Por: Farid Barquet Climent.
De vez en cuando al poeta español León Felipe le daba por escribir en prosa. Uno de esos días en que por un rato decidió abandonar al verso se preguntó: “¿Por qué habla tan alto el español?”.[1] Para el autor de España e Hispanidad ameritaba una explicación el “tono levantado”[2] que emplean sus paisanos al intervenir en casi cualquier conversación. Y a la prosa en la que responde a su propia pregunta la intituló precisamente así: “¿Por qué habla tan alto el español?”.
El poeta se contestó a sí mismo:
Tenemos los españoles la garganta destemplada y en carne viva. Hablamos a grito herido y estamos desentonados para siempre, para siempre porque tres veces, tres veces, tres veces tuvimos que desgañitarnos en la historia hasta desgarrarnos la laringe.[3]
Según León Felipe, la primera vez que los españoles tuvieron que desgañitarse hasta desgarrarse la laringe fue cuando descubrieron América:
Fue necesario que gritásemos sin ninguna medida: ¡Tierra! ¡Tierra! ¡Tierra! Había que gritar esta palabra para que sonase más que el mar y llegase hasta los oídos de los hombres que se habían quedado en la otra orilla. Acabábamos de descubrir un mundo nuevo, un mundo de otras dimensiones al que cinco siglos más tarde, en el gran naufragio de Europa, tenía que agarrarse la esperanza del hombre. ¡Había motivos para hablar alto! ¡Había motivos para gritar![4]
La segunda vez que tuvieron motivos para gritar, el que lo hizo fue El Quijote
cuando salió por el mundo, grotescamente vestido con una lanza rota y una visera de papel aquel estrafalario fantasma de la Mancha, lanzando al viento desaforadamente esta palabra de luz olvidada por los hombres: ¡Justicia! ¡Justicia! ¡Justicia!… ¡También había motivos para gritar! ¡También había motivos para hablar alto![5]
Mientras que la tercera vez, que incluyó al poeta “en el coro” y le dejó “la voz parda de la ronquera”,[6] fue el grito de 1936, el que se alzó “para prevenir a la majada, para soliviantar a los cabreros, para despertar al mundo”,[7] el grito que alertaba de la traición a la república española y el avecinamiento del totalitarismo: “¡Eh! ¡Que viene el lobo! ¡Que viene el lobo!… ¡Que viene el lobo!”, gritaba León Felipe.[8]
De haber sido nuestro contemporáneo, León Felipe habría gritado desaforadamente, con la voz parda de la ronquera, junto a millones de españoles, al menos dos veces más. Pero no pudo hacerlo. Falleció a los 84 años en 1968. Habría necesitado vivir otra vida adicional para desgañitarse, hasta desgarrarse la laringe, cuarenta años después de su muerte, cuando España por fin habló alto y fuerte a través del futbol, ese juego que le gustaba a León Felipe y al que se le acendró la afición gracias a una muy divertida y popular variante del futbol, que se inventó precisamente en España.
Poco antes de estallar la guerra civil, en los días en que gritaba “¡Que viene el lobo! ¡Que viene el lobo!”, León Felipe trabó amistad con el poeta anarquista Alejandro Campos Ramírez, editor de la revista literaria Paso a la Juventud, que se hacía llamar Alejandro Finisterre porque su padre era o había sido el telegrafista del “faro del fin del mundo”. Durante un bombardeo del bando fascista en noviembre de 1936, Finisterre quedó aprisionado bajo los escombros de un edificio. Sobrevivió, pero tuvieron que amputarle una pierna. Fue trasladado a Valencia y luego a la localidad barcelonesa de Montserrat, donde convaleciente empezó a idear la manera de poder seguir disfrutando de su otra pasión, además de la poesía: el futbol. De acuerdo con el relato de Miguel Fernández Ubiría:
Alejandro pensó que, si existía el tenis de mesa, bien podía existir el fútbol de mesa. Se puso manos a la obra. Tras conseguir unas barras de acero, Finisterre contactó con un carpintero vasco, Francisco Javier Altuna, que estaba allí refugiado. Este le torneó las figuras de madera y construyó la caja de la mesa. La pelota la hizo de corcho prensado. ¡Había nacido el futbolín! [9]
