Más de tres décadas de práctica profesional acendraron en el psicoanalista mexicano Santiago Ramírez una conclusión: “el troquel temprano, la infancia, imprime su sello a los modelos de comportamiento tardío”. De ahí que a su libro más conocido, que lleva más de veinte reimpresiones bajo el sello de Siglo XXI Editores, le haya puesto por título Infancia es destino.
La historia del exfutbolista Enrique López Zarza es una evidencia de que muchas biografías dan la razón a Ramírez. De ver una fotografía que lo retrata a la edad de dos años junto a su padre, López Zarza exclama: “en esa foto queda plasmado lo que fue mi destino”. Lo dice porque en 1959 el padre de López Zarza, Enrique López Huerta, conocido como Enrique Huerta en el medio futbolístico, era portero del América, posición que ocupó en los diez años que van de 1952 a 1962. Y por eso en aquella instantánea se les ve a los dos Enriques, padre e hijo, retratados sobre la cancha del estadio de la UNAM, uno a punto de ponerse a defender el arco de los otrora cremas y el otro en su primera aproximación al que sería su destino. “En esa ocasión me tocó salir de mascota con el uniforme del América”, dice López Zarza, quien habría de jugar encuentros memorables, en ese mismo pasto, no con el uniforme azulcrema que en talla para bebé portaba aquel mediodía, sino con el de los Pumas.
Enrique López Huerta y su vástago Enrique López Zarza en la cancha del Estadio Olímpico Universitario
Luego de probarse sin éxito a los 16 años en el Atlético Español de Manuel Manzo, Juan José “La Cobra” Muñante, Benito Pardo, José Luis Trejo y Jesús “Pimienta” Rico, Enrique recibió invitación de la reserva profesional del América, a cargo del español nacido en Cuba Edelmiro “Picao” Arnauda, quien a su vez lo recomendó con el húngaro Árpád Fekete, que recién había asumido la dirección técnica del primer equipo de Pumas en 1975. La sola recomendación de Arnauda bastó para que el equipo universitario lo contratara sin siquiera verlo jugar. A los tres meses debutó en Primera División, con 18 años.
Enrique empezó a jugar futbol organizado en los torneos del entonces Departamento del Distrito Federal, hoy Gobierno de la Ciudad de México. Su equipo: el Internacional, que dirigía un tal Don Polo. Después, en las categorías infantiles de la Liga Interclubes de Futbol Soccer Amateur (LIFSA) jugó para el equipo Parma de un señor Lazcano, cuyos hijos y parientes eran los compañeros de Enrique. Pero desde los doce años ya jugaba unos pocos minutos con veteranos del Parma en la Liga mayor de la Interclubes. Y luego como estudiante de bachillerato formó parte de selecciones escolares. El tiempo lo convirtió en estelar del equipo de la UNAM, pero antes integró equipos del Instituto Politécnico Nacional (IPN), tanto la selección de la otrora Vocacional 8 Narciso Bassols —plantel educativo de los hoy denominados Centros de Estudios Científicos y Tecnológicos— como la general del Poli, con la que salió campeón de la segunda edición del Campeonato Nacional Benito Juárez.
Desde muy joven, cuando vivía en una Unidad Habitacional de trabajadores, un conjunto de viviendas para sindicalizados afiliados a la Confederación de Trabajadores de México (CTM) ubicada al norte de la ciudad, por el rumbo de Indios Verdes, a un costado de las vías, mientras jugaba simultáneamente en los terregales de Santa Isabel Tola en Gustavo A. Madero, Enrique tenía la idea de “establecer un club organizado” y dotarlo de fuerzas básicas. Eran “ideas avanzadas” para aquel tiempo, dice en entrevista con futboleo.net.
Esas fuerzas básicas a las que no pudo dar forma como proyecto autogestivo las encontró Enrique en el Club Universidad Nacional. Hacia 1974 —recuerda— “Pumas era un equipo de media tabla, supuestamente representativo del estudiantado, pero repleto de veteranos ya sin mayores aspiraciones”. Hasta que llegaron como directivos como Bernardo Quintana, Gilberto Borja, Guillermo Aguilar Álvarez, Arnoldo Levinson. Ellos, dice Enrique, “se abocaron a posicionar a Pumas en cinco años dentro de los primeros planos. Y este proceso se adelantó, fueron tres años: salieron campeones en 1977. El equipo empezó a tener un boom. Se le dio cabida al estudiantado, a la juventud, a los jugadores que se iban formando dentro de la cantera. Llegó a ser un modelo en el futbol mexicano, base de la selección nacional y de cómo organizar fuerzas básicas”.
López Zarza en sus inicios con Pumas
Bajo esa política de fomento a los jóvenes Enrique debutó con la oncena auriazul, pero a los tres meses, en virtud de que en aquella época se podían hacer contrataciones en cualquier momento del torneo, arribó al equipo un fichaje estelar que, para colmo, jugaba en la posición de Enrique, extremo derecho: Juan José Muñante. “Me afectó mucho porque tuve que regresar a la reserva. Decidí que si en un año no regresaba a jugar en primera me iba a dedicar a la escuela”.
Por aquellos días lo convocaron a la selección nacional juvenil que habría de participar en el premundial celebrado en Puerto Rico con miras al primer mundial de la categoría, celebrado en Túnez en 1977. Pero prácticamente bajaron a Enrique del avión antes de que despegara del aeropuerto Benito Juárez rumbo al de San Juan. Sin embargo, una vez conseguida la calificación en la isla caribeña lo volvieron a llamar. Dice que por la forma como lo descartaron con anterioridad ya no quería ir, pero el entonces asistente técnico de Pumas, Velibor “Bora” Milutinovic, le dijo que iba o iba. Si no, lo multaban o lo despedían.
Finalmente acudió al llamado y salió subcampeón de la primera edición de una Copa del Mundo con límite de edad, tras caer México en la final en tandas de penaltis ante la Unión Soviética. Dirigido por Alfonso “Pescado” Portugal con Horacio Casarín como asistente, aquel representativo mexicano, además de Enrique, lo integraron, entre otros, Luis Plascencia, Agustín Manzo, Guillermo Cosío, Hugo Rodríguez, Marco Paredes, Carlos García, Leonardo Álvarez, Sergio Rubio, Fernando Garduño, Jacinto Ambriz, Eduardo Rergis, Jorge “Vikingo” Dávalos y Eduardo Moses. Por quedarse en México a jugar su primera liguilla, que culminó con la obtención del primer título de Liga en la historia de Pumas, no acudió al mundial tunecino el que había sido el eje del ataque mexicano durante la eliminatoria puertorriqueña: Hugo Sánchez.
Selección juvenil mexicana que participó en Túnez 77. López Zarza es el tercero de derecha a izquierda en la fila de abajo
El buen desempeño de López Zarza en Túnez llamó la atención del seleccionador nacional de categoría mayor, José Antonio Roca, quien lo incluyó en la lista de jugadores que habrían de acudir al mundial de Argentina 78, donde Enrique vio actividad en uno de los tres partidos que México disputó en aquella infortunada participación mundialista.
López Zarza con la selección en el Mundial Argentina 78. Es el primero por la izquierda de la fila de arriba (Foto: Cortesía de Juan Valdez de Archivo Gráfico Juvagol)
De vuelta en México, López Zarza se convirtió en factor dentro del esquema táctico dispuesto por Bora Milutinovic con el auxilio de Mario Velarde —a quien Enrique reconoce como “el cimiento de la continuidad de lo que dejó como legado Renato Cesarini en la institución de Pumas”— que habría de traducirse en la conquista del segundo título de Liga de los Pumas. Cuando Enrique llegó al club Bora todavía era jugador, pero ya trabajaba con jóvenes. Ya retirado, el serbio se volvió auxiliar de György “Jorge” Marik y luego sucedió al húngaro en el banquillo. Fue entonces cuando Enrique se consolidó como titular. Era el motor que le imprimía dinamismo a un mediocampo desde el que se gestaron 79 goles en temporada regular. Fue un gol suyo, llegando de atrás, a pase de Ricardo “Tuca” Ferreti, el que selló la victoria 4-1 de los Pumas cuando faltaba un cuarto de hora para que llegara a su término el partido de vuelta de la final por el campeonato 1980-81.
El joven López Zarza (izq.) le disputa el balón a Manuel Manzo (cent.) y a Leonardo Cuéllar (der.) en un entrenamiento de los Pumas
Para la temporada 1983-84, llevado por el entrenador Manuel Lapuente, López Zarza es contratado por el equipo campeón, el Puebla, del que salió para reencontrarse con Lapuente en el Atlante de cara al torneo 1987-88. Al hombre de la boina, técnico nacional en el mundial Francia 98, López Zarza lo considera uno “de los técnicos más significativos para afianzar conceptos”.
De 1988 a 1991 López Zarza jugó para un club que recién nacía, una franquicia que había sido trasladada desde Querétaro hasta el extremo norte del país: Cobras de Ciudad Juárez, a pedido del entrenador Rubén “Ratón” Ayala. Ahí conoce al Ing. Federico de la Vega, al que califica como “el primer impulsor del futbol profesional en Juárez”, padre de Alejandra de la Vega, propietaria del FC Juárez que actualmente representa a los juarenses en primera división.
Cuando se le pregunta por su estancia en la ciudad del Noa Noa, dice López Zarza: “Ciudad Juárez era un ambiente con la influencia norteamericana. El equipo buscó reforzar lo que el equipo en segunda había logrado: una identidad con la población tanto de Juárez como de El Paso, Texas”.
Alineación de Cobras de Ciudad Juárez. Enrique es el segundo de derecha a izquierda en la fila de abajo
Tras un primer torneo complicado, que no culminó el “Ratón” Ayala al frente del plantel, quedó como timonel Ignacio “Gallo” Jáuregui, que antes del inicio del siguiente torneo salió tras la pretemporada en Nuevo México. En su relevo llegó Carlos Miloc, que una vez cesado fue sustituido por su asistente, el también uruguayo Héctor Hugo Eugui, bajo cuyas órdenes estuvo López Zarza hasta su salida del club. En la primera temporada que disputaron sin Enrique entre sus filas las Cobras descendieron y no volvió a haber futbol de primera división en la ciudad fronteriza sino hasta la feliz aparición de los Indios de Juárez.
Al igual que como lo hizo el Puebla en 1983, de nuevo un flamante campeón, el León, pidió la incorporación de López Zarza para la temporada en que se pondría en juego su supremacía. En 1992 llegó a los panzasverdes, que dirigidos por Víctor Manuel Vucetich se habían coronado en el ascenso y acto seguido en el máximo circuito. Con Vucetich —otro beneficiario de la visión y la generosidad del “Picao” Arnauda, pues éste supo abrirle al actual DT de Rayados del Monterrey un horizonte vocacional como entrenador tras su retiro prematuro por una apendicitis incapacitante— López Zarza vivió su última temporada con los botines puestos. Fue por Vucetich, al que considera “un técnico ejemplar”, que nació en Enrique, según sus palabras, “la inquietud de mantenerme dentro del futbol”.
Como diagnóstico general pero al mismo tiempo como una proyección autobiográfica, López Zarza afirma: “Los entrenadores en México padecen la dictadura de lo mediático y lo inmediato”. Nada afecto a los alardes histriónicos en la zona técnica y renuente por su personalidad, alejada de toda ostentación, a usar trajes de diseñador que tanto atraen a las cámaras de televisión, López Zarza es de los entrenadores que no han sido suficientemente valorados en sus méritos deportivos por el medio futbolístico nacional.
En su primera experiencia como timonel, en la que dirigió a los Pumas en dupla junto con Luis Flores en 1997, debutaron en el conjunto auriazul ocho jóvenes, entre ellos el tres veces mundialista Gerardo Torrado.
A pesar de que no recibió el pago ni de su salario ni de los premios convenidos, López Zarza salvó del descenso a los Tiburones Rojos del Veracruz en 2019, pero tras la desafiliación de la franquicia por motivos administrativos, no deportivos, se quedó sin empleo.
Y si actualmente compite en la Liga de Expansión el equipo de Tepatitlán es porque Enrique supo instalarlo en esa categoría de nuestro futbol, cuando se llamaba Liga de Ascenso, al sacarlo campeón del torneo 2017-2018 de la Segunda División.
En vez de ponerse en manos de representantes que operan como meras agencias de colocaciones que no piensan en los clubes más que para esquilmarlos con sus comisiones, ojalá los directivos volteen la vista hacia entrenadores como Enrique López Zarza, que con seriedad y discreción, sin adicción a los reflectores, manteniéndose permanentemente actualizados en cuanto a innovaciones tácticas y métodos de entrenamiento, cuentan con la capacidad y la experiencia para emprender proyectos deportivos sostenibles: financieramente viables y futbolísticamente exitosos.
A Gustavo Dejtiar, Néstor López, Juan José Panno, Ariel Scher, Juan Carlos Tejedor y Walter Vargas
El segundo y el tercer sábados de este año que recién inicia murieron dos periodistas que mucho hicieron por el futbol, por el periodismo y por el periodismo de futbol. Estoy seguro de que, si ellos no hubieran hecho con sus vidas lo que hicieron, el mundo del futbol, el del periodismo y el del periodismo de futbol serían peores. El sábado 8 falleció el escocés Andrew Jennings y el 15 el argentino Fernando Ferreira.
Es verdad que la proximidad cronológica de sus decesos es la que me lleva a ponerlos en valor en una misma entrega, pero hay algo más que justifica reconocer en simultáneo sus trayectorias. Es la virtud que juzgo como la más cara del periodismo más íntegro y que ambos compartieron: la valentía.
Andrew Jennings
Lejos de instalarse en una Babel desde la cual ponerse a pontificar acerca de lo que debe ser y no ser el quehacer periodístico, lo de Jennings y Ferreira, salvadas las diferencias culturales, de estilo, enfoque y herramientas, fue nunca pregonar desde el discurso y en cambio poner a prueba su convicción de independencia, su compromiso con la verdad y su vocación crítica, pasándolas por el duro tamiz de la realidad en entornos minados de peligros acechantes.
Los reportajes de Jennings son a la FIFA lo que el escándalo Watergate a la presidencia de los Estados Unidos: la mayor revelación de su hipocresía. Los hallazgos del británico cimbraron al mundo institucional del futbol como nadie lo ha hecho jamás: expusieron la gangrena de corrupción que ha corroído a la trasnacional que vertebra y al mismo tiempo monopoliza a la industria mundial del futbol. Su trabajo —“lento y metódico”, como se define a sí mismo en su libro FIFA: la caída del imperio— fue el detonante de la trama judicial internacional conocida como FIFAgate, la que sacó a Joseph Blatter de la FIFA como Watergate sacó a Richard Nixon de la Casa Blanca: por la puerta de atrás.
Jennings encara a Joseph Blatter, presidente de la FIFA, a quien intenta infructuosamente entrevistar. Al periodista le fue prohibida la entrada a las conferencias de prensa del organismo.
