la dictadura (1976-1983) revivieron las esperanzas de ver por fin una Argentina a la altura de las expectativas que despertó en su fundación, las que le auguraban convertirse en algo así como Canadá o Australia del Cono Sur, tal como escribe Alejandro Grimson en su inteligente y divertido libro sobre los mitos argentinos, publicado por Siglo XXI Editores. El regreso de la democracia invitaba a soñar no sólo con un país menos sometido, sino también más justo y menos pauperizado. Pero al igual que ocurrió con los “viejos sueños” decimonónicos que, como escribe Andrés Kozel, descansaban en la supuesta ineluctabilidad de un “destino de grandeza” del que la nación “se había ‘extraviado’” en algún momento de su historia difícil de precisar, los sueños de los años de Menem —alumbrar la prosperidad, domar la inflación, acceder a bienes importados gracias a la ilusoria conversión por decreto del dólar americano en moneda nacional— también “pasaron a destilar unas pesadillas que acabaron devorándoselos casi por entero”.

Fuentes:

Carlos Ares, “Maradona ataca con dureza a Menem”, El País, 23 de octubre de 1991.

Luis Bruschtein, “Murió Carlos Menem”, Página/12, 14 de febrero de 2021.

Clarín, Año XLV, No. 15,927, 13 de junio de 1990.

José Comas, “Menem, conmovido por el ‘caso Maradona’”, El País, 27 de abril de 1991.

Alejandro Duchini, “Carlos Menem: La Patria deportista”, Página/12, 14 de febrero de 2021.

Alejandro Grimson, Mitomanías argentinas: Cómo hablamos de nosotros mismos, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2013.

Andrés Kozel, La Argentina como desilusión. Contribución a la historia de la idea del fracaso argentino (1890-1955), México, Nostromo Ediciones-unam, 2008.

La Nación, “Maradona: el día que fue preso por drogas y conmocionó al mundo”, 26 de abril de 2020.

Cune Molinero y Alejandro Turner, El último mundial, Buenos Aires, Planeta, 2020.

José Nun, “Populismo, representación y menemismo”, en Felipe Burbano de Lara (ed.), El fantasma del populismo. Aproximación a un tema (siempre) actual, Caracas, ildis-flacso-Nueva Sociedad, 1998, pp. 49-79. Mauro Palacios, La enfermedad del doctor: una biografía de Carlos Salvador Bilardo, Buenos Aires, Corregidor, 2009.

El origen

Por: Farid Barquet Climent.

En 2008 Siglo XXI Editores publicó la traducción al español del libro en el que el reconocido editor estadounidense William Germano —quien llegó a ser máximo responsable de decidir qué libros habrían de ver la luz bajo el sello de la Universidad de Columbia— ofrece sabios consejos sobre cómo transformar una tesis académica en un libro (Cómo transformar tu tesis en libro). En lo que parece un acto de congruencia, un lustro después Siglo XXI Editores puso en circulación un caso de éxito de semejante transformación: el libro Historia social del fútbol, que tiene como germen el trabajo doctoral del argentino Julio Frydenberg, pero que no por ese motivo resulta críptico para el público en general ni circunscribe su interés a un reducido grupo de científicos sociales. Si acaso, el libro pide un único requisito para su disfrute: tener mucho amor por el futbol.

Si bien su objeto es documentar y explicar el proceso de implantación del futbol en un solo país, Argentina, cualquier lector latinoamericano puede y todo futbolero latinoamericano debe acercarse al libro de Frydenberg, cuya lectura permite encontrar coincidencias y paralelismos, pero también advertir enormes diferencias, entre la experiencia argentina y las formas de apropiación del futbol en otras naciones del continente en las que también es parte del paisaje. 

Frydenberg describe cómo la fundación de clubes constituidos por vecinos o por integrantes de diversos gremios fue la clave para que el futbol arraigara en la sociedad argentina de principios del XX. Creados incluso antes que los barrios que apenas empezaban a poblarse, los clubes de Buenos Aires jugaron un papel preponderante en la construcción de identidades colectivas, al tiempo que se erigieron en vehículos de socialización generadores de ámbitos organizativos que rebasaron los límites de lo deportivo y se volvieron parangonables a los que ofrecen los partidos políticos y los sindicatos cuando no son cooptados ni se desvían de sus mejores propósitos. 

