Fue y regresó

Por: Farid Barquet Climent.

1986 fue el sexto de los 8 años que duró la guerra Irán-Irak, en la que murieron más de 200 000 personas en cada uno de los dos países. Entre tanta desolación, el futbol apareció como una flor, literalmente, en medio del desierto: ese año la selección iraquí tuvo su única participación mundialista hasta ahora.

Compuesto por jóvenes de la misma generación que el medio millón de combatientes que Saddam Hussein envió al frente recién el año anterior, el representativo de Irak cumplió en el mundial mexicano una actuación que se puede calificar como decorosa en función tanto de su nulo historial futbolístico fuera del continente asiático como del terrible momento que atravesaba esa nación. Si bien perdió sus tres encuentros, lo hizo por la mínima diferencia y sólo en un cotejo recibió más de un gol.

Mientras la política interna de Estados Unidos se sacudía por el descubrimiento de que el presidente Ronald Reagan financiaba la contrainsurgencia en Nicaragua con fondos provenientes de la venta de armas a Irán para su uso contra la población iraquí, los futbolistas mesopotámicos hacían su debut mundialista contra el combinado de Paraguay en el estadio de la capital mexiquense, que para el certamen fue rebautizado como Toluca’86. El solitario gol de Julio César Romero “Romerito” inclinó la balanza a favor de los guaranís. Por igual marcador, el equipo proveniente de las riveras del Tigris y del Éufrates cayó en su tercer partido ante la selección anfitriona, que en ese mundial tuvo la mejor participación de su historia en Mundiales. Si bien el marcador pudo haber sido más abultado —en el primer tiempo un zapatazo de Luis Flores se estrelló en el travesaño y otro remate suyo, una cuasi media tijera, fue finalmente atajado por el portero Insayaf Abdulfattah— fue el tanto anotado por Fernando Quirarte al minuto 54 el que le dio el triunfo a México.

Entre su partido de estreno y el de su despedida, Irak jugó otro, en Toluca, en el que consiguió anotar su único gol en Copas del Mundo. Su autor fue un joven bagdadí, de entonces 22 años, Ahmed Radhi, quien logró batir al arquero que, de haber existido en aquella edición mundialista el premio Guante de Oro, habría sido su seguro ganador: el belga Jean-Marie Pfaff.

A punto de cumplirse una hora de partido, cuando ya pesaba sobre su equipo una desventaja de dos goles, Radhi fue visto sin marca por su compañero Hashim Natik, quien le filtró el balón hacia la entrada del área. Antes de que llegara al cruce el central Francois Van der Elst, el camiseta ‘8’ iraquí cruzó un derechazo inatajable para el rubio arquero.

Es el gol más recordado de los 62 que Radhi marcó —su mejor “cliente” fue el Líbano: le hizo 5— en los 121 partidos en que defendió la camiseta de su país, tradicionalmente verde, pero que a sabiendas de que ese color es el mismo de la indumentaria del seleccionado de la nación sede de aquella justa, quizá para no incomodar al dueño de la casa fue sustituida de cara a sus compromisos en tierras mexicanas por vestimenta celeste ante México y Bélgica, y amarilla ante Paraguay.

Cuando vino al Mundial Radhi era jugador del club Al-Rashid, fundado tres años antes por Unay Hussein, el sicótico y brutal hijo primogénito de Saddam, designado por su padre como ministro de deportes y presidente del Comité Olímpico iraquí, muerto en 2003 en un ataque durante la más reciente invasión estadounidense, de quien se afirma que mandaba torturar e incluso llegó a matar a los futbolistas si perdían sus partidos, según investigaciones de Simon Freeman publicadas en su libro Baghdad FC: Una historia oculta de deporte y tiranía. Además del Al-Rashid, que desapareció tras el derrocamiento de Hussein, Radhi jugó para otro club de su país, Al-Zawraa, que aún compite en la liga profesional, y militó también en un equipo qatarí: Al-Wakrah.

Radhi participó con su selección en los Juegos Olímpicos de Seúl 1988. Su destacada actuación le valió ser condecorado como Futbolista Asiático del Año. Es el único iraquí que ha ganado esa distinción. La Federación de Futbol de Asia lo catalogó en el noveno lugar de la lista de los mejores futbolistas del siglo XX nacidos en ese continente.