William Greider —de los primeros en hacer periodismo desde la economía— dijo que “Watergate fue un crimen de grupo”. Jennings desnudó que el FIFAgate también lo fue. Pero hay una diferencia entre el Watergate y el FIFAgate que cabe subrayar a favor de Jennings. Si bien fue un periódico, The Washington Post, el que en su edición del 10 de octubre de 1972 —en una nota firmada por Carl Bernstein y Bob Woodward— dio a conocer las investigaciones del FBI que revelaron la existencia de una red de espionaje orientada a sabotear la campaña del Partido Demócrata, la gran mayoría de la prensa estadounidense “sólo fue espectadora de la ‘mayor historia política de nuestros tiempos’”, tal como lo sostuvo desde aquellos días el crítico de medios de comunicación armenio-norteamericano Ben Bagdikian. En cambio, en el FIFAgate el periodista Jennings no se limitó a ser —o al menos no desde el principio— receptáculo y vocero de filtraciones. Jennings fue tras la información cuando nadie escudriñaba en las entrañas de la FIFA ni barruntaba seriamente lo que él terminó por evidenciar y documentar: la extensión y la profundidad de su putrefacción. Mientras en el Watergate fue el FBI el que filtró sus investigaciones a periodistas —hoy sabemos que fue su director asociado, William Mark Felt, “Garganta Profunda”—, en el FIFAgate ocurrió a la inversa: fue un periodista, Jennings, el que entregó sus investigaciones al FBI.
Ferreira no fue un sabueso como Jennings, cazador de corruptelas para una vez descubiertas ponerlas en el ventilador. Periodista formado en el trajín de las redacciones de periódicos y agencias, Ferreira fue alguien que, sin incurrir en el revisionismo fácil que condena a la hoguera y/o reparte excomuniones, supo historiografiar la censura y la autocensura en la prensa de su país. Por la autoridad moral y el respeto profesional que se ganó en el gremio, invitó a un puñado de sus colegas a que abrieran sus recuerdos acerca de la manera como vivieron su labor periodística durante la última dictadura (1976-1983). Convidados por Ferreira a sentarse en el desván para sincerarse, para hablar de lo que no habían podido o no habían querido hablar, construyeron entre todos “un testimonio colectivo” al que Ferreira dio forma de libro, bajo el título Hechos pelota, publicado por ediciones Alarco, que nos ayuda a entender la complejidad de un tiempo doloroso, el del terrorismo de estado, que incidió sí, pero no determinó por completo, el ejercicio del periodismo deportivo en Argentina en esos años de horror.
Libro de la autoría de Fernando Ferreira
Por vías diferentes pero convergentes, Jennings y Ferreira metieron su respectivo trascabo para que la libertad de prensa ganara terreno. Por Jennings conocemos los hechos que marcaron una época de corrupción en el futbol y por Ferreira podemos reflexionar sobre una época atravesada por el terror de la que no podían sustraerse quienes le daban cobertura informativa a un hecho cultural con la trascendencia social del futbol. Ambos, Jennings y Ferreira, cada uno a su modo y en sus circunstancias, le metieron goles a la impunidad.
Propulsado por la fuerza de la maroma que convirtió en su rúbrica, Hugo Sánchez se yergue apretando los puños, alza los brazos y grita con la tribuna el gol que acaba de conseguir. Es una imagen que repitió 208 veces a lo largo de las siete temporadas, de 1985 a 1992, en que vistió la ‘9’ del Real Madrid. Cada vez que nuestra mente recrea esa instantánea, salta una palabra que la verbaliza: “Hugol”. Pero además de “Hugol”, esa imagen trae aparejada otra palabra, una que no nos llega por asociación de ideas, porque fuimos capaces de archivarla en nuestra memoria sin que para nosotros encerrara siquiera una idea. La aprendimos y la retuvimos cuando era no más que una concatenación de fonemas, cuando por sí sola no revestía un significado. Es una palabra que se hace presente al evocar las primeras 144 repeticiones de esa imagen, las que Hugo se encargó de regalar en sus primeros cuatro años como madridista. Es una palabra que se nos aparece en su literalidad, la vemos escrita, siempre con su sobria tipografía helvética, siempre en minúsculas. Es la palabra que leímos una y otra vez atravesada sobre el pecho exultante de triunfo del mítico goleador mexicano: la palabra “parmalat”.
Hugo Sánchez festeja uno de sus goles para el Real Madrid.
En los 80, al menos para una mayoría de mexicanos, Parmalat era a Hugo lo que Buitoni a Maradona: misterios inscritos en sus camisetas. Muchos de los fans del que habría de convertirse en pentapichichi no supimos durante un buen tiempo qué querían decir las ocho letras moradas de Parmalat, estampados sobre fondo blanco, “limpio y blanco que no empaña”, como reza el himno del club al que precisamente por blanco se le conoce como merengue. En aquellos años no existía internet para simplemente teclear “Parmalat” en un buscador y obtener información. Pero como para entonces ya habían hecho su aparición los patrocinadores en los uniformes de los equipos europeos y sudamericanos, intuíamos que detrás de esa grafía había una marca.
Terminamos por saber que se trataba de un emporio lechero italiano, con sede en Parma, algo que ya anunciaba la raíz etimológica de su denominación acrónima: leche = latte, leche de Parma, latte de Parma, Parma-latte, Parmalat. Hubo que esperar a la segunda mitad de los 90 para que las leches y los yogures Parmalat convivieran con los de las marcas vernáculas en los refrigeradores de las tiendas de autoservicio mexicanas. Y a principios de la década siguiente habríamos de enterarnos de que Parmalat fue fundada a principios de los años 60 y fundida por completo en los 2000 por la misma persona: el sujeto que la creó, la hizo crecer durante treinta años y luego la desfalcó en tan sólo una década a través del fraude más grande de la historia de Europa, empresario fallecido en un hospital de Parma el sábado 1 de enero de 2022, a los 83 años, en condición de preso domiciliario, sentenciado por el saqueo contumaz que llevó a la bancarrota de Parmalat: Calisto Tanzi.
Calisto Tanzi en uno de sus establos
Tanzi fue pionero en utilizar a gran escala el sistema de procesamiento de la leche a temperaturas ultra altas conocido por las siglas uht (Ultra High Temperature), mediante el cual, durante pocos segundos, el blanco líquido roza los 140 grados centígrados sin que disminuya significativamente su valor nutricional. Otro factor detrás de la rápida y sostenida expansión de Parmalat fue la alianza que Tanzi selló con TetraPak, la compañía sueca fundada por Ruben Rausing, el inventor de los poliedros de cartón que ampliaron los periodos de conservación de la leche en buen estado sin necesidad de refrigeración.
La primera planta de TetraPak fuera del territorio de Suecia se instaló en México en 1960, y cinco años más tarde se abrió en Rubiera, a 50 kilómetros de Parma, la que habría de convertirse en la proveedora del lechero Tanzi, la que le sirvió de catapulta para su negocio, que llegó a ser el séptimo más próspero de Italia, y que en poco tiempo trocó miradas de soslayo por caras de preocupación en el gran mercado internacional, que hasta entonces se repartían entre sí tres gigantes: la suiza Nestlé, la francesa Danone y la estadounidense Dairy Farmers of America.
Fue así como Tanzi, de acuerdo con los académicos mexicanos David Gómez-Álvarez y Verónica González, “hizo de un producto fresco y local, un artículo conservable y mundial: había logrado que Parmalat se convirtiera en la Coca-Cola de la leche”.
Leche Parmalat en envase Tetrapak
El hombre que llegó a ser propietario de más de 130 fábricas de productos lácteos en los cinco continentes, no se iba a contentar con patrocinar, entre otros, al Real Madrid que conquistó cinco Ligas españolas consecutivas (1985-86 a 1989-90), al Palmeiras que ganó cinco títulos en tres años (tres veces el paulistão, del 93 al 96, y dos el brasileirão, en 93 y 94), al Peñarol del “Quinquenio de Oro” (cinco campeonatos uruguayos ganados al hilo del 93 al 97), al Boca Juniors del último Maradona o al Toros Neza que alegraba el campeonato mexicano. Tanzi quería, y vaya que podía, tener su propio equipo.
Con el propósito de emular a su modelo de empresario, Silvio Berlusconi, que a través de fuertes inversiones en la contratación de futbolistas armó el mejor ac Milán de la historia, y quizá motivado por el Napoli de Maradona, que demostró que los chicos le pueden ganar a los grandes, Tanzi compró en 1990 el Parma Associazione Calcio, equipo cuyo nombre fundacional, Verdi Football Club, que llevó solamente durante sus tres primeros meses de existencia (de julio a septiembre de 1913), le fue puesto para homenajear, por el centenario de su nacimiento, a un célebre parmesano que, si un común denominador tuvo con Tanzi, aparte del lugar de nacimiento, fue el no haber tenido acceso a los estudios superiores: Giuseppe Verdi, el músico que revolucionó la ópera en el risorgimento, fue rechazado cuando intentó ingresar al Conservatorio de Milán en 1832, pero después se convertiría en el compositor que más contribuyó en el siglo XIX a prestigiar a la famosa Scala, el teatro operístico de Milán y máximo recinto mundial del bel canto (si bien en Parma hablar de Scala suena más a futbol que a ópera, gracias a Nevio Scala, primer entrenador del Parma de la era Tanzi, el que lo puso de vuelta en la prima categoria luego de 65 años).
Giuseppe Verdi
En lo que a laureles se refiere, los primeros 75 años de la historia del Parma dan muy poco para una crónica. Los éxitos tuvieron que esperar a la llegada de Tanzi. De vérseles no más que en los estadios de los circuitos inferiores del futbol italiano, las camisetas en amarillo y azul a rayas horizontales —con patrocinio, por supuesto, de Parmalat— aparecieron en la Serie A luego del ascenso en la primera temporada con Tanzi como accionista mayoritario, y de inmediato irrumpieron, por una vía láctea, en torneos continentales en cuanto se las pusieron las figuras extranjeras que Tanzi incorporó, entre otras: el sueco Tomas Brolin, factor en el tercer puesto de su selección en Estados Unidos 94; el brasileño Claudio André Taffarell, portero de la canarinha en tres Copas del Mundo; Lillian Thuram, campeón mundial con Francia en el 98; Faustino Asprilla, la estrella colombiana que con un gol de tiro libre para el Parma puso fin a una racha de 58 partidos invicto que ostentaba el Milán de Fabio Capello; Fernando Couto, el defensor portugués que dejaría Parma contratado por el FC Barcelona; los argentinos Hernán Crespo, máximo goleador histórico del Parma con 94 tantos, y Juan Sebastián Verón, llevados ambos a Italia nada más destacar, con 20 años, en el preolímpico sudamericano rumbo a la olimpiada de Atlanta 96. También alinearon con el equipo gialloblú tres temibles delanteros: el búlgaro Hristo Stoichkov, el argentino Abel Balbo y el brasileño Adriano.
Las filas del Parma en aquellos años se nutrieron de grandes valores italianos, como el postrero pentamundialista —y muy probablemente hexamundialista, lo que sabremos en noviembre próximo— Gianluigi Buffon, surgido de los equipos juveniles del club; Fabio Cannavaro, Balón de Oro y capitán de la última Italia campeona mundial; Gianfranco Zola, el sustituto de Maradona en el Napoli; el contención Dino Baggio, clave en el esquema táctico de la squadra azzurra que llegó segunda en el mundial de Estados Unidos, dirigida por Arrigo Sacchi, quien por cierto, fue contratado por Berlusconi para construir el mejor Milán que se recuerde luego de haber ascendido al Parma a la Serie B, la segunda división. Otro entrenador que habría de empezar en el Parma su carrera en los banquillos —y que también debutó ahí como jugador, sólo que a. de T., o sea, antes de Tanzi— es el actual director técnico del Real Madrid, Carlo Ancelotti.
Alineación del Parma de la era Tanzi
En la La Traviata, quizá la más conocida de las composiciones de Verdi, el libreto —de la autoría de Francesco Maria Paiave— dice en uno de sus versos: Libiam ne’ dolci fremiti che suscita l’amore, o sea: “Liberémonos de las dulces emociones que despierta el amor”. Tanzi arguyó que él no se liberó, y que, por el contrario, se abandonó de lleno a las dulces emociones que, según él, le despertó un amor: su amor por el futbol. Haya sido amor o no, lo que sí queda claro es que no pudo ser dulce hasta el final. Tanzi quiso culpar al futbol de haberlo arrojado a un precipicio de falsedades y engaños. Porque mientras una pléyade de cracks metía en las vitrinas del Parma tres Copas y una Supercopa de Italia, dos Copas y una Supercopa de la UEFA más una Recopa de Europa, Tanzi dijo no haber encontrado más alternativa para mantener el nivel de fichajes y poder seguir sufragando los costos concomitantes de transferencias y salarios que abrir las arcas de Parmalat, cual si fueran sus Tetrapaks, para luego verter la liquidez de ese capital, como si de leche se tratara, en los vasos sin fondo de las cuentas de gastos del Parma. “Tanzi confiesa en la cárcel que desvalijó Parmalat por amor a su hija y al fútbol”, fue el encabezado con el que el diario español ABC sintetizó lo declarado por Tanzi desde una cárcel de Milán durante el juicio que se le siguió por la quiebra increíble de su imperio trasnacional.
Tanzi en su palco del estadio Ennio Tardini, casa del Parma
En su defensa Tanzi alegó que 500 millones extraídos de Parmalat fueron a parar a Parmatour, una fallida empresa turística que abrió para su hija Francesca, quien pasó unos días en prisión preventiva, liberada porque “su papel en la gestión de las sociedades turísticas de Parmalat era subordinado al de su progenitor, pese a participar en las decisiones que se adoptaban”. Y varios años después de que el escándalo estalló, las pesquisas seguían todavía tras la pista del “amor” de Tanzi por el futbol: en 2012 once jugadores que militaron en el Parma entre 1992 y 2003 fueron investigados por su probable participación en el desvío de 14 millones de euros de la empresa lechera mediante contratos falsos de publicidad. A pesar de que vivía pegado a la ubre —nunca mejor dicho— de Parmalat, en diciembre de 2003, el mes de la hecatombe de Tanzi, el Parma, que administraba su hijo Stefano, reconocía deudas por 77 millones de euros.
Lo que hizo Tanzi no fue pasarse dinero de un bolsillo a otro. Cuando eres el dueño de Parmalat, tu conducta empresarial te trasciende: mediante sofisticadas operaciones financieras para desviar recursos a través de casi una treintena de empresas offshore, Tanzi, que había sido condecorado como Cavaliere del lavoro, presea que otorga la presidencia de Italia a creadores de empleos, dejó en vilo a más de 36 mil 300 trabajadores de Parmalat, de los cuales sólo aproximadamente 4 mil laboraban en Italia; mientras que más de 130 mil inversionistas vieron cómo sus acciones pasaron, en menos de un mes, de ser partes sociales de una empresa que crecía a tasas de 50 por ciento anual y aumentaba cada año sus ventas en más de 400 por ciento, a ser consideradas por las calificadoras bursátiles como “bonos basura”; también se vieron afectados miles de ganaderos dueños de vacas lecheras en todo el mundo, incluidos algunos asentados en el estado mexicano de Jalisco, a los que el gobierno, a través de las empresas públicas Liconsa (Leche Industrializada Conasupo) y Diconsa (Distribuidora e Impulsora Comercial Conasupo), en febrero de 2004 les compró alrededor de 85 millones de litros para que amortiguaran los incumplimientos de pago de Parmalat. Hasta TetraPak terminó por demandar a Parmalat: su aliado sueco exigió en tribunales el saldo de un adeudo por 16 millones de euros.