El futbol debe en mucho su rápida propagación a la prensa. Frydenberg nos revela que esa contribución no sólo se debió a las crónicas deportivas que crearon el mercado lector que a su vez dio pie a las secciones deportivas de los diarios y a toda una subdisciplina periodística: el periodismo deportivo. Frydenberg expone el caso de una publicación, La Argentina, pionera en darle cabida al futbol de una manera curiosa: mediante inserciones pagadas por jugadores para que, a falta de Ligas entonces en formación, sus páginas se convirtieran en la vía para que los equipos se lanzaran desafíos recíprocos y así pudieran concertar la celebración de partidos. La historia siempre se repite: los periódicos de hoy son retransmisores de los tuits de los personajes del futbol.

Ilustración elocuente de un tránsito que va desde los tiempos del amateurismo —en los que no se remuneraba a los futbolistas en nombre del ideal de virtud desinteresada que trajeron consigo los sportsman ingleses—, que luego pasa por la aparición de los cobros subrepticios que los argentinos llaman futbol marrón y que termina en el reconocimiento legal de la práctica deportiva como un trabajo, Historia social del futbol nos da algunas claves para entender por qué el futbol (no sólo el argentino) y las sociedades de hoy son como son. 

Julio Frydenberg, Historia social del fútbol: del amateurismo a la profesionalización, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 1a ed., 2013.

Yo, el francés

Por: Farid Barquet Climent.

Cuando en 1997 se dio a la tarea de escribir la historia de la Intervención francesa en México, el historiador franco-mexicano Jean Meyer viajó a París para sumergirse, durante nueve meses, en los expedientes personales, la correspondencia y los documentos de identidad de 784 oficiales del ejército galo, a los que en 1862 Napoleón III les encomendó la misión de entronizar, como monarca de México, a un archiduque austriaco, Maximiliano, con el fin de contener la expansión de Estados Unidos hacia el sur del continente americano.

Esa ardua investigación de Meyer —autor también del más amplio y riguroso estudio sobre la Cristiada— cristalizó en su libro Yo, el francés, que arrojó una conclusión: Francia no envió a tierras mexicanas a “la fleur de marais” (algo así como las frutas secas) de sus fuerzas armadas, sino que mandó a “la élite presente y futura de su oficialidad”, incluidos 100 artilleros, 31 de los cuales murieron aquí.

“Inicialmente concebida como un golpe seco y breve —escribe Meyer— la Intervención duró más de cinco años”. Hacia agosto de 1866, cuando ya habían transcurrido cuatro sin que cesaran los combates, el apoyo francés a Maximiliano resultaba insostenible ante los avances obtenidos por la resistencia de las guerrillas republicanas mexicanas, que habían obligado al emperador a replegarse en Querétaro. Apremiado además por las tensiones crecientes con Prusia —que desembocarían en la guerra franco-prusiana cuatro años después— Napoleón III decidió reconcentrar todo su poderío militar en Europa. Ordenó en consecuencia la retirada definitiva para “librar a Francia de esa cuestión mexicana que nos lleva hacia dificultades insolubles”, tal como lo leyó Meyer en una carta que el último rey francés dirigió el 29 de agosto de 1866 al mariscal Achille Bazaine, responsable de la expedición. De acuerdo con la evidencia recabada por Meyer, “el 13 de marzo de 1867 no quedaba un solo soldado francés en México”. Tres meses más tarde, el 19 de junio, Maximiliano fue fusilado en el Cerro de las Campanas.

Casi un siglo y medio después del fin de la Intervención, en 2015, un artillero francés arribó a México. En modo alguno se le podía considerar como una fruta seca, pues a la edad de 29 estaba en plena madurez. Mientras 31 de sus paisanos artilleros cayeron aquí, él desde el primer día convirtió a estas tierras en su Imperio mexicano. Porque en el lustro transcurrido desde su llegada, las defensas vernáculas se han rendido ante una nueva Intervención francesa: la que ha consumado, gracias a la poderosa artillería de sus goles, André-Pierre Gignac.