El iraquí Khalid Kaki escribió el poema Fue y regresó:

Fue al huerto

y regresó con una flor…

A las tiendas

y regresó con pan

y una lata de sardinas…

A la guerra

y regresó con una espesa barba

y cartas de los muertos

Radhi no fue a la guerra Irán-Irak ni a la primera guerra del Golfo Pérsico, la de George Bush padre, ni tampoco a la segunda, la de Bush hijo. Pero Radhi sí fue a un Mundial. Y regresó con un gol.

A donde también fue, pero de donde ya no regresó, es de la enfermedad que asola a la humanidad en estos días. En la cama de un hospital de Bagdad, Ahmed Radhi murió hoy 21 de junio de 2020.

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El Ganso Padilla

Por: Farid Barquet Climent.

La noche de ayer, 14 de junio de 2020, el Dr. Hugo López-Gatell, subsecretario de Salud y vocero gubernamental, informó que en las últimas 24 horas la pandemia de coronavirus acabó con la vida de 269 personas en México. Pero lo que no dijo porque no tenía por qué decirlo, es que una de esas personas fue una auténtica leyenda de los Pumas de la UNAM, dos veces mundialista por México, que se mantuvo vinculado de por vida al futbol como directivo: Aarón Padilla.

Apodado “Ganso” por su prominente nariz, en 1962 estudiaba Contabilidad en la UNAM. En enero el equipo de futbol de la Universidad había conseguido su ascenso a Primera División, y para septiembre debutaba al alumno Padilla, de 20 años, que se estrenó contra Toluca anotando el gol de la victoria.

Si una característica tienen los gansos es ser aves migratorias, pero Padilla parece ser una excepción. Pasó 10 temporadas en Pumas, salió 2 a jugar con Atlante y Veracruz y volvió a Pumas para retirarse en 1975.

Con la camiseta entonces a rayas verticales azul y oro el “Ganso” trabó una complicidad que felizmente devino en pequeña sociedad con otro narigón: el “Cyrano del Área” Enrique Borja. Desborde de Padilla por la izquierda más remate certero de Borja fue la ecuación que permitió contabilizar muchos goles universitarios, lo que motivó la convocatoria de ambos para integrar las selecciones nacionales que participaron en las Copas del Mundo Inglaterra 66 y México 70.

En esta última justa, Padilla no alineó en el partido inaugural contra el representativo de la Unión Soviética, lo que juicio de la prensa de entonces fue la explicación de la falta de profundidad del ataque mexicano y del consecuente ayuno de gol: el encuentro contra los rojos de pecho estampado con las siglas CCCP terminó 0-0. Para el segundo encuentro Padilla saltó a la cancha desde el inicio y de inmediato se hizo notar: en su parcela nació la jugada que desembocó en el primero de los 4 goles que México le anotó a El Salvador.

Por el apocamiento y la cortedad de miras de los directivos mexicanos, que nunca confiaron en que la selección nacional podría calificar —como lo hizo— en el primer lugar de su grupo, el partido de cuartos de final contra Italia se disputó en Toluca y no en el estadio Azteca. Si bien Toluca también es México, su pequeño estadio no pesa en términos de localía como podrían haberlo hecho los más de 110 000 asientos que entonces tenía el Coloso de Santa Úrsula. Sobre la cancha del hoy Nemesio Diez, José Luis “La Calaca” González batió a Enrico Albertosi para poner adelante a México apenas rebasado el minuto 12, pero 12 después un mal desvío incrustó en la portería mexicana el empate italiano. La jugada había sido precedida de una ayuda con la mano del atacante Luigi Riva, que no fue sancionada por el árbitro. Padilla junto con Javier Valdivia fueron los únicos en reclamar. El ‘11’ lo hizo vehementemente, con toda razón. Pero siempre he pensado que su airada inconformidad en mucho obedeció a que el veloz extremo intuía lo que ese tanto suponía para un equipo en el que el derrotismo de sus directivos había trasminado a los jugadores: el inicio del fin. Gianni Rivera que había ingresado de cambio y Riva 2 veces más, firmarían en los focos amarillos del entonces innovador marcador electrónico la debacle de aquel 14 de junio de 1970, día en que México tuvo que decir adiós a su Mundial, vencido por un potente equipo, dirigido por Ferruccio Valcareggi, que en su siguiente partido habría de imponerse, en el llamado “Partido del Siglo”, a la Alemania de Beckenbauer y Müller, y que sólo sería superada, en el Azteca, por el Brasil de Pelé en la final.