Por su amistad con el inventor, León Felipe se aficionó con fruición a esa ingeniosa continuación del futbol por otros medios. Ni su participación en la resistencia antifascista ni su avidez por la cultura pudieron contra el “futbolito” —como se le llama en México—, que llegó a robarse toda su atención. Para testimoniarlo, las memorias de la escritora mexicana Elena Garro, quien recuerda una estancia parisina en 1937 de los dos matrimonios amigos: el de la autora de Los recuerdos del porvenir con Octavio Paz y el del poeta español con la profesora mexicana Bertha Gamboa:
Cuando descubrimos el “futbolito” en un café cercano del hotel, ya no volvimos a ver París de día. Pasábamos la noche entera pegados a aquella mesa de fútbol. León Felipe era la República y yo era Franco y combatíamos con fiereza, como lo hacían en España. Paz también tomaba parte encarnizada en los combates, pero, al igual que León Felipe, se negaba a ser Franco. (…) Debíamos ir a la Sainte Chapelle, al Louvre, al Museo de Cluny, a la embajada soviética por las visas, a la embajada mexicana a saludar al embajador, pero el “futbolito” no nos daba tiempo de nada. Nos acostábamos de noche y nos despertábamos también de noche. (Una madrugada) yo no podía dormir y le supliqué (a Paz) que bajáramos a buscar a León Felipe para hacer la partida de futbolito. Encontramos a León Felipe sentado en una silla vieja, muy deprimido. Al vernos saltó: —¡Anda, vamos, vamos a echar la partida! —dijo animadísimo.[10]
De qué tamaño sería la gratitud de León Felipe con el creador del futbolito que terminó por nombrarlo su albacea. Fue Finisterre el que, en 1973, en la capital mexicana, “consiguió reunir a figuras literarias, tanto de España como de la diáspora republicana, para inaugurar el busto de bronce del poeta que se yergue entre los árboles del bosque de Chapultepec”.[11]
Si, como lo cuenta Garro, el futbolito fue capaz de sacarlo de la depresión de saber a España en guerra, qué no hubiera hecho el futbol de verdad en el ánimo del poeta cuando la selección española ganó la Eurocopa en 2008, el día que alcanzó la cima continental por segunda ocasión, pero por primera vez sin la condición favorecedora de jugar la final en casa, que en la mente de algunos empaña la conquista del torneo continental en 1964.
León Felipe habría gritado desaforadamente, hasta dejarse la garganta en carne viva, el 29 de junio de 2008, fecha en que, de acuerdo con el escritor español Javier García Sánchez, el equipo nacional de futbol culminó en victoria, de manera “rotunda y apoteósica”,[12] la construcción que llevó a cabo paso a paso, partido tras partido de los seis que la roja disputó ese verano en estadios de Innsbruck, Salzburgo y Viena, de “una suerte de territorio espiritual, de país simbólico”[13] en el que encontrarse todos los españoles.
El equipo que dirigía Luis Aragonés arribó a Austria cargando sobre sus hombros un amargo historial de ilusiones truncadas, acumulado en sucesivas ediciones de la justa. Después de ganar la Eurocopa en casa en 1964, pasaron 20 años para que España estuviera cerca de repetir. En 1968, llamada a defender y retener el cetro, cayó en cuartos de final en pleno Bernabéu, merced a los goles de Martin Peters y Norman Hunter, ante el entonces campeón mundial, Inglaterra. En la siguiente oportunidad, a pesar de contar con un entrenador que conocía bien el futbol del otro lado de la Cortina de Hierro como Ladislao Kubala, emblemático exjugador del FC Barcelona, España no pudo superar a la Unión Soviética ni de visita en el entonces estadio Lenin —hoy Luzhniki— de Moscú ni en el Sánchez Pizjuán de Sevilla, quedando fuera otra vez. Para 1976, nuevamente un campeón mundial vigente, Alemania, le frustraría a España el sueño europeo antes de semifinales, mientras que en 1980, primera edición en que la fase final del torneo se disputó en una sola sede, Italia, los españoles solamente consiguieron un empate ante el país anfitrión y perdieron sus dos partidos restantes. Fue hasta 1984 que España logró instalarse otra vez en la final, pero una desafortunada acometida del portero guipuzcoano Luis Miguel Arconada —sin cuyas salvadas a boca de gol, ante Alemania y Dinamarca, España no hubiera accedido a esa instancia— a un disparo aparentemente inocente de Michel Platini le dio el título a Francia. Tendrían que pasar otros 24 años más de expectativas fallidas de llegar al partido definitorio, hasta la cita vienesa de 2008.