Al igual que Maximiliano, Gignac ignoraba casi todo de México antes de pisar con su planta este suelo. Ambos aceptaron partir rumbo a su nuevo destino sin antes tantearlo suficientemente. En la novela de novelas de la literatura mexicana de la segunda mitad del siglo XX, Noticias del Imperio, Fernando del Paso relata que al tiempo que recibía clases intensivas de español en su castillo triestino de Miramar Maximiliano escuchaba asombrado las exposiciones acerca de las riquezas naturales de México que le hacían los conservadores mexicanos que querían verlo coronado. Para persuadir al archiduque de que un reino promisorio clamaba por su llegada salvadora, se auxiliaban de un mapa del territorio mexicano sobre el que el esposo de Carlota de Bélgica colocaba alfileres para fijar puntos de interés. Uno de los primeros que colocó —según la recreación imaginada por del Paso— fue sobre la ubicación de Real del Monte, localidad en la que, por cierto, mineros ingleses jugaron el primer partido de futbol en México del que se tenga memoria. Cuando le dijeron que algunas “de las minas más ricas del mundo” estaban ahí, “Maximiliano clavó el alfiler”, escribe del Paso. Y con Gignac las cosas no fueron muy distintas. Luego de 5 años de jugar para el Olympique de Marsella, el contrato que lo unía al equipo de sus amores expiró aquel verano de 2015. Ya como agente libre, el nacido en Martigues recibió, entre otras ofertas de clubes ingleses, alemanes, qatarís y emiratís, la invitación de unos mexicanos nada conservadores, al menos para abrir la chequera cuando de hacer fichajes se trata, a saber: los directivos del club Tigres, quienes querían ver al equipo de la Universidad Autónoma de Nuevo León coronándose campeón de la Copa Libertadores. Para convencer al campeón goleador de la temporada 2008-2009 de la Ligue 1, le enviaron el libro de la historia del equipo y videos de la ciudad de Monterrey. “En cuanto hablé con el representante de Tigres creo que mi decisión estaba tomada”, se le escucha decir a Gignac en un reportaje que le dedicó el programa televisivo francés Interieur Sport. Ese representante seguramente le habrá dicho que Cemex, el corporativo cementero que administra a Tigres desde hace un cuarto de siglo, quería y podía extenderle un contrato acorde a un artillero de la élite europea. No es aventurado pensar que fue entonces cuando Gignac, como Maximiliano, clavó el alfiler.

Se decantó por Tigres una madrugada de junio de 2015 luego de una larga negociación en un restaurante de Cancún, en la que él estuvo presente. No lo citaron ahí para engañarlo, como a Maximiliano, a quien —otra vez del Paso— le ocultaron que “no había pruebas de que una mayoría de mexicanos deseara de corazón un imperio”. A Gignac en ningún momento trataron de seducirlo diciéndole que en Monterrey iba a tener vista a un mar turquesa ni que pasaría los días en la refrescante brisa de la costa caribeña. Al contrario, le advirtieron que iba a vivir y a jugar bajo el calor seco y la aridez que caracterizan a la industriosa capital neoleonesa. El delantero, que para entonces había sido convocado más de una veintena de veces a la selección nacional francesa, aceptó y se aclimató de inmediato: en su primer torneo corto anotó 15 goles determinantes para que Tigres saliera campeón del Apertura 2015. Fue el primero de los 4 títulos del campeonato mexicano a cuya conquista él ha contribuido en sus 5 primeros años. Antes de su llegada, en las vitrinas de Tigres podían contarse 3 trofeos de Liga. Hoy tienen 7.

Gignac no es el clásico ‘9’ de área, si bien dentro de ese perímetro se comporta como todo un killer. No se encasilla en un rol fijo, sabe crearse los espacios para encontrar ángulo de gol pero no siempre busca acomodarse porque a veces no lo necesita: a pesar de su corpulencia puede sacar un proyectil de su pie derecho en el instante más inesperado y cuando más dificultad enfrenta. Tiene una potencia de disparo que lo vuelve peligroso aún cuando retroceda a distancia considerable de la portería y por eso, cuando se le presenta la oportunidad de patear un tiro libre, las defensas y las aficiones rivales se ponen a temblar.

Su primer gol con la camiseta de Tigres fue internacional, precisamente ante el Internacional de Porto Alegre en la semifinal de la Libertadores de 2015. Para su lamento, en la instancia siguiente los suyos no pudieron imponerse a River Plate en la serie de 2 partidos por la Copa, mientras que 2 años después los clubes mexicanos dejaron de participar en el torneo de Conmebol. Por eso Gignac siente como un pendiente que Tigres pise fuerte en un escenario internacional, y gracias a su último gol de 2020, ante Los Ángeles FC, que valió el trofeo de Concacaf, el cuadro universitario tiene el derecho a participar en el Mundial de Clubes, en el que debutará el próximo jueves 4 de febrero de 2021 ante el campeón de Asia: el surcoreano Ulsan Hyndai FC.