El 7 de diciembre de 2003 el Parma visitó a un equipo cuya denominación, si se escucha y se le interpreta en idioma español, iba a poner un punto de ironía a lo que estaba por venir. Aquel domingo, por la giornata 12 de la Liga, el equipo de Tanzi se enfrentó al Lecce. Sí, al Leche. Gracias a dos goles de Alberto Gilardino —que en 2006 habría de salir campeón del mundo con La Nazionale— el encuentro lo ganó el Parma. Fue su séptima victoria del torneo. Pero fue más que eso. Fue la última vez que en el entorno Tanzi se pudo hablar de victoria. Porque al día siguiente, lunes 8, la leche se le cortó a Tanzi: “Parmalat se confiesa incapaz de hacer frente a un pago de 150 millones de euros”, por lo que al día siguiente, martes 9, “Standard & Poor’s, uno de los principales proveedores mundiales de calificaciones crediticias, rebajó diez niveles el rating de la deuda de Parmalat, para situarlo cerca del que califica a una compañía en suspensión de pagos, provocando la caída de las acciones del grupo en un cuarenta por ciento”, tal como lo consignan Gómez-Álvarez y González. En el equipo de futbol resintieron esas noticias: en su siguiente partido, domingo 14, de nuevo como visitante, ahora en el Stadio delle Alpi de Turín, entonces casa de la Juventus, el Parma fue goleado: se llevó cuatro goles, uno del checo Pavel Nedved, otro de Alessandro del Piero y dos de Fabrizio Miccoli, a quien por cierto, en noviembre de 2021, con 42 años, una corte le confirmó la sentencia a tres años y medio de cárcel que le fue dictada en 2017 por el delito de extorsión.
El 19 de diciembre de 2003 Tanzi quedaba evidenciado y se hundía sin remedio: Bank of América anunció que era falso el documento mediante el cual Parmalat pretendió acreditar la existencia de un supuesto fondo de casi 4 mil millones de euros en Islas Caimán, que serviría como garantía del pago de 400 millones a accionistas minoritarios de Brasil. Dos días después, el Parma tuvo su primera derrota en casa de la Liga 2003-2004 ante el Reggina.
Il gaudio é un fior che nasce e muore, nè più si può goder: “La alegría del amor es una flor que nace y muere, y ya no se puede disfrutar”. Otra vez La Traviata.
Tanzi se acercó al mundo del arte y la cultura. Fue mecenas de Luciano Pavarotti—el más famoso intérprete moderno de La Traviata, quien fuera portero en los equipos inferiores del club de su ciudad natal, Modena Football Club, y se declaró hincha de la Juventus— y se convirtió en coleccionista de obras entre las que se cuentan pinturas de Picasso, Van Gogh, Monet, Cezanne y Modigliani, las cuales, tras el derrumbe personal de su dueño, fueron escondidas y vigiladas por su yerno para ser vendidas a espaldas de los acreedores de Parmalat.
Si Tanzi fue cercano a un político italiano, fue al líder del partido de la Democracia Cristiana, Giulio Andreotti. Tanzi financió sus campañas e incluso le prestó un avión de Parmalat para ayudarlo en una misión que se mantuvo en secreto: el viaje a la Libia de Muamar Gadafi del embajador de Estados Unidos en el Vaticano, William Wilson, en 1986, cuando Andreotti era canciller. La película Il Divo o la espectacular vida de Giulio Andreotti, escrita y dirigida por Paolo Sorrentino, retrata al siete veces presidente del consejo de ministros a través de algunas de sus frases y también de diálogos y monólogos que intentan capturar su visión de la vida pública. “Los árboles necesitan abono para crecer”, dice Andreotti en la magistral personificación del actor Toni Servillo. La agronomía seguramente entró al auxilio de Andreotti a la hora de justificar sus tratos con Tanzi: la alfalfa que alimenta a las vacas lecheras también necesita abono para crecer.
Calisto Tanzi y Giulio Andreotti.
Los procesos judiciales revelaron que el monto de los desvíos que esquilmaron a Parmalat terminó por ser 28 veces superior a los 514 millones que resultan de sumar los 500 que supuestamente sustrajo para su hija y los otros 14 que supuestamente sacó con ayuda de futbolistas. El tamaño del boquete es descomunal: 14 mil 500 millones de euros. El fraude más grande de la historia de Europa.
Calisto Tanzi junto a uno de sus camiones distribuidores
Como metido en un Tetrapak de Parmalat, así terminó Tanzi: sin contacto con la atmósfera externa, en un alto vacío. Fue condenado a 18 años de cárcel, que se encontraba purgando en prisión domiciliaria cuando murió. Mientras que, fundido por Tanzi, el que tuvo que abismarse en el purgatorio futbolístico fue el Parma: el club desapareció el 22 de junio de 2015 y para refundarse tuvo que hacerlo desde una Liga amateur, la cuarta división, la de menor jerarquía de il calcio, la Serie D, presidido por Nevio Scala, el que comandó desde el banquillo sus mejores días, y bajo una nueva denominación: Parma Calcio 1913, alusiva al año de la fundación de la semilla primigenia, el Verdi Football Club. A la muerte de Tanzi, el renacido Parma ha escalado por méritos propios, no por una vía láctea, dos divisiones, y marcha 13º en la edición 2021-2022 de la Serie B.
El megafraude de Tanzi salió a la luz en diciembre de 2003, a la mitad del ciclo futbolístico que habría de terminar el verano siguiente. Al finalizar aquella temporada 2003-2004, de regreso en México, Hugo Sánchez nuevamente apretaba los puños, alzaba los brazos y gritaba con la tribuna, del estadio olímpico universitario, el título de campeón del torneo Clausura que acababa de conquistar con los Pumas de la UNAM como entrenador. Para entonces, la celebración característica de Hugo ya nadie lo asoció con Parmalat, que del mundo futbolístico, como la leche, se evaporó.
fbc.
Hugo Sánchez celebra con la fanaticada de los Pumas la conquista del cuarto título de su historia
Bibliografía y fuentes:
Boo, Juan Vicente, “Tanzi confiesa en la cárcel que desvalijó Parmalat por amor a su hija y al fútbol”, abc, 31 de diciembre de 2003.
Gómez-Álvarez, David, y Verónica González, “La leche es blanca pero no transparente. Parmalat, breve recuento de un gran fraude”, en Pedro Salazar (coord..), El poder de la transparencia. Seis derrotas a la opacidad, México, iij-unam-ifai, 2005, pp. 45-77.
El País, “La soledad de los Tanzi”, 11 de enero de 2004.
El País, “Sale de la cárcel Francesca Tanzi, hija del fundador de Parmalat”, 8 de marzo de 2004.
El País, “El fundador de Parmalat escondía en su casa obras de arte valoradas en 100 millones de euros”, 5 de diciembre de 2009.
El Universo, “En apogeo caso Parmalat, avión de empresario transportó a diplomático estadounidense”, 10 de enero de 2004.
Knoll, Guillermo, La música y el fútbol, Bilbao, Naveus, 2020.
Marca, “Investigan a Crespo y Verón, por la quiebra del Parma”, 29 de febrero de 2012.
Mundo Deportivo, “Fabrizio Miccoli, condenado, se persona en la cárcel”, 25 de noviembre de 2021.
Osborne, Charles, Verdi (pról. José Luis Téllez; trad. Jesús Fernández Zulaica), Barcelona, Salvat, 1985.
Reggioonline, “Tetra Pak verserà 16 milioni di euro a Parmalat”, 26 de diciembre de 2016.
Luego de que el 17 de abril de 1986 diera a conocer qué jugadores habrían de viajar a México para disputar el mundial de ese año, el entrenador de la selección argentina, Carlos Salvador Bilardo, reunió a los 22 hombres cuyos nombres incluyó en aquella lista. A sabiendas de lo exigentes que son el público y la prensa de su país, cuando tuvo frente a sí a sus convocados les dijo: “Muchachos, en la valija pongan dos cosas: un traje y una túnica. El traje es por si ganamos el Mundial, y la túnica es por si perdemos en primera ronda ¡y nos tenemos que ir a vivir a Arabia!”
El 29 de junio siguiente sus muchachos ganaron el mundial, ergo las túnicas fueron innecesarias, y los trajes no se usaron, pues a Maradona y a sus compañeros se les vio con ropas de paisano durante la recepción apoteósica que se les brindó en Buenos Aires a su regreso victorioso el día siguiente. En cambio, el que catorce años después terminó por colgar en el guardarropa su traje habitual para enfundarse en una túnica, fue Bilardo, cuando aceptó dirigir a la selección de un país árabe, Libia, invitado por un hombre de 27 años, de nombre Saadi, que al tiempo que oficiaba de futbolista despachaba también como presidente de la federación nacional de futbol. No era que por una organización incipiente o por falta de recursos el directivo Saadi, además de sus tareas de oficina, tuviera que desdoblarse calzándose los tacos para meterse a jugar. Que Saadi desempeñara doble trabajo obedecía a que él hacía y deshacía en el futbol libio, con la venia de su padre: el todopoderoso Muamar Gadafi.
A punto de cumplirse el cuarto aniversario del derrocamiento del rey Idris I por obra de un grupo de militares encabezados por Gadafi, su esposa Safia Farkash daba a luz a Saadi en Trípoli el 25 de mayo de 1973. Nada más hacerse con el poder y autoproclamarse presidente del Consejo de la Revolución el 1 de septiembre de 1969, Gadafi anunció que convertiría a Libia en una república socialista islámica. Luego de su entronización formal como jefe del Estado en 1970, expropió las posesiones de los colonos italianos asentados desde la década de los 20 en las tierras más productivas. En 1973, año de nacimiento de Saadi, Gadafi estatizó el petróleo.
Muamar Gadafi en los años 70
En abril de 1986 Saadi era un adolescente próximo a cumplir 13 años que para jugar con un balón contaba con una amplísima extensión: las más de 7 hectáreas de la residencia familiar, un complejo fortificado, provisto de piscina y hasta zoológico, conocido como Bab al Aziziyah. Por esos mismos días en Argentina el doctor Bilardo tenía que anunciar quiénes habrían de acompañar a Maradona en el Mundial que arrancaría en junio. Muchas eran las especulaciones sobre quiénes serían esos 21, y por eso la víspera del anuncio a Bilardo lo bombardeaban desde las redacciones de los periódicos e incluso desde la presidencia del país. Así pasó Bilardo aquellas jornadas, “con la prensa en contra, la gente en contra, el gobierno en contra, incluso el futbol en contra”, dice el locutor Víctor Hugo Morales en el documental La historia detrás de la Copa, producido y dirigido por Christian Rémoli, auxiliado en el guion por Ariel Scher y Gustavo Dejtiar.
A Bilardo las críticas del diario Clarín no lo sorprendían: el rotativo llevaba más de veinte años, desde los tiempos en que Bilardo era jugador de Estudiantes de La Plata, tratándolo peor que a muñeco budú. “A mí me pisaban, ¡me pisaban!”, recuerda Bilardo. Mientras, en el centro del poder, la Casa Rosada, tras los malos resultados de la selección en giras de preparación urdían su descabezamiento: “en el gobierno pensaban que lo mejor era un cambio de conductor”, escriben Gustavo Dejtiar y Oscar Barnade en su libro 1986. La verdadera historia.
Bilardo ha dicho que el 10 de abril, a través de un mesero que “escuchó hablar a políticos prominentes”, se enteró de que “había intenciones de destituirlo”. “Un mesero, un mozo, que escuchó que me querían sacar”, dice Bilardo en el documental ya mencionado, en el cual también se oyen las palabras del que era secretario de Deportes de la Nación, Rodolfo O’Reilly, quien reconoce que en una reunión privada en su casa el presidente de la república, Raúl Alfonsín, le preguntó: “¿Cuándo lo vas a echar a Bilardo?”. El ministro respondió que no tenía manera de remover al timonel. Pero como pasaban los días y Bilardo continuaba al frente de la selección, el presidente insistía. “Cada tanto me preguntaba lo mismo”, dice O’Reilly. Es entonces cuando Bilardo declara: “ya no me tiran con piedras, sino con adoquines”.
Carlos Salvador Bilardo, con el traje de entrenador nacional argentino
A los que por esos mismos días, mediados de abril del 86, les tiraban mucho más que piedras y adoquines, era a Saadi, a su padre, al resto de la familia y a la población de Libia: la noche del martes 15, aviones de la fuerza aérea de Estados Unidos bombardean Bab al Aziziyah. En mensaje televisivo el presidente estadounidense Ronald Reagan dijo que se trató de un “ataque preventivo”, con el que pretendía “mermar la capacidad de exportar el terror” del régimen libio, al que responsabilizó de haber perpetrado diez días antes un atentado en la discoteca Le Belle, en Berlín occidental, muy frecuentada los fines de semana por soldados norteamericanos, en el que murieron dos milicianos y una joven turca mientras que otras 229 personas resultaron heridas, 30 de ellas de gravedad.
Las bombas estadounidenses cayeron sobre Bab al Aziziyah cuando los Gadafi ya habían salido de la residencia para esconderse en un refugio. El patriarca fue avisado del bombardeo minutos antes vía telefónica por el primer ministro italiano, Bettino Craxi. Por esa alerta proveniente de Roma la operación militar no logró su objetivo: matar a Muamar Gadafi. Pero las que sí murieron fueron aproximadamente 100 personas, entre ellas 36 civiles, una de las cuales, según lo publicitó el gobierno libio, era una hermana adoptiva de Saadi: Hanna, de 15 meses de edad.
Muamar Gadafi captado el 18 de marzo de 1992 pateando un balón de futbol en Bab Al-Aziziyah con uno de sus hijos, que bien puede ser Saadi (Foto de Alain Denize. Getty Images)
Debutantes por lo regular cuando rondan los 20 años, los futbolistas suelen alcanzar la plenitud de su rendimiento hacia los 27. Es entonces cuando la mayoría toca la cresta de la curva elíptica que termina por dibujar, a veces más larga, a veces más corta, toda trayectoria deportiva. Pero cuando se es hijo de Muamar Gadafi bien se puede debutar a los 27, sin la molestia de tener que demostrar que se esté en la cima de la competitividad, y hacerlo, además, en el equipo más popular: Al-Ahly Sporting Club de Trípoli, fundado el 19 de septiembre de 1950, al año siguiente de la independencia nacional, en los albores del reinado de Idris I, el monarca al que destronó Muamar Gadafi cuando tenía precisamente 27 años.