Tal como recuerda García Sánchez, “justo el día” del partido por la supremacía continental “se cerraba el semestre más desastroso de toda la historia de la Bolsa de Valores española y los síntomas de una incipiente y global crisis económica aparecían por doquier. El futuro aparentaba gris y lleno de dificultades”.[14] Pero al menos por ese día, las preocupaciones iban a encontrar un remanso, la alegría se abriría paso en medio del desasosiego. A los 33 minutos de juego Xavi Hernández envía un servicio en profundidad que espera la llegada de Fernando Torres, el artillero madrileño, quien empezó a esprintar, como lo relata García Sánchez, “considerablemente más retrasado y en una desventaja ergonómica respecto a (Philipp) Lahm, un vencejo fibroso y musculado”.[15] El escritor no descarta que Lahm haya desacelerado, aunque no parece, pues se le ve “correr como un guepardo, que es lo que sabe hacer, pero no imagina lo que viene por detrás”. Cedo por entero el relato al autor de La casa de mi padre:
Y sucedió milagro. Otro parpadeo. Las zancadas de Torres eran largas, precisas, de una belleza incomparable. Pronto pudo verse que el 9 español le ganaba centímetro a centímetro la posición e incluso, cuando Torres ya tenía encima (es decir, por delante) a Lahm, se vio cómo el Niño iba más deprisa, pero mucho más deprisa. (…) Ocurrió todo tan rápido que cuesta apreciar en su poliédrica plenitud la genealogía de ese instante. (…) [A]caeció lo paranormal produciéndose algo que nuestra retina no alcanzaba a comprender pese a que lo veía. (…) Su carrera (la de Torres) no recordaba la de un futbolista. Más bien recordaba los movimientos de un atleta de triple salto cuando ya ha lanzado el primero de los tres zapatazos que debe dar para cubrir la mayor distancia posible. (…) Increíblemente Torres le ganó por un cuerpo la posición a Lahm, quien debió de quedarse anonadado al veresa sombra alta y roja aparecer por su derecha. ¿Por dónde habrá aparecido realmente, por dónde? Lahm no tenía ni idea de ese factor que era la sexta velocidad, porque sólo contando con ella podría haber alcanzarse ese balón. La primera fase del prodigio estaba consumada, pero faltaba consumar, y no era fácil, pues el portero Lehmann ya llegaba en tromba a la pelota. (…) De nuevo Torres disponía de otra fracción de segundo para decidir. Craso error: Torres ya había decidido qué hacer, pues en eso consiste la magia, en anticiparse a tus sobresaltos y sorprender tus predicciones convirtiendo en factible aquello que en teoría no puede ser.[16]
Lo que en teoría no podía ser, a saber, que en medio de su peor crisis España conquistara la cima del futbol de Europa después de 44 años, sí ocurrió. “¡Había motivos para gritar!”, habría escrito León Felipe.
Dos años después otra vez hubo motivos para gritar. Fue una noche de verano sudafricano. Al igual que le había ocurrido en eurocopas, en mundiales España era hasta esa noche un almanaque de historias sin final feliz. El fracaso en su propio mundial en el 82,[17] los trágicos penaltis contra Bélgica en México 86, el codazo artero de Dino Baggio a Luis Enrique en Estados Unidos 94, el robo del árbitro gandul Al Ghandour en Corea-Japón 2002. Pero esa noche por fin estaba en la antesala del triunfo absoluto. Faltaban sólo cuatro minutos para que terminara la prórroga de la final de la Copa del Mundo. Pegado a la banda derecha el andaluz Jesús Navas conduce a toda velocidad desde la altura del área española. Tres adversarios holandeses no le pueden dar alcance y cuando se topa con un cuarto, después de cruzar la línea de medio campo, se le nubla el horizonte, ya no puede conducir rumbo a la portería y tiene que redireccionar hacia el centro. En ese tránsito Navas pierde el control del Jabulani —el esférico sin costuras, polémico por saltarín, que Adidas aventó a las canchas del país de Mandela durante el mes mundialista— pero sin que se lo arrebaten sus perseguidores naranjas. El Jabulani cae entonces en las inmediaciones del círculo central, donde lo recoge el manchego Andrés Iniesta, quien recompone