El periodista, escritor y abogado Ireneo Paz, abuelo de Octavio Paz, le contaba a su nieto, cuando éste era niño, sus memorias de la guerra de Intervención. El nobel de literatura lo recordó en su poema Canción mexicana:

Mi abuelo, al tomar el café,

me hablaba de Juárez y de Porfirio,

los zuavos y los plateados.

Y el mantel olía a pólvora.

Cuando los abuelos regiomontanos les hablen a sus nietos de la Intervención francesa de André-Pierre Gignac, los manteles también olerán a pólvora: la que dejará la estela de su metralla goleadora.

La revancha

Por: Farid Barquet Climent.

A Sergio Levinsky

“La pregunta ‘¿qué habría pasado si…?’ siempre ha fascinado a los historiadores”, escribe el historiador inglés Richard J. Evans en su libro Contrafactuales. ¿Y si todo hubiera sido diferente? Preguntas como “¿Y si Hitler hubiera muerto en un accidente de coche en 1930?” o “¿Y si Napoléon hubiera ganado la batalla de Waterloo?” —como lo especuló Víctor Hugo en Los Miserables—, activan nuestra imaginación retrospectiva hasta llevarnos a elucubrar desenlaces distintos de los que realmente ocurrieron.

Si a los historiadores les fascinan preguntas de ese tipo, no se diga a los futboleros, que algo de historiadores llevamos dentro, tan afectos como somos a la memorabilia. En nuestras conversaciones, quien suelta “¿Qué habría pasado si…?” le abre el telón a la formulación de conjeturas que construimos cambiando arbitrariamente algún hecho de la historia balompédica, con el propósito de ponderar la probabilidad de que ésta pudiera haber seguido un derrotero alternativo al que siguió en la realidad.

Hablar de los mundiales siempre es ocasión propicia para semejantes ejercicios contrafactuales. Por ejemplo: ¿qué habría pasado si Werner Liebrich no le hubiera destrozado el tobillo a Ferenk Puskas en el partido de primera fase que enfrentó a alemanes y húngaros en el Mundial de Suiza 54, antes de que se encontraran nuevamente en la final? El cambio de ese solo hecho seguramente llevará a deducir que con Puskas a plenitud la humanidad jamás habría escuchado hablar del Milagro de Berna ni Hungría se habría deprimido hasta borrarse del mapamundi futbolístico.

La muerte de Paolo Rossi el 9 de diciembre de 2020 instaló en los medios y las redes sociales una pregunta contrafactual que de sólo plantearse anuncia su conclusión: ¿qué habría pasado si il cannoniere toscano no hubiera jugado el Mundial de España 82? Respuesta general: Italia no habría sido campeona mundial por tercera vez. Y coincido, pero esa contestación, así enunciada, me dice poco, porque a mi juicio esconde algo más profundo: que el motivo por el que Rossi estuvo a muy poco de no acudir el mundial español, es el que termina por explicar la terza volta dell’Italia.

Con la camiseta de su equipo —el Perugia— empapada por la pertinaz lluvia que la tarde del domingo 23 de marzo de 1980 se precipitó sobre el estadio Olímpico de Roma, Paolo Rossi se dirigía a los vestidores tras otra lluvia que también le había caído encima, una lluvia de goles: el equipo local, la AS Roma, le asestó 4 al equipo de Rossi, conocido como Il Grifo Rampante por el animal mitológico que lleva por escudo: un león alado. En el instante en que sus pasos abandonaban la húmeda grama y sus tachones lo hacían caminar con dificultad sobre el acolchado pero impenetrable tartán de la pista olímpica, a Rossi le cayó de repente, más que una lluvia, una auténtica tormenta: elementos de la policía tributaria de la Guardia de Finanzas se lo llevaron detenido “ante la atónita mirada de los hinchas” —como relata Sergio Levinsky— por órdenes del comandante Gaetano Nanula, el que años después publicaría el prontuario jurídico La lotta alla mafia (La lucha contra la mafia).