Saadi Gadafi con la camiseta del Al-Ahly
La predilección manifiesta de Saadi por Al-Ahly se hizo ostensible desde aproximadamente un lustro antes de que se incorporara al equipo como jugador. Su favoritismo de hincha desencadenó en 1996 un brote de descontento social que cimbró al régimen de su padre. El periodista Ferrán Sales calificó aquel episodio como “el estallido de cólera más importante y preocupante que se ha registrado en Trípoli, desde que en 1969 se estableció en este país la Jamahiriya —Estado de las Masas— a la cabeza de la cual se colocó Gadafi, el Guía de la Revolución”. Sales relata que cuando estaba por finalizar un derbi de Trípoli “el árbitro dio por válido un gol marcado de manera irregular por un delantero de Al-Ahly, favoreciendo así el equipo preferido de Saadi, uno de los hijos de Gadafi, presente en el estadio”. Continúa Sales:
«La ira de los espectadores fue atajada a tiros por la policía y la guardia personal de los hijos del líder libio. Pero ni los disparos ni los muertos —se especula con medio centenar de víctimas— pudieron silenciar los gritos de protesta de millares de espectadores, que como una tromba ocuparon primero el terreno de juego y después algunas calles céntricas de la ciudad destrozando e incendiando tiendas y vehículos, mientras insultaban e injuriaban al mismo tiempo al árbitro y al Gobierno».
A pesar de que Saadi desde niño era su más influyente seguidor, Al-Ahly perdió su hasta ahora única oportunidad de resonar en el concierto futbolístico africano porque el coronel Gadafi así lo quiso. A pesar de su campaña exitosa en la Recopa de África de 1984, en la que se ganó un lugar en la final tras eliminar en penaltis al Canon Yaundé de Camerún, Al-Ahly no se presentó a jugar el partido por el título porque Gadafi prohibió que el equipo verdiblanco de la capital se enfrentara en el encuentro decisivo a un equipo de nombre idéntico, Al-Ahly (que significa El Nacional), pero de El Cairo, Egipto. A la distancia no queda claro el motivo, porque si bien la relación con su homólogo egipcio Hosni Mubarak había estado atravesada por fuertes tensiones e incluso acres señalamientos, desde mayo de aquel año Gadafi buscó amistarse con su vecino del este. Pero lo cierto es que finalmente El Nacional y El Nacional no se midieron. En remplazo de la oncena tripolitana fue llamado al compromiso el Canon Yaundé por haber sido semifinalista. Nunca Egipto le debió tanto a Gadafi: aquella edición de 1984 fue la primera de las cuatro veces que los Red Devils de la ribera del Nilo ganaron la Recopa, torneo cuya última edición fue en 2003 y del que son el máximo ganador histórico.
Que su padre le haya infligido semejante daño deportivo al populoso club conocido también como Al-Zaeem (El Jefe) no iba a ser óbice para que Saadi se sumara a su plantilla. Eso no suscitaba ni estupefacción ni perplejidad. Lo que repicaba en el ambiente era una pregunta: si Saadi era tan seguidor del futbol desde mucho tiempo atrás ¿por qué no exigió sino hasta la edad de 27 que lo convirtieran en futbolista? La respuesta parece estar en la inminencia del arranque de las eliminatorias rumbo al mundial Corea-Japón 2002. Como el sueño de jugar un mundial, que compartimos millones en el mundo, tratándose de un Gadafi resulta menos delirante, a Saadi se le ocurrieron dos cosas.
La primera: ponerse en condición de posibilidad de ser convocado a la selección nacional mediante su registro en un club profesional —ya sabemos, Al-Ahly— para así afiliarse a la Federación Libia de Futbol, y con ello, de manera derivada, quedar incorporado a la Confederación Africana de Futbol (CAF), lo que por vía de consecuencia le permitía participar en competencias organizadas por la Federación Internacional de Futbol Asociación (FIFA), dueña de los derechos sobre la Copa Mundial.
La segunda: traer a un entrenador capaz de lograr que Los Caballeros del Mediterráneo —apelativo del representativo nacional— consiguieran por primera vez llegar a un mundial. Eran 50 las selecciones africanas que buscaban ir a la Copa del Mundo de 2002, la primera que habría de celebrarse en un continente que no fue ni Europa ni América. El reto era grande: sólo había cupo para una décima parte de los aspirantes.
Fue entonces cuando alguien —se dice que Raúl Alfredo “Lalo” Maradona, hermano de Diego Armando— le consiguió a Saadi el teléfono del doctor Carlos Salvador Bilardo.
Bilardo junto a Maradona en México 86, durante el primer partido de Argentina, contra Corea del Sur, en el Estadio Olímpico Universitario de la capital mexicana.
“Un funcionario del gobierno de Libia se contactó conmigo para hacerme una oferta que me sorprendió: ser el técnico de la selección de ese país. En un primer momento, rechacé la propuesta. Al otro día, me volvió a llamar y me dijo que tenía dos pasajes abiertos en la aerolínea Swissair, porque Gadafi hijo quería conversar conmigo”, relata Bilardo.
Fue así como acompañado de Miguel Lemme, del preparador físico Eduardo Rafetto y de su entrañable amigo desde que jugaron juntos en Estudiantes, Eduardo Luján Manera —que dirigió en México al Necaxa—, Bilardo acabó por ponerse la túnica.
Ya instalado en Trípoli, al doctor había que hacerlo sentir de maravilla para que diera con la receta que condujera al mundial. Y para eso había que hacer lo que fuera, anticiparse a sus deseos, interpretar cualquier palabra suya como una orden. Su asistente Lemme lo ilustra con una anécdota. Resulta que cuando Bilardo y sus colaboradores fueron a visitar las oficinas de la federación de futbol, el entrenador manifestó su conformidad. Le parecieron adecuadas, suficientes. Pero como en un comentario al margen manifestó “lo lindo” que le parecía el edificio vecino, “plagado de oficinas de petroleras extranjeras”, Saadi mandó sacar a las petroleras de las oficinas que ocupaban e instaló ahí a la federación. “Tomó un piso para la presidencia y otro para las selecciones”, recuerda Lemme.
Selección Nacional de Libia rumbo al Mundial Corea-Japón 2002
Ataviados con camisetas de un verde que contrastaba con los tonos arenosos que acaparan los paisajes de su tierra, los muchachos de Bilardo se impusieron como locales en el primer encuentro el 9 de abril por marcador 3-0. Luego de un recentro desde la izquierda, Jehad Muntasser —que tres años antes había tenido un breve paso por el Arsenal de Londres— se vio solo frente al portero en el área chica, tuvo calma para definir y con un toquecito con parte interna marcó el primer gol. Ahmed Farah Al-Masli hizo el segundo al capitalizar un madruguete, y Khaled Ramadan Mehmed anotó el tercero aprovechando una salida precipitada del arquero. En el cotejo de vuelta disputado el 23 siguiente en Bamako, Faisal Bushaala abultó la diferencia al marcar el cuarto tanto libio.
Con semejante ventaja el primer escollo en el camino rumbo a la Copa del Mundo parecía allanado. Pero igual que como le ocurrió en los partidos de cuartos de final y final del mundial de México 86, a Bilardo se le complicó la cosa: en el segundo tiempo los malienses anotaron en tres ocasiones.
Si se consumaba la remontada no habría túnica que protegiera a Bilardo de la ira de Saadi ni tampoco de la más temible, la de su padre. En Trípoli la única túnica que lo estaría esperando sería la del uniforme carcelario de la prisión de Abu Salim, donde cuatro años antes, el 28 de junio de 1996, el régimen de Gadafi masacró a más de 1 200 internos y desapareció sus restos, aunque en aquel momento la espeluznante noticia aún no había trascendido, pues el mundo lo supo hasta 2001. Para colmo en Mali no había, como no hay, un domicilio que opere como sede diplomática argentina: el embajador en Bamako es concurrente, despacha lejos, desde Abuya, la capital de Nigeria.
Con los malienses a punto de empatar y volcados al acecho del arco de sus dirigidos, esos minutos angustiantes, a buen seguro, no fueron para Bilardo una primavera árabe.
Pero la igualada finalmente no llegó y Libia accedió a la segunda fase. Saadi Gadafi no jugó ni un solo minuto en ninguno de los dos encuentros.
Logrado el objetivo de avanzar a la siguiente etapa, Saadi le ofreció a Bilardo continuar en su cargo. Pero el doctor declinó. Ni siquiera los frutos monetizados de la riqueza petrolera lo hicieron cambiar de parecer. Era hora de quitarse la túnica, enfundarse de nuevo en su característico traje y volver a Buenos Aires.
Ya sin Bilardo, Saadi y los suyos quedaron en el último lugar del grupo que compartieron con Camerún, Angola, Zambia y Togo. De los 8 partidos que disputaron, no ganaron ninguno, perdieron 6 y empataron 2.
Saadi con la selección de Libia en un amistoso en Trípoli contra la de Argentina el 30 de abril de 2003. Le disputan el balón Lucas Castromán (8) -que jugara en México para el América- y Facundo Hernán Quiroga (4)
Así como en El Cairo, al igual que en Trípoli, existe también un Al-Ahly, hay otro más en Bengasi, la segunda ciudad más poblada de Libia. Los Al-Ahly libios mantienen entre sí una fuerte rivalidad, entre otras cosas, porque los aficionados de uno y de otro no admiten que pueda haber dos equipos que se reputen desde su denominación como el equipo Nacional de una misma nación. Según el testimonio de un exfutbolista que jugó en los años 60 y 70 publicado en el diario inglés The Guardian, Saadi llevó al extremo su inquina contra el Al-Ahly bengasí presionando a árbitros para que le marcaran en contra. La misma publicación refiere que el 20 de julio de 2000, tras un partido en que el Al-Ahly de Saadi fue favorecido por dos penaltis “descaradamente equivocados” más un gol en fuera de lugar, aficionados bengasís manifestaron su repudio vistiendo a un burro con una camiseta con el número de Saadi. El siguiente 1 de septiembre, aniversario 31 de la llegada de Gadafi al poder, “excavadoras destruyeron el campo de entrenamiento y las oficinas del club de Bengasi”. Un empleado del club declaró: “Todos nuestros registros, nuestros archivos, nuestros trofeos y medallas fueron destruidos”.
Muamar Gadafi patea un balón de futbol en el desierto libio
El régimen del coronel Muamar Gadafi no permitía la existencia más que de un único partido político: la Unión Socialista Árabe. Pero en lo que no pudo imponer unanimidad, porque no puede haber partidos si no hay dos equipos contendientes, fue en el futbol. Y por eso toleró que Al-Ahly de Trípoli siguiera enfrentándose a su adversario citadino, Al-Ittihad, el que hasta la fecha sigue siendo el que más campeonatos de la Liga libia ha cosechado (17), seguido de Al-Ahly (12).
Luego de su primera temporada como futbolista profesional, de cara al ciclo 2001-2002 Saadi abandonó Al-Ahly para cruzarse a la vereda de enfrente: convirtió a Al-Ittihad en su nuevo equipo. Y para que quedara claro que era su equipo más que en el habitual sentido futbolístico de la expresión, se hizo nombrar presidente del club. Permaneció en el conjunto rojiblanco dos años, hasta que decidió que era hora de llevar su futbol hasta la otra orilla del mediterráneo.
Saadi Gadafi, cuando jugaba para el Al-Ittihad
En 1911 el territorio de la actual Libia fue invadido por el reino de Italia. Luego de un año de enfrentamientos con milicianos del Imperio otomano, que hasta entonces la había controlado, Libia se convirtió en dominio italiano, pero guerrilleros nativos no se rindieron sino hasta 1931, cuando tropas enviadas por Benito Mussolini al mando del general Rodolfo Graziani lograron capturar y después ejecutar al líder de la resistencia, Omar Al-Mukhtar, luego de que aviones italianos lanzaran sobre territorio libio el primer bombardeo aéreo de la historia de la humanidad. Formalmente declarada provincia de la Italia fascista a partir de 1939, Libia se convirtió en nación independiente 10 años después.
Transcurrido más de medio siglo desde la independencia, Saadi quería invertir la historia: ansiaba conquistar Italia. Bueno, si no conquistarla, al menos ser el primer libio en hacerse de un lugar dentro de su futbol. Quizá le parecía poco ser un laeib kurat qadam (futbolista, en árabe) y por eso anhelaba ser recordado como todo un calciatore. Para conseguirlo era imperativo quitarle la túnica y recubrir sus 180 centímetros de estatura con alguna de las 18 camisetas de la Serie A. Qué mejor momento para que su padre, que había expropiado los bienes de los colonos italianos nada más llegar al poder, le devolviera a Italia una parte de lo quitado.
La república islámica y socialista que Gadafi instauró en Libia resultó ser tan pero tan socialista que el periódico Los Ángeles Times calculó en 2011 que el patrimonio del coronel rondaba los 200 billones de dólares, mientras que la revista Forbes aclaró que no lo incluía en el ranking global de las personas más acaudaladas que anualmente publica porque semejante riqueza derivaba en gran medida de su posición de poder. Incluso tres años después de la muerte de Gadafi, el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) seguía considerando a su viuda, Safia, la madre de Saadi, como “poseedora de una considerable fortuna personal”, tal como lo hizo en 2014 en el marco de las acciones mandatadas por la resolución 1970, aprobada en febrero de 2011 durante la sesión 6491 de ese órgano.
¿Para qué se quiere el dinero si no es para darle gusto a los hijos?
Safia Farkash
Fue en una ciudad italiana, Perugia, durante la Baja Edad Media, donde un jurista nacido ahí e insigne profesor de su Universidad, Baldus degli Ubaldi —probable ancestro de Martín Félix Ubaldi, mediocampista surgido de Newell’s Old Boys, que jugara en México, entre otros clubes, para dos universitarios: los Pumas de la UNAM y los Tigres de la UANL— le imprimió al Derecho mercantil los rasgos básicos que conserva hasta la actualidad. Padre de la letra de cambio, el más antiguo de los títulos de crédito, Ubaldi elaboró la primera doctrina de las relaciones jurídicas entre comerciantes, contenida en su obra Summula respiciens facta mercatorum. No es de extrañar: Perugia está enclavada en el corazón de la península, lugar de paso de todas las rutas comerciales.
Del agudo sentido dell’arte della mercanzia desarrollado por los habitantes de la ciudad iba a dar muestra su equipo de futbol a principios del tercer milenio.
Al comienzo de la temporada 1991-1992, la Associazione Calcistica Perugia Calcio “se encontraba en dificultades de recapitalización”, tal como se lee en el sitio web del club biancorrosso. Para hacer frente a la difícil situación económica, el 7 de noviembre de 1991 Luciano Gaucci asumió la presidencia en sustitución de Elvio Temperini. Luego de más de doce años capoteando vendavales económicos al frente de la institución, para el verano de 2003 un desesperado Gaucci buscaba meter dinero a las arcas del club por cualquier vía que permitiera mantener las cuentas a flote. Fue entonces que decidió la contratación de un treintañero: Saadi. Porque en vez de que a él se le pagara un salario, Saadi iba a pagar por jugar. Impulsor del comercio, Ubaldi habría aplaudido semejante intercambio.
Baldus degli Ubaldi
No estaba proyectado que Saadi inyectara mucho futbol al funcionamiento de aquel Perugia que tenía como referente de ataque a Fabrizio Ravanelli, nativo de la ciudad, que volvía esa temporada al terruño para ponerle fin a su carrera. Pero lo que sí iba a inyectar Saadi era una generosa cantidad de liras, al tipo de cambio de los dinares provenientes de una república que seguía reputándose socialista y en la que su padre ya se había despojado de cargos que suenan tan vulgarmente burocráticos como los de jefe de estado, presidente o secretario del congreso: para entonces Muamar Gadafi hacía que lo llamaran Hermano Líder y Guía.