Exactamente 50 años después de aquella despedida mundialista, el 14 de junio de 2020, Aarón Padilla dijo adiós.

Un grito prestado

Por: Israel M. López.

Un monosílabo basta para desencadenar una avalancha de sentimientos, un grito desaforado que envuelve a quienes están a centímetros o a kilómetros de aquel esférico de gajos que se incrusta en una red.

Toda mi vida futbolera ha estado llena de gritos prestados y uno ahogado. El ahogado se quedó en un remate de Emilio ‘Buitre’ Butragueño. La tarde del 4 de mayo de 1996 fue la primera vez que entré al Estadio Azteca. “Me quedé duro, me aplastó ver al gigante”, canta Andrés Calamaro y describe perfectamente mi sensación de entrar por primera vez en esa mole de concreto a los 5 años.

Estadio lleno con un partido empezado. Mi padrino busca boletos para él, para su free del día, para mi hermano y para mí, y así entrar a una final trabada  y que terminaría siendo injusta (en la ida en Celaya habían quedado 1-1, por lo que el gol de visitante acabó por darle al Necaxa el trofeo de campeón con el 0-0 en la vuelta). Entramos en el último nivel del estadio, en donde dos ‘rayos’ con caguama en mano celebraban el ansiado segundo campeonato. Mi hermano mayor me agarraba de los hombros para que no me escapara, mientras mi cara se pegaba a la reja que la delimitaba de las rayas rojiblancas de los ebrios necaxistas.

Hasta el minuto 40 pude ver por lo menos una jugada, la jugada que quedó ahogada en mi garganta. No pude gritar mi primer gol en un estadio. La figura rubia del ‘7’ de los toros del Atlético Celaya se levantó en el área chica, pero su cabezazo rozó el poste que defendía Nicolás Navarro. Necaxa fue campeón. Por las rampas del estadio salí con el grito de “Celaya, Celaya” en mi párvulo paladar, para tratar de aliviar el sentimiento de mis paisanos guanajuatenses.

17 años y 22 días después, otra vez estaba ahí. Reafirmé lo que dice Calamaro: “de grande pasó lo mismo”. Días antes, mi novia me dio la noticia de que su papá nos invitaba a la final de vuelta entre América y Cruz Azul. Si bien no tengo afinidad por las águilas, tengo muy fresca la tarde del 7 de diciembre de 1997.

Antes de salir al estadio, el padre de mi novia profetizó su sentencia:

—Este partido va a hacer historia —me dijo, mientras jugueteaba con su gafete de la Federación.

Tuvo razón de vidente. El partido ha sido de los más vistos y más gritados en la historia de nuestro balompié. Final de vuelta con una expulsión antes de los 20 minutos, para después un gol cementero que ponía un global de 0-2 a su favor.

Caía una lluvia extraña en una cálida noche de mayo. Cruz Azul a punto de ser campeón antes de jugadas que pudieron matar a las águilas, dos descolgadas que quedaron muertas, una en la mano de Moisés Muñoz (que vi desde una esquina del estadio, mientras esperaba a mi novia a que saliera del baño) y otra por el poste, en una de las jugadas más dramáticas de las finales de la Liga MX, con dos rebotes que le quitaban la gloria al Azul.

En el  minuto 80 vi al padre de mi novia; caminaba por el borde de la cancha con la cabeza gacha y la lluvia le hacía su camino más pesado. “¿Qué sentirá un americanista grabar ‘Cruz Azul’ en el trofeo de campeón?”, pensaba mientras lo veía entrar a la caseta de los árbitros.

Escuché todo el partido en el radio de mi destartalado celular. Al minuto 85 lo apagué. Ya se había acabado. Ya no tenía remedio. La maldición de Comizzo quedaría en el Estadio Azteca 15 años y 5 meses después de iniciar con el gol de Carlos Hermosillo que le daba la octava estrella al Cruz Azul en el Nou Camp de León, mientras mis lágrimas se reflejaban en la vieja Hitachi.