¿Bajo qué cargo Rossi fue sacado del estadio a bordo de una patrulla? Un denunciante le imputó haberse prestado tiempo atrás al amaño de un partido de la Segunda División, que terminó en empate a 2 goles entre el Vicenza y el Avellino (cuando Paolo jugaba para el primero), supuestamente para favorecer a una red apuestas clandestinas, trama que, parafraseando la denominación Totocalcio de los juegos de pronósticos futbolísticos de ese país, fue bautizada por la prensa como Totonero: quiniela negra.

Totonero se convirtió en “la novela policiaca” del futbol italiano. Además de Rossi, otros 32 futbolistas fueron procesados. Todos fueron detenidos en la cancha o en los vestidores de los estadios en los que acababan de terminar sus respectivos partidos. “Las detenciones —recuerda Alfredo Relaño— se hicieron así, de forma simultánea, para que no tuvieran tiempo de avisarse unos a otros”. Alguno incluso tuvo que solicitar permiso para bañarse.

La bomba había estallado el primer día de aquel marzo, cuando Massimo Cruciani, un estafador que aparte de estafar vendía frutas en Roma, acudió ante la justicia a dolerse de que sus compinches estafadores lo estafaron en la estafa que tramaron juntos. Cruciani declaró que él y Alvaro Trinca, dueño de un restaurante del que Cruciani era proveedor, les propusieron a jugadores de uno de los dos equipos de Primera División de la ciudad, la SS Lazio, que accedieran a arreglar partidos a los que previamente apostarían para luego repartirse las ganancias. De acuerdo con información compartida por Alfredo Relaño, “el núcleo inicial de jugadores del Lazio fue captando a jugadores de otros clubes”.

Hasta ahí el plan caminaba, “pero no siempre los resultados eran los que ellos pretendían”, por lo que Cruciani y Trinca “comenzaron a endeudarse con prestamistas, y a exigirles a los jugadores las devoluciones de dinero que les entregaban para arreglar los partidos en los casos en los que no se concretaba el resultado pactado”. Hasta que, como recuerda Relaño, “un buen día Cruciani, harto y entrampado ante sus prestamistas, se presentó a la policía y cantó La Traviata”.

Al momento de las detenciones faltaban menos de tres meses para que diera inicio la Eurocopa, que por primera vez habría de disputarse en un solo país y ese país era precisamente Italia. Dada la inminencia del arranque del torneo continental, Relaño interpreta a la distancia que “sólo una sentencia rápida y severa podría restaurar en parte el comprometido crédito futbolístico” de il paese. Antes de que fuera procesado por la justicia pública, el 19 de mayo el comité disciplinario de la liga de futbol (Lega Calcio, como se denominaba entonces) sancionó provisionalmente a Rossi inhabilitándolo para jugar durante 3 años.

Para dar a conocer la noticia, el diario español El País reprodujo un cable de la agencia EFE que resultaría premonitorio:

«La suspensión de Rossi plantea un problema a Enzo Bearzot, seleccionador italiano, pues desde antes del mundial le considera insustituible en el equipo. Rossi fue uno de los jugadores más destacados del Mundial de Argentina. Tras conocer la suspensión, Bearzot dijo que habría que resignarse a jugar la fase final de la Eurocopa sin él» (…).

Y así fue. Rossi se perdió la Eurocopa. Resultado: a pesar de ser anfitriones, los azzurri no pudieron llegar a la final, e incluso perdieron también el partido por el tercer lugar ante Checoslovaquia en penaltis. Bearzot confirmó así que la ausencia de Rossi le restó poder goleador a su equipo, por lo que, más que mover cielo, mar y tierra, se concentró en espolear algunas voluntades con poder dentro de la Federazione Italiana Giuoco Calcio, persuadiéndolas de que, si se mantenía inconmutable el castigo, se privaría a La Nazionale de contar con su futbolista más letal en el Mundial a celebrarse dos años después.

El 19 de julio, a dos días de que se cumpliera el primer mes desde el último partido de la incolora, insabora e ingolora selección italiana en su Eurocopa, el diario El País publicó que

«La comisión de apelación de la Federación Italiana de Fútbol acordó reducir, de tres a dos años, la sanción impuesta por el comité disciplinario de la Liga al delantero centro del Perugia, Paolo Rossi».