Con el Perugia Saadi iba a imponer un récord. No el de goleo individual ni el de partidos ganados, tampoco el de títulos conquistados, sino el nada honroso de ser sancionado sin siquiera haber jugado: dio positivo en un control antidoping no obstante no haber visto minutos en partido alguno. Por haber sido convocado como suplente para el encuentro que su equipo empató 0-0 contra el Reggina el 5 de octubre de 2003, Saadi “tuvo la desgracia de ser invitado también a orinar en un frasquito”. Los análisis arrojaron que se había suministrado un derivado de nandrolona.
Saadi presentado por Gaucci como nuevo jugador del Perugia
Purgado su castigo disciplinario, se le presentó la oportunidad de conseguir el ansiado debut en la Serie A, con 31 años, nada menos que contra la Juventus de Turín, equipo por el que Saadi ya había pasado, no como integrante de su alineación pero sí de su consejo de administración. A través de Lafico (Libyan Foreign Investment Company), la compañía de inversiones extranjeras del Estado libio, Saadi llegó a controlar el 7.5 por ciento de las acciones de la vecchia signora —aunque su intención era comprar el 20%—, que lo convirtió en el segundo mayor accionista de la entidad, sólo detrás de sus dueños históricos: la familia Agnelli.
Saadi, con túnica, posa con los jugadores de la Juventus en la celebración por la conquista de un título. Acaricia la cabeza de Alessandro del Piero
A fin de no incurrir en conflicto de intereses que pudiera impedirle aparecer por fin entre los once del Perugia, Saadi tuvo que desprenderse del asiento que ocupaba en la directiva del club de las strisce bianche e nere. Con su atención puesta ya al 100 por ciento en el conjunto perusino, el 2 de mayo de 2004 Saadi no cabía de nervios sentado en la banca mientras aguardaba a que el técnico le dijera algo así como “Gadafi, vas a entrar”. En esas estaba Saadi cuando de repente apareció en el graderío una sábana blanca, como la de las túnicas, pero extendida y con letras rojas pintadas con aerosol para que su hechura pareciera obra de los aficionados, que transmitía el clamor —es un decir— por el ingreso de Saadi al campo de juego del estadio Renato Curi, bautizado así en honor de un jugador del Perugia que a los 24 años de edad murió súbitamente sobre esa grama en un partido disputado precisamente contra la Juventus el 26 de noviembre de 1977. “E´l’ora di Al Saadi”, se leía en la manta desplegada en la tribuna.
Quizá por presiones de la dirigencia o por insistencia del resto de sus jugadores —a los que Saadi prometió obsequiarles 50 automóviles compactos, según información publicada en la revista inglesa Four Four Two— o probablemente porque nunca jugó futbol profesional —venía de ser profesor de primaria— el entrenador Serse Cosmi quiso evitarle a Saadi la frustración de no saber cómo se respira el futbol estelar desde adentro del rectángulo, y por eso, cuando faltaba un cuarto de hora para il finale della partita, en sustitución del inglés Jay Bothroyd ingresó a la cancha el camiseta ‘19’, que así pudo codearse, entre otros futbolistas de la élite mundial, con Alessandro del Piero, Pavel Nedved, David Trezeguet y Ciro Ferrara, el gran amigo de Maradona en el Napoli, que abandonó el partido expulsado justo en el minuto en que Saadi entró.
Aun no se hacía el cambio de Saadi cuando cayó el único gol de aquel partido, que no fue de la Juve, habitante sempiterna de la cumbre de la tabla de posiciones, sino del sotanero Perugia. A poco de iniciar el segundo tiempo, Ravanelli, de tantas canas prematuras como goles en su haber, batió a Gianluigi Buffon mediante un zurdazo luego de recibir el balón de espaldas a la portería. El Capa bianca, que había debutado 18 años antes en el Perugia pero que dio a los piamonteses la Champions 1995-1996 gracias a un gol suyo en la final que él se fabricó solo y que metió casi sin ángulo, le marcaba a su exequipo de regreso en su club primigenio. Los tres puntos obtenidos gracias ese tanto y al aporte de los dos toques y sólo dos que Saadi dio al balón esa soleada tarde —así lo consigna la nota de espn, en la que se asegura que esa fue “exactamente” la cantidad de intervenciones que tuvo— no fueron suficientes para que al final de esa única stagione en que Saadi militó en sus filas, Il Grifone perdiera con la Fiorentina la promoción por el descenso a la Serie B.
Saadi Gadafi pasa el balón, acechado por Alessandro del Piero
Dos años antes de zarpar para alcanzar la costa italiana, Saadi se casó. Su boda resulta parangonable a una de las que se narran en Las mil y una noches. Porque en el libro clásico de la literatura árabe se cuenta que enterado del enlace de su hijo Kamaralzamán con Hayat-Alnefus, el rey Armanos dispuso que se organizara “una fiesta sin precedentes en la ciudad y en palacio”. El casamiento de Saadi, celebrado el 14 de junio de 2001, no desmereció en comparación con el de Kamaralzamán. Contó también con la presencia de un rey, no Armanos pero sí Armando: Diego Armando Maradona, el rey del futbol.
Guillermo Coppola —entonces mánager de Maradona que años después grabó una película autobiográfica a la que puso por título El representante de D10S— ha dicho en programas televisivos que el crack se llevó un chasco al advertir que, en contra de la lógica de la costumbre, el padre del novio no se presentó al festejo. Y para colmo al convite no fue invitada ni una sola mujer, ellas celebraban aparte, mientras que los varones —“todos con túnicas blancas, y sólo dos tipos de traje, que éramos él (Maradona) y yo (Coppola)”— bailaban entre sí y además comían directamente de un mismo plato, enorme como una inmensa paellera. Fastidiado, el Diego le dijo a Coppola: “¡Vámonos!”.
Pero al intentar irse de la boda —dice Coppola— “nos meten arriba de un auto”. Nada más avanzar 500 metros, los dos argentinos fueron conminados a bajar y luego llevados a caminar sobre una alfombra roja que desembocaba en una gran carpa, iluminada con luz tenue, cuya cortina se abrió para que fueran presentados a su ocupante: el coronel Gadafi.
Luego de que conversaron amenamente gracias a un traductor y de que Maradona rezara una oración frente a la cuna que le dijeron que había sido de Hanna, la media hermana muerta de Saadi, cuando estaban por abordar un auto que los llevaría de regreso a la fiesta Maradona le dijo a su representante: “Guille, pedíle (a Gadafi) la pilcha (la túnica)”. Tres minutos después, el ‘10’ la llevaba como souvenir.
De la conclusión de Coppola se desprende que lo que nunca pudo la Armada de los Estados Unidos sí lo pudo un solo hombre: “Diego Armando Maradona dejó en bolas a Gadafi en el desierto de Libia”.
Guillermo Coppola y Diego Armando Maradona en la década de los 80, varios años antes de la boda de Saadi
Si en alguna región de Italia la nacionalidad de un futbolista levantó polvareda, y no por motivos chauvinistas o por pulsiones xenófobas, fue en Friuli, al noreste. En el verano de 1983, cuando llevaba apenas dos años en vigor la readmisión de futbolistas extranjeros en la Liga del país —luego de que a partir de 1966 y hasta 1981 estuvo vedado el arribo de foráneos— se planteó dar marcha atrás a la política de apertura. La federación italiana de futbol, presidida por Federico Sordillo, se manifestó a favor de un nuevo cierre de fronteras bajo el argumento de que era necesario poner un tope a las transferencias internacionales, que en tiempos de crisis económica habían alcanzado montos estratosféricos. Pero en Friuli no se le interpretó como el anuncio de una medida general sino como una norma privativa dirigida a impedir que se incorporara al equipo más representativo de la región y segundo más antiguo de Italia, el Udinese, el jugador más virtuoso del mundo en esa época: Arthur Antunes Coimbra, “Zico”, el Pelé Blanco.
La vena secesionista de los habitantes de Udine y de todo Friuli se inflamó cuando supieron que desde la entidad regidora del calcio se pergeñaba semejante ardid con el nefando propósito de impedir que la estrella carioca, el máximo ídolo del club con más hinchas en el mundo, el Flamengo de Río de Janeiro, se vistiera de cebra con el uniforme del Udinese, a rayas verticales blancas y negras, parecido, si no es que idéntico, al de la Juventus (aunque en aquel tiempo la squadra friulana usó diseños muy diferentes, uno parecido al del Ajax de Ámsterdam, si bien con sus colores tradicionales).
El pueblo de Friuli se volcó a las calles para amagar con que si no se daba marcha atrás a la decisión de prohibir la llegada de Zico exigirían que su provincia se separara de Italia y volviera a formar parte de la vecina Austria, integrante como lo fue Friuli del imperio austrohúngaro hasta la primera guerra mundial.
En medio de una atestada Piazza Venti Settembre —nombrada así en celebración de la fecha de la toma de Roma de 1870, que marcó la unificación italiana— el 4 de julio de 1983 apareció sobre las cabezas de los miles de manifestantes un cartel que con tres palabras resumía la terminante exigencia de los tifosi friulanos: “Zico o Austria”.
Posicionamiento del pueblo udinés
Para solucionar el diferendo y evitar el cercenamiento del territorio tuvo que intervenir el presidente de la república, Sandro Pertini, mediante una declaración televisiva en la que dijo que le gustaría ver jugar en las canchas italianas a Zico y a un compañero de éste en la selección brasileña, Toninho Cerezo, que había sido contratado por la as Roma proveniente del Atlético Mineiro de Belo Horizonte.
El 23 de julio la junta ejecutiva del Comité Olímpico Italiano declaró la nulidad de la prohibición decretada por la federación de futbol y con ello, además de no orillar a los ciudadanos de Friuli a abrazar otra bandera, dio luz verde para que arribaran al futbol italiano los dos brasileños de la discordia y también otros extranjeros, destacadamente el que al año siguiente, el 5 de julio de 1984, en un San Paolo lleno hasta las escaleras, sería presentado como nuevo jugador del Napoli: Diego Armando Maradona.
La llegada de Zico provocó que el Udinese rompiera con creces su cifra récord de abonados para asistir cada quince días a su estadio: 26 611 compradores aseguraron de antemano su lugar, más de la mitad del aforo. La que no se tiene noticia que haya motivado ya no digamos la adquisición de un abono para toda la temporada, sino tan sólo las ganas de encender un televisor para mirar un partido, fue la contratación de otro straniero, que llegó 23 años después, no obstante que había sido propietario de un tercio de las acciones de la Unione Sportiva Triestina, archirrival regional del Udinese: Saadi.
Descendido el Perugia, Saadi se marchó al Udinese para poder permanecer en primera división y de paso darles alcances continentales a sus sueños futbolísticos, pues el equipo albinegro se clasificó por primera vez para disputar una Champions League en la edición 2005-2006.
En Udine, donde compartió vestidor con el internacional argentino Roberto Sensini, Saadi habría de reencontrarse con Cosmi, quien le había dado sus 15 minutos de fama en el Perugia. Seguramente fueron tales los progresos que el técnico advirtió en la evolución del nivel de juego de su dirigido, que teniéndolo de nuevo bajo su tutela rebajó en dos tercios el tamaño de su apuesta por el jugador norteafricano, que vio solamente 5 minutos de actividad en un partido de pretemporada en Valencia.
El sucesor de Cosmi, Giovanni Galeone, le concedió a Saadi otros 10 en el último encuentro de la temporada 2005-2006 de la liga italiana. Y ni un minuto más. Saadi no participó en ninguna de las citas europeas de Le Zebrette ante el FC Barcelona, el Wereder Bremen y el Panathinaikos, ni pisó el verde en las dos históricas victorias sobre el Sporting de Lisboa.
Zico a su paso por el Udinese
¿Había llegado a su fin la carrera de Saadi? A pregunta expresa sobre su futuro, respondía a la Gazzetta dello Sport: “De momento no puedo contestar porque no soy yo quien decide. Son temas en los que la última palabra es de mi padre”.
El coronel Muamar Gadafi muestra una camiseta con el nombre y el número de su hijo
J. H. Perry, el gran historiador británico de la navegación, escribió un retrato de Cristóbal Colón en su libro El descubrimiento del mar. En aquel perfil Perry sostiene que el célebre viajero “poseía el convencimiento de estar destinado a vivir grandes aventuras”. Saadi tenía un convencimiento de sí mismo igualmente alto: sumar no más que media hora de juego en tres años no difuminó en él la certeza de estar destinado a vivir grandes aventuras balompédicas. Y se ve que su padre también seguía convencido de que su vástago, a los 33, conservaba intactas sus prometedoras potencialidades con una pelota en los pies. Por eso la aventura italiana de Saadi no iba a terminar en Udine. Su siguiente escala iba a ser Génova, el lugar donde se cree que nació el aventurero que pasaría a la historia como el descubridor de todo un continente.
La segunda guerra mundial (1940-1945) terminó por sumir a Italia en una pobreza aún mayor a la que de por sí se había agudizado durante los años del fascismo (1922-1944). Terminada la conflagración, con el país devastado, las familias lo pasaban muy mal y varios clubes de futbol parecían próximos a languidecer, particularmente los que, además, habían padecido la persecución del régimen de Mussolini. Entre éstos se contaba la Ginnastica Comunale Sampierdarenese, equipo de Sampierdarena, un barrio genovés. Para no desaparecer, la Sampierdarenese se amalgamó en 1946 con otro club de la ciudad, experto a su vez en desaparecer, renacer, fusionarse y volverse a escindir: la Ginnastica Andrea Doria.
Sampierdarenese y Andrea Doria acordaron que el nombre de la entidad que habrían de conformar fuera un acrónimo que sumara sus respectivas denominaciones: Samp + Doria = Sampdoria. Fruto de la fundición de sus componentes, así se ostenta desde el sustantivo que anuncia su naturaleza de simbiosis futbolística: Unione Calcio Sampdoria.
Para quienes disfrutamos el futbol italiano de finales de los 80 y principios de los 90, decir Sampdoria es decir Gianluca Vialli, que es como decir gol; decir Sampdoria es decir Attilio Lombardo, extremo de desbordes deslumbrantes, como deslumbrante era su cabeza, calva prematura, a la que nunca rapó para ocultar algo tan natural pero que en la actualidad no estarían dispuestos a aceptar tantos narcisos que en las canchas posan para la televisión y la redes sociales; decir Sampdoria es decir Roberto Mancini, actual entrenador campeón de Europa con Italia, de quien me sigo preguntando, a más de tres décadas de distancia, por qué no lo metió a jugar ni un solo minuto Azeglio Vicini en el mundial del 90; decir Sampdoria es decir Gianluca Pagliuca, custodio de la meta italiana en Estados Unidos 94 salvo en el partido contra México, en el que fue Luca Marchegiani quien no pudo atajar el potente derechazo del nayarita Marcelino Bernal que valió el empate y la calificación a octavos; decir Sampdoria es decir Alkséi Mijailichenko, un faro en el crepúsculo del futbol soviético; decir Sampdoria es decir Toninho Cerezo, o sea, elegancia e inteligencia en portugués; decir Sampdoria es decir Pietro Vierchowod, es decir Srečko Katanec, es decir Vujadin Boskov, es decir scudetto 1990-1991, el único de su palmarés. Desde entonces, durante estos largos treinta años, sólo equipos de Turín, de Milán o de Roma lo han ganado.