Cruz Azul al minuto 87 era campeón. Un minuto después, un cabezazo de Aquivaldo Mosquera dio un leve estallido a la grada del Azteca. 1-2 global.

—Así no se van limpios— grité, ante la mirada de una cruzazulina que se quebrara los dedos.

Pero la sentencia de José Juan Marmolejo, que lo convirtió en leyenda del futbol mexicano, se cumplía cuatro minutos después, en la última jugada.

Las leyendas y los escritos siempre recordarán al orfebre como la persona que ya había puesto una ‘C’ en la panza del trofeo, mientras Moisés Muñoz se lanzaba de palomita y metía el gol de Butragueño no pudo hacer. Un grito prestado que liberaba el ahogo en la misma área. Un grito de gol que me hizo abrazarme con otros americanistas, mientras gritaba “Comizzo, Comizzo”. Todo el país no podía creerlo. La grada visitante sin vida en la cápsula de silencio. Personas corriendo por las calles. Un padre de familia que grita gol antes de que se fuera la luz en su casa. Una familia cruzazulina que festeja antes de tiempo. Y José Juan desde la cancha con el trofeo listo para tatuar. Un instante en donde la gloria no se llamó Cruz Azul.

Lo demás es conocido. América le propinó una cruzazuleada épica al sustantivo de ese verbo, al llevarse un trofeo tatuado con una ‘C’ convertida en ‘A’, un error que se volvió leyenda y proeza desde la banca, porque aun pienso que el grabador siempre quiso poner una ‘A’, como estaba destinado en la sentencia de sus palabras.

 

Foto: mediotiempo.com

Juega y deja jugar

Por: Farid Barquet Climent.

La víspera del Mundial de Corea-Japón 2002, el escritor argentino Rodrigo Fresán escribió en la revista Letras Libres que “los argentinos hablan de futbol para hablar de varias cosas al mismo tiempo: de lo que les pasa, de lo que no les pasó, de lo que puede llegar a pasarles y, finalmente, de futbol”.[1] El libro de entrevistas del periodista argentino Alejandro Duchini, La palabra hecha pelota, publicado por editorial Galerna, reúne a un elenco variopinto de sus paisanos, a los que Duchini puso a hablar de muchas cosas, como dice Fresán, propulsados todos por ese combustible recurrente, el futbol, que amén de poner en marcha cada plática se encarga también de mantener el compás y sirve como hilo conductor de todas las conversaciones contenidas en la obra, que cuenta además con un excelente prólogo a cargo de Ezequiel Fernández Moores.

Colaborador de Página 12, el periódico de la izquierda argentina, Duchini eligió a sus 14 entrevistados como el más avezado para armar su reta: supo encontrar al mejor para cada puesto. Con el propósito de exponer las miradas al futbol de personalidades que no son ni han sido profesionales del balón, convocó a un músico, un historiador, una exmodelo, un filósofo, dos sociólogos, una promotora del futbol femenil, un dibujante, un árbitro y un editor, más los que no podían faltar si el que convida es Duchini: tres escritores y periodistas como él. El resultado es un conversatorio plural y vigoroso, tan rico como el de las buenas sobremesas de futbol.

Duchini juega, pero sobre todo deja jugar: no rigidiza los diálogos imponiéndoles a la fuerza un derrotero previamente visualizado ni interrumpe a cada rato para direccionar a capricho los intercambios. Mucho menos se erige en inquisidor impertinente y agresivo, de esos que no quitan el dedo del renglón y hacen de la charla un interrogatorio. Como entrevistador, Duchini juega como un excelente cinco: oxigena el partido cuando es necesario y pone el balón en la zona adecuada en el momento oportuno.