Acortada su inhabilitación, persistía una pregunta: ¿en qué condiciones llegaría ya no el goleador, sino el hombre Paolo Rossi, al verano del 82? Porque parar dos años es el fin para casi cualquier futbolista. En estos días de pandemia hemos visto los estragos, las dificultades para volver que acusan tantos jugadores en todo el mundo, y eso que sólo pararon cuatro meses, menos de la cuarta parte del tiempo que Rossi estuvo sin plantarse frente a una portería. Además, durante la pandemia pararon todos los jugadores, todos, mientras que Paolo veía cómo el ayuno que se le aplicaba a él lo alejaba de los que estaban llamados a romperla en el Mundial: dos estrellas latinoamericanas que aun jugaban en sus países, el brasileño Zico y la sensación del primer mundial juvenil, Diego Armando Maradona, al igual que las dos figuras europeas del momento, el francés Michel Platini y el alemán Karl Heinz Rummenigge, quienes día con día aumentaban sus prestigios, pulimentaban sus cualidades y se alimentaban de futbol.

Deportista, humano, Rossi se marchitó. Ajado por la prolongada veda, apenas pudo reaparecer el 2 mayo y jugar “solamente los últimos tres partidos del campeonato italiano con Juventus”, equipo que antes de que le impusieran la sanción hizo válida la opción de compra total de su pase que tenía en el acuerdo de copropiedad con el Vicenza. Desmejorado, “muy flaco, cinco kilos por debajo de mi peso normal” —dijo en entrevista concedida a la revista Bocas del diario colombiano El Tiempo en 2014—, la prensa desaconsejaba su convocatoria al Mundial. Para sorpresa de muchos, para cólera de otros tantos y para aplauso de casi ninguno, Bearzot dejó en suelo italiano al capocannoniere de las dos últimas temporadas de la Serie A, Roberto Pruzzo, e incluyó Rossi en el renglón número 20 de su lista.

Por aquellos días, en Italia todo era división, la esfera política por delante (cuándo no en aquellos lares). El presidente del Consejo de Ministros, Giovanni Spadolini, atravesaba una grave crisis de gobierno. Estaba en gestación la ruptura de la coalición parlamentaria que el Partido Republicano, de Spadolini, tenía con el Partido Socialista de Benedetto “Bettino” Craxi, cisma que se consumó en agosto siguiente y que obligó a la celebración de elecciones anticipadas. En tiempos en que el acuerdo político dinamitó, el llamado de Rossi al Mundial no hizo sino atizar el clima nacional de discordia.

La Liga italiana 1981-1982 tuvo su última fecha el 16 de mayo, mientras que el debut de Italia en el Mundial estaba agendado para el 14 de junio. El tiempo apremiaba: se contaba con menos de un mes para poner a tono al enflaquecido y desencanchado atacante, por lo que hubo que tomar medidas extremas. Así lo recuerda Rossi:

«Fue entonces cuando decidieron alimentarme de manera diferente a los demás y todas las noches, de los 40 días de concentración, pasaban por mi cuarto el cocinero, el médico y el masajista a llevarme un vaso de leche caliente y una porción de torta de manzana, como a los niños, esas eran las creencias de ese entonces. Hoy en día existen regímenes alimentarios más complejos y estudiados, pero en cierta manera me sentía consentido, atendido, y eso me ayudó mucho».

El periodista español Enric González escogió la palabra precisa —además, una palabra italianissima— para retratar lo que fue Italia en el Mundial de España: crescendo. El rendimiento de Italia fue in crescendo partido a partido o, como se dice en el argot, de menos a más. Empate 0-0 con Polonia en el debut, después empate a un gol con Perú y otra vez empate por idéntico marcador con Camerún. Sin ganar, califica apenas a la segunda fase y ahí encuentra su primer triunfo: 2-1 sobre la Argentina de Maradona, Kempes, Ardiles y “Pelado” Díaz. De esos cuatro partidos, Rossi jugó poco más de tres y medio y no había firmado ni un gol. Parecía, nerudianamente, estar como ausente. Pero Bearzot no le retira la confianza y en la quinta partita se destapa Il Bambino D’Oro:

Anota Hat trick para eliminar al Brasil más preciosista y apabullante desde Pelé: el de Zico, Sócrates, Cerezo y Falcão. Luego, doblete contra la Polonia de Boniek en la semifinal. Y en el encuentro definitivo por la Copa del Mundo, contra Alemania, marca el tanto del introito de esa noche en el Bernabéu, el que hizo saltar por primera de tres veces de su asiento al presidente de su país, Sandro Pertini, que vitoreaba desde el palco los goles, tan animado como si cantara Bella Ciao, confirmando el venerable partisano que tiene razón Juan Sasturáin cuando afirma que “nunca somos más verdaderos que cuando nos entregamos a las emociones”.