Attilio Lombardo celebra un gol. Se apresta a abrazarlo Gianluca Vialli
Pero decir Sampdoria también es decir ERG. Esas tres letras, de tanto aparecer estampadas sobre el pecho de sus jugadores, han quedado tan asociadas a la oncena genovesa como sus cuatro colores. Porque al ser la fusión de dos equipos, la Sampdoria lleva las cromáticas de ambos: el azul y el blanco del Andrea Doria y el negro y el rojo del Sampierdarenese. Y así como quedó por siempre vinculada a la paleta multicolore que tiñe su singular camiseta, la Samp terminó también por quedar imbricada a esas siglas, las de su patrocinador histórico, un corporativo de empresas del ramo energético, fundado en 1938, que se llama e-r-g no porque suena a abreviatura de energia, energy, energía, sino por ser las iniciales de su fundador, Edoardo Garrone, que se dio a conocer por su apodo, “Raffinerie” (Refinerías), alusivo a su giro de actividad: ERG = Edoardo “Raffinerie” Garrone.
Gianluca Vialli y Roberto Mancini con la maglia de la Sampdoria patrocinada por ERG.
En 1947 Edoardo inauguró en Génova su primera refinería de grandes dimensiones, San Quirico, donde todo empezó. Más de 40 años después, en 1988, el año en que la Sampdoria ganó la Copa de Italia, su hijo Riccardo, el que puso a ERG en camino de convertirse en el gigante energético que habría de borrar de la geografía italiana a petroleras francesas y estadounidenses, el mismo que en 2002 decidió dejar de patrocinar a la Samp para convertirse en su dueño, cerró San Quirico y mudó el negocio familiar de refinación a Sicilia por un motivo imperioso: conectarse con la Libia de Gadafi.
En la página 43 del libro editado en 2018 por los 80 años de ERG se explica que el este siciliano fue elegido para instalar ahí la refinería sustituta “por su posición estratégica”. La nueva planta “se encuentra a lo largo de la ‘ruta del petróleo’”, que tiene en el mismo oleoducto tanto a los países compradores europeos, demandantes crecientes de energías cada vez más limpias, como a naciones como Libia, exportadora de petróleo crudo “con bajo contenido de azufre”.
Mientras los Garrone, patrocinadores de la Sampdoria, tuvieron que construir toda una refinería para conectar con Libia, al libio Saadi le bastó un patrocinio, producto del petróleo, soterrado, sin contraprestación, pero patrocinio al fin, para conectar con la Samp. Fue fichado para la temporada 2006-2007. Si en sus botines Saadi llevaba niveles de azufre suficientes como para convertirse en diabólico goleador, nunca lo sabremos: no se puso la maglia blucerchiata más que para la lente de la prensa. No jugó ni un solo minuto.
El DT de la Samp, Walter Novellino, le da la bienvenida a Saadi
Luego del bombardeo sobre Bab al Aziziyah en abril del 86, el coronel Gadafi ordenó que los daños no fueran reparados para que se conservaran las huellas del ataque. La residencia quedó convertida así en una suerte de Meca del antiimperialismo. Coppola, que acompañó a Maradona al recorrido por el palacio por invitación de Gadafi, afirma que tres lustros después “en el hall todavía estaba la bomba incrustada en una pared. Los techos estaban rotos y había una cunita con un colchoncito manchado”. Al astro del futbol le dijeron que en esa cuna había muerto Hanna, hija adoptiva de Gadafi, hermana de Saadi. “Diego estaba muy conmovido”, dice Coppola.
No habría que esperar a la muerte de Muamar, ocurrida el 20 de octubre de 2011, para que trascendiera que Hanna, si es que verdaderamente existió y no fue una invención propagandística para alimentar en la sociedad libia el sentir antinorteamericano, en realidad no murió por la artillería de los aviones estadounidenses en 1986, siendo una bebé.
Escondido en una cañería, Gadafi fue apresado con vida en su natal Sirte por rebeldes contrarios a su gobierno. Aparentemente linchado por la turba que acompañó al vehículo en que lo transportaban sus captores, fue captado muerto horas después. Su deceso marcó el fin de 42 años de dictadura. Pero desde dos meses antes de su caída la historia de la supuesta muerte de Hanna, de acuerdo con el periodista español Miguel Muñoz, “se tambaleó”. El reportero del diario ABC publicó que algunos médicos libios le dijeron que
«Hanna Gadafi había trabajado junto a ellos hasta pocos días antes de llegar los rebeldes. El viernes apareció la “suite” de lujo de Hanna, en el Hospital Central de Trípoli. Allí se encontró un pasaporte —que fechaba su nacimiento en 1985— y un certificado médico universitario, ambos a nombre de Hanna Muamar Gadafi —además de discos de los Backstreet Boys y el DVD de Sexo en Nueva York (Sex and the City)».
La versión según la cual Hanna no murió de brazos la robustecen informaciones recabadas por Muñoz:
«Un reportaje que el diario alemán Die Welt publicó hace tres semanas añade más piezas: en él, se reseña una foto de la agencia estatal de noticias china, Xinhua, datada en 1999, en la que aparece el ex presidente de Sudáfrica, Nelson Mandela, junto a la mujer de Gadafi y “sus hijas Hanna y Aisha”. La chica que aparece en la foto del pasaporte encontrado en Trípoli resultó ser la misma. Además, un banco suizo, al congelar las cuentas de Gadafi en febrero, encontró a Hanna listada como titular de una de ellas. Die Welt la dibuja como una poderosa doctora del Ministerio de Sanidad aficionada a irse de compras a Londres, y con poder sobre la mayoría de los hospitales de Libia. “Nadie podía hacer carrera dentro del Ministerio sin su consentimiento”, narra el diario«.
El coronel Gadafi con Hanna. La niña no parece tener 15 meses de edad
A Saadi el color naranja seguramente le trajo gratos recuerdos durante algún tiempo. Los minutos, contados con los dedos de una mano, que jugó con el Udinese en la cancha del estadio de Mestalla fueron en el marco del Trofeo Naranja, competencia veraniega a la que invita —intermitentemente a partir de 1959 y año con año desde 1970— el equipo naranjero del Levante: el Valencia Club de Fútbol. Saadi puede presumir que salió campeón en aquella ocasión porque el Udinese se adjudicó aquel trofeo —que es al Valencia lo que el Teresa Herrera al Deportivo La Coruña, el Ramón de Carranza al Cádiz o el Joan Gamper al FC Barcelona— al ganar un triangular por encima del griego Olympliakos y del anfitrión. Pero el naranja seguro dejó de gustarle a Saadi en marzo de 2011, cuando la Interpol giró una alerta de ese color para dar con su paradero con miras a su detención, bajo la acusación de haber incurrido en “intimidación con armas cuando dirigía la federación de fútbol libia”, tal como se lee en el sitio web de la mencionada policía intergubernamental.
Quizá Bilardo alguna vez le habló a Saadi acerca de México, de cómo aquí, en los meses previos al mundial del 86, pudo conseguirse “un buen alojamiento”. Avisado por un informante de que Argentina no sería cabeza de serie, Bilardo voló a México para asegurarse de que el lugar de concentración de la selección argentina fuera el más adecuado para sus necesidades. Estaba en esa búsqueda cuando surgió la opción de que el representativo albiceleste se hospedara en las instalaciones del Club América. La idea fue de dos compatriotas que vivían en México: Miguel Ángel “Zurdo” López y Eduardo Cremasco, excompañeros de Bilardo cuando fueron jugadores en Estudiantes. Cremasco era un acreditado restaurantero —negocio que han continuado y acrecentado sus descendientes— y el “Zurdo” era el entrenador del América. A cambio de convocar al mundial a Héctor Miguel Zelada, portero argentino de las Águilas, a Bilardo le entregaron las llaves del complejo de Coapa. “En el América teníamos nueve canchas de fútbol ¡nueve! al lado de los dormitorios y podíamos vivir como en nuestra casa, porque no había extraños”, dijo alguna vez Bilardo refiriéndose al predio de Avenida Prolongación División del Norte 3901. Un cuarto de siglo después lo que necesitaba Saadi, buscado en todo el mundo, era precisamente un buen alojamiento, un lugar sin extraños. Y pensó en México. Quizá porque se acordó de Bilardo.
Diego Maradona y Daniel Pasarella posan durante la concentración de la selección argentina en las instalaciones del Club América, en la Ciudad de México, provistos de copas de tequila y sombreros de charro.
La mañana del 7 de diciembre de 2011 la secretaria de Relaciones Exteriores de México, Patricia Espinosa, anunció durante un viaje de trabajo a Sao Paulo, Brasil, que la Operación Huésped, llevada a cabo por servicios de inteligencia desde el mes de septiembre, logró frustrar el intento de Saadi de internarse en territorio mexicano para establecerse, con una identidad falsa, en un destino turístico de la costa de Nayarit. Un buen alojamiento, un lugar sin extraños. Pero no pudo ser.
Tres años después, en 2014, la alerta de Interpol subió de naranja a roja: Saadi fue detenido en Níger, a donde había huido tras la caída del régimen de su padre, y de ahí se le extraditó a Libia bajo una imputación aún más grave: el homicidio en 2005 de un exentrenador suyo, no Bilardo, sino uno que lo dirigió en el Al-Ittihad, Bashir Al-Rayani, cuyo cuerpo fue encontrado con rastros de tortura frente a una propiedad de Saadi. El año de su detención, la selección de Libia, dirigida por el español Javier Clemente, ganó un título por primera vez en su historia: la Copa Africana de Naciones
Saadi Gadafi el día de su detención, antes y después de pasar por el peluquero
Saadi fue exonerado en 2018 del asesinato de quien fuera su timonel, y tres años más tarde ha sido absuelto en otras causas penales luego de pasar siete años en una prisión de Trípoli. Salió de la cárcel el 5 de septiembre de 2021, un domingo, día de futbol. El martes siguiente la selección de Libia, dirigida de nuevo por Clemente, dio un paso importante para estar presente en Qatar 2022: tras vencer como visitante al representativo de Angola, se puso a la cabeza del grupo F de la eliminatoria africana, en el que compite también contra Egipto y Gabón.
De acuerdo con un cable de la agencia de noticias France Press (AFP) difundido por el diario español ABC, la liberación de Saadi, lejos de obedecer al convencimiento judicial acerca de su ausencia de responsabilidad, “parece mostrar los esfuerzos con miras a una reconciliación nacional en un país carcomido por las divisiones”. En noviembre de 2021, de cara a las elecciones presidenciales de diciembre, su hermano Saif quiso postularse como candidato, pero la autoridad electoral le negó la posibilidad de aparecer en la boleta de votación.
Saif Gadafi
Humanos al fin, los médicos no reciben por una vida volcada a sanar a los demás la recompensa de no enfermarse. Titulado por la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires el 18 de octubre de 1965 luego de aprobar su última asignatura, Medicina Legal, el doctor Carlos Salvador Bilardo acabó por enfermarse, no de futbol, que siempre lo estuvo, sino de una patología neurodegenerativa, conocida como síndrome Hakim Adams, que le fue diagnosticada en mayo de 2018.
A fin de no provocarle tristezas que puedan minar aún más su estado de salud, los familiares de Bilardo se las han ingeniado para vigilar todo contacto que el doctor pueda tener con la vida que corre afuera de la residencia geriátrica en la que vive. Controlan los periódicos que lee, revisan la correspondencia que recibe, lo bombardean con series de Netflix —su favorita, una producción colombiana, no hay que olvidar que Bilardo intentó calificar a la selección del país cafetero al Mundial de España 82, aunque sin éxito— y le quitan el sonido a las transmisiones de los partidos de futbol que ve por televisión. Todo, para que no se entere de una noticia que lo devastaría: la muerte de Maradona.
Jorge Bilardo, hermano del doctor, declaró que mientras miraban juntos un partido de la Liga argentina posterior al fallecimiento del ‘10’, al “Narigón” le causó extrañeza advertir en las tomas de las gradas muchas manifestaciones de cariño hacia el que fuera su pupilo, de cuya mano (¿de dios?) se consagró: “‘Che, veo muchas banderas de Diego, ¿qué pasa?”. Estremecido por semejante cuestionamiento, aunque consciente de que podía darse en cualquier momento, Jorge respondió como quien deja pasar un balón: “Cómo es la gente, pone banderas en todos lados”.
Es difícil saber si al doctor esa contestación lo dejó tranquilo o si por el contrario sembró en él la sospecha de que algo le pasó a Maradona.
Lo que de plano me resultará imposible de creer es que Bilardo pregunte por Saadi.
fbc.
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Ayer sábado, víspera de domingo, murió la escritora española Almudena Grandes, a los 61 años.
Los domingos, como canta su paisano José Luis Perales, son “domingos de futbol”, pero los domingos han sido también días de leer a Almudena Grandes. Así como los académicos suelen comenzar la lectura de un libro científico ojeando la bibliografía consultada a fin de calar la robustez de la investigación, y los abogados empiezan a analizar una sentencia por los puntos resolutivos para saber si el juzgador les dio o no la razón, lo primero que yo hacía domingo tras domingo nada más tener en mis manos El País Semanal —la revista que tanto lamento que haya dejado de circular en soporte impreso— era irme a las últimas páginas, donde consabidamente venía un artículo o un relato de Almudena, casi siempre próximos en la topografía del paginado a las entregas igualmente esperadas cada fin de semana escritas por un alma, como la de Almudena, declaradamente futbolera: Javier Marías.
El domingo 7 de mayo de este 2021, en su colaboración para el referido semanario (“Lecciones de la Superliga») Almudena dejó una reflexión a propósito del futbol, deporte que para ella era “un organismo social, más allá de lo deportivo, del que yo misma formo parte”. Detonada por la tentativa —frustrada dos días después días de su anuncio en abril de 2021— de crear la llamada Superliga europea, coto elitista cuyo criterio de admisión pasaba más por el poderío económico de sus veinte clubes integrantes que por el mérito deportivo para ganarse un lugar en ella, aquella columna de la autora de novelas como El corazón helado y Los aires difíciles fue a un tiempo una celebración y un lamento. Se regocijó por el rechazo casi unánime que provocó la Superliga, pero en simultáneo manifestó su congoja al advertir que quienes “se lanzaron a escribir como posesos en sus redes sociales a favor de los equipos modestos” que quedaban excluidos de la Superliga, no reaccionaran con repudio proporcional ante males de mayor relevancia, auténticas tragedias. Así lo expuso:
"Nunca habría creído que los intereses del Alavés, del Cádiz, del Elche y de tantos otros equipos llamados pequeños pudieran provocar más interés, más pasiones, más aplausos que los seres humanos que afrontan una odisea a través de montañas y desiertos para embarcarse en una patera; hombres, mujeres y niños que huyen de la violencia y de la miseria, arriesgándolo todo y su propia vida a cambio de una oportunidad para prosperar. No podía imaginarme que el fútbol modesto movilizara más solidaridad que las familias que están sufriendo, los jóvenes parados, los sanitarios exhaustos, los comedores sociales desbordados, las cicatrices de la desigualdad y la pandemia".