el avance español mandándolo mediante un taconazo hacia la izquierda. Ya sin Jabulani Iniesta emprende carrera rumbo al área por el costado derecho, para cerrar a segundo poste, pues intuye que por ahí habrá de finalizar la jugada que para entonces ya se encuentra en trámite distractor a los pies del “Niño” Fernando Torres. Un mal rechace del neerlandés Rafael van der Vaart dejó botando el Jabulani en el perímetro del semicírculo; sus compañeros Joris Mathijsen, Mark Van Bommel o Edson Braafheid no pudieron despejarlo lejos porque el catalán Cesc Fàbregas llegó antes y, sin dar tiempo al reacomodo defensivo, sin levantar la cabeza, espejeando apenas sobre su hombro izquierdo, sabía que encontraría a Iniesta, que con un ojo cuidó no caer en offside y con otro encontró el claro hacia donde Fábregas le filtró el Jabulani en diagonal, dejándolo ante la última aduana, la del portero. En ese instante, dice Iniesta,
se para todo. Solo estamos yo y el balón. Es difícil escuchar el silencio, pero yo en ese momento escuché el silencio”,
un silencio que sólo rompió el grito desgañitado, desentonado, con la garganta destemplada, en carne viva, que desgarró las laringes de Iniesta y de 46 y medio millones de españoles aquel 11 de julio de 2010, día en que España ganó por primera y hasta ahora única vez el Mundial.
Una vez más “¡había motivos para gritar!”, habría escrito León Felipe.
[1] León Felipe, Poesías completas (ed. José de Paulino), Madrid, Visor Libros, 2010, p. 411.
[9] Miguel Fernández Ubiría, Fútbol y anarquismo (pról. Carlos Taibo, epíl. Ángel Cappa), Madrid, Catarata, 2020, cap. 18. Este autor basa su relato en la necrológica que, bajo la firma de Michael Eaude, publicó el diario británico The Guardian a la muerte de Finisterre en 2007.
[10] Elena Garro, Memorias de España 1937, México, Siglo XXI Editores, 1992, pp. 123-124.
[11] Fernández Ubiría, Fútbol y anarquismo, op. cit., cap. 18.
[12] García Sánchez, Javier, Júrame que no fue un sueño. De la Eurocopa de Austria al Mundial de Sudáfrica, Madrid, La esfera de los Libros, 2009, p. 14.
[14] Ibidem, p. 12.
[15] Ibidem, pp. 121-122.
[16] Ibidem, pp. 122-125
[17] La víspera del Mundial había un gran optimismo en España acerca del desempeño que podría tener su selección en el mundial del que sería sede. Los editoriales de dos ediciones especiales de la revista Don Balón dan cuenta del ambiente imperante. En uno se interpreta como “síntoma alentador la serie de partidos de preparación celebrados a finales de 1981, calificados como “victorias importantes y esperanzadoras”, mientras que en el otro editorial, publicado después de que se levó a cabo el sorteo que definió la conformación de los grupos, se lee: “Bueno será admitir que un Mundial es, ante todo, una competencia deportiva y que será en la liza del juego donde se ventilarán sus momentos culminantes. El propio Raimundo Saporta, en su calidad de presidente del Comité Organizador, ha puesto el acento en el fundamental papel que va a desempeñar la selección española para que el acontecimiento alcance su plena resonancia. Existe un mundial con nuestra selección viento en popa y otro… sin nuestra selección. (…) En estos momentos podemos emitir un sentimiento optimista no sólo por el progresivo interés que se palpa entre nuestros aficionados sino también por el resultado que nos deparó el sorteo de Madrid. No es que el grupo de España vaya a ser un ‘bombón’, pero desde luego no es de los peores y, en cualquier caso, se adivina asequible a las posibilidades de nuestra selección”. El vaticinio de Don Balón no se cumplió. España avanzó a la siguiente fase pero con mucha dificultad: apenas pudo empatar con Honduras gracias a un penalti, cayó ante Irlanda y fue la remontada ante Yugoslavia, en un partido que iba perdiendo, lo que le dio el pase, pero sólo para perder ante Alemania y empatar con Inglaterra, resultados que dejaron fuera de su mundial al representativo español. Véanse “En la recta final”, Don Balón M’82 No. 7, 1981-1982, p. 9, y “Ante todo la selección”, Don Balón M’82 No. 8, 1982, p. 9.