Acerca de la manera en que se comporta la historia de la humanidad, el gran novelista y biógrafo Stefan Zweig escribió que han de transcurrir “millones de horas inútiles antes de que se produzca un momento estelar”. En el futbol pasa lo mismo. Y Paolo Rossi es prueba de ello. En su mundial, sí, su mundial, porque España 82 no fue, como se esperaba, el Mundial de Maradona (hubo que esperar 4 años más) ni tampoco el de Zico ni el de Rummenigge ni el de Platini, Rossi transcurrió inútilmente, si no millones de horas, sí la inmensa mayoría de los 575 minutos comprendidos en las 9 horas y media que deambuló sobre el pasto de las canchas españolas de Balaídos, Sarriá y Chamartín. Porque a Rossi le bastaron 6 descuidos 6, para dar 6 puntillazos 6, en 3 partidos que escribieron la epopeya de mayor gloria del futbol italiano. Pero antes de esas horas inútiles, hubo otras horas que no lo fueron en absoluto: las 17 520 que transcurrió privado de encontrarse con el balón, las que alimentaron su hambre de rivincita, de revancha. Saberse culpado injustamente fue el carburante de su rinascimento y el fermento de su hazaña reivindicadora: “Mi ha salvato la consapevolezza di essere inocente”.

Reconoció haber conversado unos pocos minutos con el frutero Cruciani a pedido de Mauro Della Martira, su compañero en el Perugia, pero negó tanto haber aceptado la propuesta de participar en el amaño como haber recibido dinero por el resultado. Y yo le creo. Y no por una “duda razonable”, como dicen los abogados penalistas. Porque por más que las investigaciones acerca de cómo opera el pestilente mundo de las apuestas en el futbol italiano sostengan que las componendas han sido tan recurrentes que conforman un sistema paralelo y subrepticio, estoy convencido de que, para hacer lo que hacía Paolo Rossi adentro de una cancha, hay que estar muy enamorado del futbol. Y quien ama así, no traiciona.

 

Foto: Enzo Bearzot y Paolo Rossi.

Bibliografía y fuentes:

Bohórquez, Erika Melissa, “Paolo Rossi: el orgullo azzurro”, El Tiempo, 29 de mayo de 2014.

Evans, Richard J., Contrafactuales ¿Y si todo hubiera sido diferente? (trad. Guillem Usandizaga), Madrid, Turner, 2018.

El País, “Paolo Rossi, suspendido por el escándalo de las quinielas”, 30 de abril de 1980.

 _______, “Rebajada la sanción a Rossi”, 19 de julio de 1980.

Hill, Declan, Juego sucio. Fútbol y crimen organizado (trad. Concha Cardeñoso Sáenz de Miera y Francisco López Martín), Barcelona, Alba, 2010.

Levinsky, Sergio, “Cuando una rebaja de la sanción en las apuestas clandestinas le permitió a Paolo Rossi ganar el Mundial 1982 y alcanzar la gloria”, Infobae, 10 de diciembre de 2020.

 Nanula, Gaetano, La lotta alla mafia. Strumenti giuridici, strutture di coordinamento, legislazione vigente, Milán, Giuffrè Editore, 2009.

Relaño, Alfredo, “Totonero: Operación Oikos a la italiana”, El País, 1 de julio de 2019.

Sisti, Enrico, “Giocatori in manette: 30 anni fa lo shock scommesse”, La Repubblica, 23 de marzo de 2010.

González, Enric, “El ‘modelo 82’”, El País, 11 de junio de 2006.

Sasturáin, Juan, El día del arquero (ilust. Fontanarrosa), Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 1986.

Storie di Calcio, Paolo Rossi e il lieto fine di una favula spezzata”.

Zweig, Stefan, Momentos estelares de la humanidad (trad. Berta Vías Mahou), Barcelona, Acantilado, 2002.