En aquel artículo de mayo pasado la recipiendaria en 2011 del premio Elena Poniatowska de novela iberoamericana gritó a los cuatro vientos su “amor verdadero” por el Atlético de Madrid —al que se refirió como “mi Atleti” en expresión más de cariño que de sentirse propietaria por ser socia del club colchonero—, pero expuso que a pesar de que le importaba mucho su equipo, actual campeón del futbol español, le importaba “muchísimo más la humanidad”, y por eso abundó:
"...me da rabia que el dolor de mis semejantes, las injusticias, la explotación, el hambre, el sufrimiento provocado por la codicia de Occidente en continentes lejanos y a un paso de nuestras casas no haya provocado nunca una reacción comparable a la fulminante hostilidad universal que suscitó la Superliga".
Almudena Grandes posa con una camiseta del Atlético de Madrid personalizada, flanqueada por el Presidente del club, Enrique Cerezo, y por el legendario veterano Adelardo Rodríguez.
Que las redes sociales, para enojo de Almudena, se inunden de mensajes contra la Superliga y en cambio nunca registren una avalancha semejante de publicaciones cuando se trata de violencias que debieran afligir al género humano, la ensayista Irene Vallejo —revelación de las letras españolas a la que pienso llamada a recibir la estafeta que como articulista estelar deja Almudena— opina que los individuos “somos generosos con algunas personas, pero no con otras que lo necesitan más. […] Nos concienciamos con algunas causas, pero permanecemos indiferentes ante otras” (“Sin medias tintas”, Milenio, 17 de noviembre de 2021). Al respecto algo dijo, en un artículo publicado el 17 de agosto de 1832, el gran articulista del romanticismo español, Mariano José de Larra, escritor de costumbres, también madrileño como Almudena, al referirse a la “fisonomía monstruosa del que llamamos público”: “éste es caprichoso, y casi siempre tan injusto y parcial como la mayor parte de los hombres que le componen” (“¿Quién es el público y dónde se le encuentra?”, reunido en Artículos de costumbres, Barcelona, rba, 1994, pp. 19-25)
Tres años y medio antes de la aparición del covid y sus efectos funestos para la asistencia a los estadios, cuando los llamados e-sports ya representaban para las nuevas generaciones, como lo representan cada vez más, no una mera recreación virtual de la actividad deportiva sino un sustituto que pretende pasar por equivalente del despliegue físico inherente a los deportes, favorecidos como lo están por ser, para millones de infantes del presente, el primer contacto con algo que suene a deporte así sea desde un sillón, Almudena lanzó una alerta, a propósito de otra forma de entretenimiento y disfrute, la música, que aplica también a los eventos deportivos y en particular al futbol en tanto espectáculo público masivo, gregario por antonomasia: “la creatividad digital está acabando con la euforia de los macroconciertos”, escribió la narradora madrileña en 2016 (“Cuarenta y dos kilos de felicidad”, 4 de septiembre de 2016)
Su ya mencionada pieza futbolera la cerró Almudena Grandes con un llamado implícito, no sé sin con grandes esperanzas o moderadas o nulas de que sea atendido:
"Con todos mis respetos, y mis simpatías, por el fútbol modesto y los equipos que lo encarnan, si los españoles y las españolas fueran capaces de reaccionar a favor de la igualdad de todos sus semejantes con la misma claridad, la misma decisión y contundencia que aplicaron a la defensa de los equipos perjudicados por el proyecto de la Superliga, España sería un país mucho mejor, más feliz, más próspero y más justo. Esa sería la verdadera victoria de la gente."
En otro artículo, no futbolero, publicado hace poco más de seis años (“Caddy habla”, 1 de noviembre de 2015), Almudena usó su columna dominical para amplificar y hacer cundir entre su público un llamado de auxilio para mujeres que viven horrores en la República Democrática del Congo, país considerado por la ONU —tal como subraya Almudena— como “el peor lugar del mundo donde puede nacer una mujer”. Escribió ese artículo luego de escuchar a una congoleña, Caddy Adzuba, de 34 años, a quien Almudena describe como “mujer joven, guapa y elegante que habla despacio, sin levantar la voz, sin gesticular, con la dignidad de quien no busca compasión porque sólo cuenta la verdad”, abogada y periodista que sigue viviendo en el Congo “pese a que ha recibido numerosas amenazas de muerte y ha sobrevivido a dos intentos de asesinato”. Sobre esa mujer que le impactó, concluye Almudena:
"Caddy viaja por el mundo, y da entrevistas, conferencias, habla. Yo, que la he escuchado, nunca podré olvidarla".
Ahora que Almudena Grandes se ha ido, me permito parafrasearla:
Almudena viajó por el mundo, dio entrevistas, conferencias, habló y, sobre todo escribió.Yo, que la he leído, nunca podré olvidarla.
Eso de que el deporte es salud suena en ocasiones como una mala broma. Dedicados como lo están a intentar superar sus propias marcas, a engrosar su acervo de aptitudes, a medirse con adversarios e incluso, tratándose de disciplinas de conjunto, con los compañeros de equipo para poder conseguir y mantener un puesto, los practicantes de deportes competitivos le tienen que plantar cara, además, ya no digamos a retos mayúsculos o a rivales de fuste sino a auténticos enemigos: las lesiones, los accidentes y las enfermedades que puede acarrearles tanto el consagrar su plan de vida al deporte como el solo hecho de ser humanos.
Que la activación física concomitante a los deportes se asocie con beneficios para el cuidado de nuestro cuerpo no debe hacernos perder de vista que los deportes en general —y el futbol no es la excepción— implican exposición al riesgo. Y ese riesgo aumenta en la dimensión profesional de la práctica deportiva.
De una oncena de casos de futbolistas en los que el riesgo dejó de estar en potencia para entrar en acto, materializándose en una saga de infortunios que simultáneamente pusieron a prueba su capacidad de resiliencia, escribe el médico y exfutbolista Juan Manuel Herbella en su más reciente libro: No me corten el pie, publicado por Planeta.
La peculiaridad que distingue a este libro radica en que su autor ha vivido los dos polos de la relación médico-paciente: fue futbolista profesional durante catorce años, en los que militó en once clubes de cuatro países —Argentina, Brasil, Ecuador y Venezuela—, y desde 2011 ejerce la profesión de médico en el ámbito del deporte. Herbella pudo dar cauce a esa dualidad vocacional porque supo compaginar su paso por las canchas con sus estudios de medicina con especialidad en traumatología.
Herbella celebra un gol con la camiseta del Club Atlético Nueva Chicago
Por su doble condición de deportista y profesional de la salud, Herbella empatiza de manera natural con los jugadores cuyas historias narra, al tiempo que comprende y asume la perspectiva desde la que actúan los médicos tratantes, además de que a los lectores nos explica, con palabras de dominio común, la terminología médica.
Como si fueran expedientes médicos en versión narrativa adicionados con buenas dosis de futbol, en No me corten el pie se cuentan sin dramaticidad cursimente añadida los periplos por quirófanos, salas de rehabilitación y consultorios médicos de futbolistas de élite que, mientras millones de personas los imaginaban disfrutando de la alta competencia y de las supuestas mieles de la fama que trae aparejadas, en realidad libraron luchas interiores con desenlaces que no siempre fueron finales felices.
Leí No me corten el pie precisamente el fin de semana en que a Sergio “Kun” Agüero se le diagnosticó una arritmia que lo alejará por lo menos tres meses de la actividad. Una dolencia en el pecho al minuto 38 del encuentro disputado el 30 de octubre de 2021 entre el fc Barcelona y el Alavés obligó a que se le practicara una evaluación cardiológica. El máximo goleador extranjero en la historia de la Premier League, el jugador que en 2012, como en película de Hollywood, le dio un título de Liga al Manchester City en los minutos finales del último partido luego de 44 años que llevaban los citizens sin levantar trofeo, ahora a la edad de 33 advierte por experiencia propia que el futbol, como la vida, se puede acabar en cualquier momento.
Juan Manuel Herbella, No me corten el pie. Historias médicas de superación y dolor de futbolistas, Buenos Aires, Planeta, 2021, 246 pp.
Como epígrafe a su libro Hombres en su siglo —en el que reunió ensayos de su autoría acerca de la obra de escritores, filósofos, pintores, hasta un médico— Octavio Paz escogió unas palabras de Baltasar Gracián, escritor y clérigo español del Siglo de Oro, que en su Oráculo manual y arte de prudencia, publicado en 1647, escribió:
«Los sujetos eminentemente raros dependen de los tiempos. No todos tuvieron el que merecían, y muchos, aunque lo tuviesen, no acertaron a lograrle».
Uno de los más eminentes y con seguridad el más raro de los sujetos que ha dado el futbol, Diego Armando Maradona, lo es precisamente porque su periplo vital en mucho dependió del tiempo que le tocó vivir, pero también lo es porque él terminó por marcar, primero con su genio y luego con su figura, ese tiempo: el último tercio del siglo XX y las dos primeras décadas del XXI.
A la vez artificio y artífice de su tiempo, Maradona tuvo que morirse para hacernos mensurar en qué medida nuestro tiempo no sería el que ha sido sin su referencialidad deslumbrante ni su personalidad explosiva, siempre contradictoria, a veces incongruente, casi siempre provocativa.
A raíz de la muerte de Maradona el 25 de noviembre de 2020, el periodista y escritor argentino Alejandro Duchini se dio a la tarea de escribir con apuro, que no a las apuradas, un libro que, como bien lo describe su propio subtítulo, es una crónica sentimental, una peculiar narración del drama maradoniano que nos lleva por la historia de más de una generación. No es un libro asimilable a una biografía tradicional, y por eso no lleva por título Maradona sino Mi Diego, donde el uso del adjetivo posesivo puede entenderse tanto como forma de apropiación a la que el autor se siente autorizado por el cariño, también como sinónimo de perspectiva, de ángulo de observación, y por último a modo de fórmula de trato respetuoso, cuasi reverencial.
Publicado por Malpaso, Mi Diego no recurre al morbo que explota los escándalos de la vida privada y en cambio nos muestra a ese Maradona total para el que no encuentro una mejor caracterización que en unas palabras de Roland Barthes, quien seguro no lo conoció —el semiólogo murió en 1980, cuando Maradona todavía no era lo que fue— pero que tenía en mente a un “contra-héroe”, un “individuo que aboliría en sí mismo las barreras, las clases, las exclusiones, no por sincretismo sino por simple desembarazo de ese viejo espectro: la contradicción lógica”. Barthes se preguntaba en 1973 —cuando el mundo aún no sabía de Maradona, que tenía apenas 13 años— “¿quién sería capaz de soportar la contradicción sin vergüenza?”. Respuesta: Maradona, el habitante de los extremos: tumultuario pero solo, humilde y suntuoso, tierno e insoportable, genial y autodestructivo.
Para escribir Mi Diego Duchini se encargó de conseguir testimonios que alumbran una vida vivida a demasiadas revoluciones. Ahí aparece el Duchini entrevistador para extraer de cada testimonio la pulpa necesaria para construir un auténtico retrato de época, de una época que no se ha ido del todo. Duchini reunió voces del entorno inmediato de Maradona pero también, y sobre todo, de quienes desde la querencia le guardan un lugar especial tanto en su memoria como en su corazón: el entrenador que lo debutó, el preparador físico que más lo cuidó, el dueño actual de la primera casa que tuvo gracias al futbol y que hoy es un museo, el jugador que salió de cambio para que jugara su primer partido en Primera, el responsable de que recibiera un reconocimiento de la Universidad de Oxford, el hijo del jugador que es recordado por ser la “víctima” del primer caño de Maradona como profesional, ese que hizo con el primer balón que tocó…
“Cada uno de nosotros podría escribir su propia historia maradoniana”, escribe Duchini. Que todos podríamos intentar escribirla, seguro, pero hacerlo con tino, sensibilidad, belleza y rigurosidad, sólo los que, como Duchini, tienen muy desarrollado el sentido periodístico y consolidan cada vez más su estilo literario.
Probablemente porque al general Belgrano se le atribuye el haber escogido para la bandera argentina los colores blanco y celeste, su figura goza de la “afectuosa comprensión” de quienes han investigado los avatares de la revolución de independencia. Porque a decir de Halperin, los historiadores tratan con muy diferente rasero a Belgrano que al resto de los héroes nacionales, pues lo que “denuncian agriamente” en éstos lo disculpan en aquél.
Belgrano en el billete de diez pesos argentinos
Pero los defensores de Belgrano no se agotan en el gremio de los historiadores. Hay muchos otros. Y son fáciles de identificar. Se les puede detectar porque suelen emocionarse por igual con los colores celeste y blanco que con el rojo y el negro, la combinación cromática del club de futbol que los une y que se llama precisamente así: Defensores de Belgrano.
No obstante que su denominación responde al barrio en que se asienta —Bajo Belgrano, al norte de la capital argentina— Defensores de Belgrano tiene desde su fundación el propósito de defender el ideario belgraniano. Porque así como Belgrano pensaba que al bien de Argentina “nada se haría por hombres que por sus intereses particulares posponen el del común”, en el acta que da origen al club que lleva su nombre —documento que podemos conocer gracias a Amadeo Javier Bava, historiador de Defensores— quedó asentado que la entidad pretende “formar una única comunidad de belgranenses, buscando el bien común, la fraternidad y el alto espíritu de solidaridad”.
Y vaya que Defe ha dado muestras de actuar en consecuencia. Porque fue por una iniciativa surgida en el seno de Defensores que, en mayo de 2017, se desencadenó una oleada de manifestaciones de repudio de equipos profesionales del futbol argentino en protesta por la decisión que entonces tomó una mayoría de integrantes de la Corte Suprema de Justicia consistente en aplicar a criminales de lesa humanidad el beneficio de purgar sus penas de prisión multiplicando por dos cada día de encierro a efectos de reducir su tiempo de internamiento (medida conocida como 2×1). El fin de semana siguiente al dictado de la resolución Defensores jugó contra Deportivo Riestra, y al momento en que la oncena belgranense posaba para la fotografía tradicional sus integrantes mostraron una manta con un mensaje pintado con aerosol: “El único lugar para un genocida es la cárcel común. Defe no olvida”. Y cómo Defe podría olvidar los horrores del terrorismo de Estado si nada más cruzar la calle de su entrada principal se llega a la parte trasera de la Escuela de Mecánica de la Armada (esma), el principal centro de detenciones y torturas durante la última dictadura, convertido desde 2015 en Espacio para la Memoria y para la Promoción y la Defensa de los Derechos Humanos.
Jugadores de Defensores previo al partido contra Deportivo Riestra en 2017
En 2001 Defensores reivindicó a uno de sus socios, Ricardo Marco Zuker López, “Marquitos” Zuker, estudiante de Derecho en la Universidad de Buenos Aires desaparecido en 1980 por la dictadura militar que gobernaba el país, al ponerle su nombre a la tribuna popular local del estadio Juan Pasquale. Y el último día de febrero de 2020, para recordarlo nuevamente a 40 años de su desaparición, por iniciativa de la subcomisión de derechos humanos del club se develó una placa en el acceso a la grada a la que Zuker asistía en la que se lee: “Acá fue feliz Ricardo Marcos ‘Pato’ Zuker”. Y cómo no iba a ser feliz ahí Zuker si sobre esa cancha le tocó ver con la camiseta de Defe a un sinónimo de gambeta, uno de los jugadores que mejor encarnaron la picardía esencial al futbol barrial: René Orlando Houseman, anotador de 4 goles en mundiales y campeón del mundo en 1978.
Houseman haciéndole gol a Italia en el Mundial de 1974
Houseman aprendió los secretos del futbol en las calles de Bajo Belgrano, luego militó en un equipo de vecinos junto a sus hermanos y sus amigos, Los Intocables, y más tarde se incorporó a las divisiones inferiores del adversario barrial de Defensores, el Club Atlético Excursionistas. Pero como Excursionistas lo dejó libre, el español José Arce Gómez, mejor conocido como el “Gallego Chele”, entonces responsable de las fuerzas básicas, lo reclutó para el Dragón, en cuyo primer equipo debutó a finales de 1971 en un partido perdido ante Nueva Chicago por el descenso a la Primera C, división en la que el año siguiente Houseman marcó 15 goles y en la que sedujo a César Luis Menotti, en aquel tiempo entrenador de Huracán, quien afirmaba en declaraciones para la revista El Gráfico en 1973 que Houseman, con tan sólo 19 años y luego de saltar en apenas un año de la Sexta División a Primera C, “sabía todo lo que debe saber un jugador de fútbol”, y por eso se lo llevó al Globo, para ponerlo a jugar, entre otros, junto a Miguel Brindisi, Carlos Babington y Alfio Basile, y así armar el mejor plantel de toda la historia del equipo de Parque Patricios, el que salió campeón en 1973 y que encaramó a Menotti al banquillo de la selección nacional, en la que Houseman sería un convocado habitual entre 1974 y 1979. Fallecido el 22 de marzo de 2018, Houseman le juraba en 2006 al periodista Martín Sánchez —autor del libro Corazón pintado— “que le debía todo a Defe”.
Cortado con la misma tijera que Houseman, 40 años después de la llegada de éste a Defensores arribó nada menos que Ariel Ortega, el “Burrito”, el que en sus primeros días con River Plate, cuando todos lo llamaban “Orteguita”, parecía el espejo de Maradona y despertó la expectativa de haber hallado en él al sucesor del genio. Ortega fue el primer futbolista en portar la ‘10’ de la albiceleste en un Mundial luego de que el Diego la dejara vacante. La extraordinaria actuación del “Burrito” contra Inglaterra en Francia 98 —que activó el recuerdo de la que tuvo Maradona doce años antes, en México 86— alimentó la esperanza argentina. Pero en el siguiente encuentro, el de cuartos de final ante Holanda, su inexplicable cabezazo al portero Edwin van der Sar, que hoy podríamos calificar a lo Zidane, truncó la ilusión: el árbitro mexicano Arturo Brizio lo expulsó y acto seguido vino la debacle en los pies de Dennis Bergkamp. Trece años después, a la edad de 37, Ortega jugó 23 partidos para el club de Comodoro Rivadavia No. 1450 y marcó 4 goles, los últimos oficiales de su carrera.
Edwin Van der Sar cae con lujo de histrionismo tras el cabezazo de Ortega en Francia 98 (AP Photo/Lionel Cironneau)
La historia de Defensores registra alegrías que se apellidan Houseman u Ortega, pero también tiene episodios verdaderamente sombríos. El 27 de junio de 2005 un joven de 17 años, Fernando Blanco, murió por causa de la brutalidad policial desatada al término de un partido por el descenso que Defensores perdió ante Chacarita Juniors en el estadio Tomás Adolfo Ducó, casa de Huracán. Más de tres lustros después continúa el reclamo de justicia.
Manuel Belgrano escribió en su Autobiografía que fue por la Revolución Francesa de 1789 —vivida por él desde España— que operó en él una transformación: “se apoderaron de mí las ideas de libertad”. En adelante, escribe Belgrano, “sólo vi tiranos”. Casi un siglo y tres cuartos después, en los años 60 del siglo XX, Defensores de Belgrano contribuyó a acabar con una de las ordenanzas más tiránicas salidas de los banquillos: la prohibición impuesta a los mediocampistas que juegan por los costados, los que en Sudamérica llaman carrileros, de jugar a lo largo de toda la banda, tanto en defensa como en ataque. Se trató de una liberación involuntaria, pero liberación al fin, tal como lo contó su protagonista Juan Carlos “Toti” Marenda a Carlos Aira:
Muchos afirman que fui el primer carrilero, y la verdad, llegué a ese puesto por una casualidad. En 1962 yo jugaba en la Quinta División de Defensores de Belgrano. Una tarde, la Selección (nacional argentina) entrenaba en Obreros Municipales, un club ubicado detrás de Defensores. Fui a ver la práctica, y de la nada, me llamó urgente Ángel Gómez, director técnico de todas las divisiones de Defensores. ¿Qué había pasado? Se ausentó el half derecho de la Selección y necesitaban un juvenil. Yo era delantero, cualquier cosa menos marcador. No tenía la idea del puesto y subí al ataque todo el tiempo. Defendía y atacaba. Jugué realmente muy bien y cuando terminó el partido, todo el mundo preguntaba quién era yo.En los años 60 el marcador […] llegaba hasta mitad de cancha. […] Luego de aquel partido con la Selección, llegué rápido a Primera. Me proyectaba mucho, pero a los entrenadores no le gustaba. El querido José Pechito Della Torre, un bronce del fútbol argentino, no quería que pasara a ataque. Pero el hombre que confió en mí fue Ángel Labruna. Él siempre me decía: “vos pibe, cuando pasas la mitad de cancha sos delantero”.
«Toti» Marenda
Ángel Labruna, el técnico que le dio libertad a Marenda, era para entonces, como lo será por siempre, un ídolo de River Plate, integrante como lo fue de la mítica delantera millonaria conocida como “La Máquina”. En su honor se fijó como Día del Hicha de River Plate la fecha de su onomástico: 28 de septiembre. Pero fue en Defe donde Labruna tuvo su primera experiencia como entrenador, llevado en 1965 por el entonces presidente de la institución, Edgardo Pío Rodríguez. Dos años después Labruna sacó campeón al Dragón y estuvo a punto de ascenderlo a la división estelar, pero factores ajenos a lo estrictamente deportivo, como la situación patrimonial y económica del club, lo impidieron.
Dicen que el general Belgrano dijo que “los hombres no entran en razón mientras no padecen”. Si es así, Defensores de Belgrano ha llegado con creces a la edad de la razón, pues su historia de 115 años está atravesada por un padecimiento soportado estoicamente: nunca haber llegado a Primera. Pero la esperanza no fenece: si en la temporada 2020-2021 el club inglés Brentford logró volver a la máxima categoría, la hoy Premier League, luego de 74 años ¿por qué no soñar con ver pronto al Dragón en la Superliga argentina?
Fuentes:
Tulio Halperin Donghi, El enigma Belgrano: Un héroe para nuestro tiempo, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2015.
Amadeo Javier Bava, Historia futbolística de Defensores de Belgrano (1906-2014), Buenos Aires, BMPress, 2015.
Martín Sánchez, Corazón pintado (pról. Diego Fucks), Buenos Aires, Alarco Ediciones, 2006
Juvenal (seudónimo de Julio César Pasquato), “René Houseman: Se parece a Corbatta y empezó como Loustau”, El Gráfico, 3 de abril de 1973.
Carlos Aira, “Juan Carlos Marenda, modelo de carrilero”, Abrí la cancha, 18 de julio de 2021.[14] Sánchez, Corazón pintado, op. cit., p. 45.
En 1832 Thomas Carlyle escribió sobre el placer que a los seres humanos nos provocan las biografías de otros: desde leerlas hasta escribirlas o simplemente hablar de ellas. Al escritor escocés le resultaba “inexplicablemente grato conocer a un congénere, ver en su interior, entender sus expresiones, descifrar el corazón absoluto de su misterio; más aun, no sólo ver en su interior, sino mirar desde su perspectiva”.
La biografía de Andrés Iniesta, La jugada de mi vida, publicada por editorial Malpaso, no hace sino darle la razón a Carlyle. Porque a través de este libro de memorias, que tardó cuatro años en escribirse, se puede mirar al futbol desde la perspectiva del futbolista más polivalente de la historia, el que supo, junto a una generación fulgurante de jugadores, hacer de España ya no sólo el país con la mejor Liga del mundo sino también con la mejor selección del mundo.
Iniesta rindiendo emotivo tributo al fallecido futbolista Dani Jarque al momento de festejar el gol de su autoría que valió el único campeonato mundial con que cuenta España
El libro da cuenta de cómo el futbol fue incapaz de negársele al niño Iniesta a pesar del inconveniente de que su pueblo natal, Fuentealbilla, no contaba con una cancha propiamente dicha. Bastó un pequeño patio, cuya superficie de cemento cuarteado estaba ocupada en buena parte por el tronco de un árbol, para que el hijo de un albañil albaceteño y de la mujer que atendía el bar del pueblo iniciara su idilio con el balón, el cual se narra en el libro bajo la batuta del propio Iniesta y se nutre con las voces de quienes han formado parte de su entorno más cercano, algunas vinculadas al futbol profesional y otras no.
Iniesta en sus inicios en el Albacete Balompié
“Me gusta recordar de dónde vengo”, escribe sin alarde de humildad, más bien en muestra de sinceridad, este fantástico jugador que el 27 de abril de 2018 dijo adiós al FC Barcelona después de 22 temporadas, 669 partidos disputados y 32 títulos ganados, para incorporarse en agosto de aquel año al club japonés Vissel Kobe, donde actualmente sigue disfrutando del futbol como lo disfrutó en el Camp Nou, como lo disfrutó en el Soccer City de Johannesburgo, como lo disfrutó en Fuentealbilla.
En La jugada de mi vida, el emblemático camiseta ‘8’ del Barcelona y de la selección española nos descubre de dónde viene y cómo logró convertirse en el mejor futbolista español que se haya conocido, verdadero patrimonio histórico de este deporte y sin cuya aportación es imposible entender lo mejor del futbol contemporáneo.
“Una vida nueva con un nombre falso en otro lugar, no le veo las ventajas”.
Con estas palabras, el escritor español Jorge Semprún (1923-2011) respondió a sus camaradas comunistas, presos junto con él en el campo de concentración de Buchenwald durante la segunda guerra mundial, cuando éstos le propusieron armar un plan para que intercambiara su nombre con el de algún otro interno del campo que, como dramáticamente ocurría casi a diario, falleciera por aquellos días, pues pensaban que si las autoridades nazis daban por muerto a Semprún cesaría el espionaje de sus conversaciones, la revisión de su correspondencia, la inspección de sus lecturas, en fin, el seguimiento de todas sus actividades por parte de la SS, la policía de Hitler.
Apremiado por las circunstancias Semprún terminó por aceptar la propuesta de sus amigos. El relato de ese episodio trágico es narrado por él mismo en Viviré con su nombre, morirá con el mío, novela cuyo título sintetiza los extremos a que puede orillar la irracionalidad: tener que suplantar a la muerte como la única forma de aferrarnos a la vida.
Pero lo que vengo a contar aquí es la historia de una suplantación que no es trágica en modo alguno. En ella nunca estuvo en peligro la sobrevivencia de un ser humano, pero de su desenlace afortunado dependía la continuación de una carrera promisoria dentro del futbol profesional.
La historia tuvo lugar a mediados de 1991. Pumas había salido campeón el 22 de junio, pero a partir de septiembre debía defender su título sin contar con cuatro jugadores que habían sido parte del cuadro base que obtuvo el campeonato y que tras la conquista de éste se fueron a jugar a otros equipos. Para paliar esas ausencias Pumas volteó la vista hacia Brasil, porque en México había circulado una noticia: la aparición en el país sudamericano de un joven futbolista muy prometedor, al que apodaban Tiba, pero que no es el mismo Tiba que ahora conocemos.
Por aquellos días en que elogiosamente se hablaba de un tal Tiba que jugaba en Brasil, acababa de aterrizar en suelo mexicano otro joven futbolista brasileño al que alguien consideró tan prometedor como el Tiba de la buena fama que súbitamente deambulaba en boca de los mexicanos, pero al que nadie de nuestro medio futbolístico había visto jamás.
José Santos Damasceno Filho —sin parentesco con Damasceno Monteiro, el personaje de ficción creado por Antonio Tabucchi a partir de la denominación de una calle lisboeta en la que vivió el escritor— es el nombre al que respondía el amazónico por entonces recién llegado a tierra mexicana. Con apenas 21 años, Damasceno hizo caso a la sugerencia que le hicieron de adoptar en México el alias Tiba. No le dijeron que con ese apodo se haría pasar por otro, pero lo convencieron de hacerse llamar Tiba con el argumento de que todo futbolista brasileño que se respeta tiene su apodo: Tita, Dida, Didí, Vavá, Pelé, etc.
En la búsqueda de una oportunidad, Damasceno fue llevado a probarse a un entrenamiento de los Pumas, al que asistió presentándose como Tiba. Su paisano Ricardo Tuca Ferretti —que en unas pocas semanas de aquel verano pasó de anotador del gol que valió el campeonato a DT del equipo universitario— decidió que Tiba se quedara en el plantel.
José Damsceno en Brasil, antes de su arribo a México
Desde el día de su debut con el conjunto universitario Tiba llamó la atención del público y los reporteros. El motivo no fue alguna jugada deslumbrante, sino que la camiseta blanca con el puma oro del tamaño del pecho le quedaba ostensiblemente grande. Era muy joven, sí, pero en sus primeras tardes con el equipo de la UNAM, en las que la voz del Estadio Olímpico Universitario, el Ingeniero Marco Antonio Torres H. lo anunciaba en el sonido como José Damasceno, se veía como un niño enfundado en el uniforme de un adulto.
José Damasceno «Tiba» y Antonio Torres Servín
La adultez futbolística de Tiba llegó la siguiente temporada, en la que por fin encontró su mejor acomodo en la alineación. La posición de defensa lateral izquierdo le sentó estupendamente. Daba mucha salida y tenía buena proyección hacia el frente. Pero su plena madurez llegó cuando salió de Pumas para jugar durante la temporada 1995-1996 junto a Emilio Butragueño, Richard Zambrano y otros en el recién ascendido Atlético Celaya, equipo con el que estuvo cerca de coronarse como campeón, pero el Necaxa dirigido por Manuel Lapuente lo impidió gracias al criterio de desempate del gol de visitante.
Tiba con los Toros del Atlético Celaya
Las magníficas actuaciones de Tiba con la escuadra guanajuatense motivaron que el Atlante lo contratara, previo pago de la cantidad de dinero más alta que por concepto de transferencia se erogó en el futbol mexicano en 1996.
Tiba con los Potros de Hierro
Recaló después en Santos Laguna y tuvo sus últimas apariciones en Primera División con Jaguares de Chiapas. Prolongó algunos años su carrera en el circuito de ascenso con Petroleros de Salamanca y se retiró a la edad de 40 con Reboceros de la Piedad, 19 años después de haber acertado en ver las ventajas de una vida nueva en México, con el nombre Tiba, que de falso ya no tiene nada porque le pertenece solo a él, responsable de esculpirle entre nosotros un historial de buen futbol.