En estos días de confinamiento, La palabra hecha pelota puede funcionar como una agenda de citas: un día podemos tomar un café con el editor Hernán Casciari para que hable del futbol como puente para acercar culturas; otro invitar al filósofo Tomás Abraham a que nos cuente acerca del papel del entusiasmo y de eso que llaman identidades futbolísticas; se puede quedar a la hora que queramos con la conductora televisiva Teté Coustarot, para escuchar sus andanzas por las canchas; o bien conocer de su propia voz por qué Eduardo Sacheri y Juan Sasturain terminaron por escribir de futbol; podemos invitarle una taza de té a John Carlin para que nos adentre en la poliédrica visión del futbol de alguien como él, inglés que vivió en Argentina y que escribe para medios españoles; u optar por repasar los dificultosos avatares del futbol femenino con Mónica Santino, así como enterarnos en palabras del cantante Carlos “La Mona” Jiménez de por qué, por un partido de futbol, pudo no haber llegado jamás a los escenarios; también nos permite llamar al silbante Horacio Elizondo, que pitó inauguración y final mundialistas, o al caricaturista Miguel Rep; y si queremos acompañar la charla con conceptos provenientes de las ciencias sociales, la historia y el periodismo, ahí están nada menos que Pablo Alabarces, Osvaldo Bayer, Julio Frydenberg y Ariel Scher para concertar un encuentro.

Duchini logró un libro de entrevistas que tienen lo que deben tener los buenos libros de entrevistas. El mejor entrevistador en la historia del periodismo mexicano, Julio Scherer García, publicó en 1965 su primer libro del género, Siqueiros. La piel y la entraña, una entrevista dentro de la cárcel de Lecumberri con el célebre muralista, fallecido ese año. De acuerdo con el fundador del semanario Proceso, aquel libro suyo “está formado por recuerdos, emociones, tragedias, fantasías, todo revuelto”.[2] Y eso es justo lo que encontramos en La palabra hecha pelota.

Alejandro Duchini, La palabra hecha pelota, Buenos Aires, Galerna, 2015, 351 pp.

 

[1] Fresán, Rodrigo, “Las tinieblas del corazón. Futbol argentino y mal de Maradona”, Letras Libres No. 41, mayo 2002, p. 29.
[2] Julio Scherer García, Siqueiros. La piel y la entraña, México, Fondo de Cultura Económica, 2003, p. 12.

Mayo me gustó pa’ que te vayas

Por: Farid Barquet Climent.

Compraventa que en realidad es despojo, el traspaso de la franquicia de Morelia a Mazatlán es un golpe bajo a la afición michoacana, y hunde en todavía mayor descrédito a la Liga MX, de por sí devaluada en credibilidad, en la que los dueños de los equipos ven a los aficionados como huestes desechables, de úsese y tírese.

Por más que presuma actuar “con enfoque en la creación de valor y en el mejoramiento de la sociedad” —como engoladamente se lee en la página web del Morelia— el corporativo propietario de la franquicia sólo tiene interés en el valor económico, que tratándose de clubes de futbol se nutre de un tipo de capital, que el sociólogo francés Pierre Bourdieu conceptualizó bajo el rótulo “capital simbólico”,[1] generado y alimentado por su identificación con las comunidades en las que se asientan, que en el caso del Morelia es de tal alcance que desborda a la ciudad que le da nombre, llega a todos los confines del Estado de Michoacán y comprende también a los 4 millones de migrantes de esa entidad que viven en Estados Unidos.

Se puede vender la licencia para jugar en Primera División, pero lo que no se puede enajenar, porque nadie se lo puede apropiar, es lo que el antropólogo Carlos Prigollini, siguiendo a Bourdieu, denomina “patrimonio simbólico exclusivo”[2] de la comunidad de aficionados. Ese patrimonio es el que llevó al filósofo y poeta Ramón Xirau a escribir que “la camiseta en fútbol no es poco”.[3] El autor de Palabra y silencio y Tiempo vivido sabía muy bien que la camiseta funge como una bandera. Y vaya que la de la franja roja atravesada en diagonal sobre fondo canario es la representación iconográfica de una historia labrada con el fragor de 70 años. Fundado en 1950, el Morelia consiguió instalarse en Primera División 7 temporadas después, permaneció ahí durante 11 pero en 1968 regresó al circuito de ascenso, hasta que un zurdazo de Horacio Rocha desde los 11 pasos mientras transcurría el minuto 28 de la final disputada contra el Tapatío —filial de las Chivas— el 26 de julio de 1981 en la entonces casa de los ates, el estadio Venustiano Carranza, le dio otra vez el ascenso a la máxima categoría, en la que, no sin serios sobresaltos como el vivido a mediados de los 90 y más recientemente en 2017, se ha mantenido ininterrumpidamente a lo largo de 4 décadas, sin vitrinas atestadas pero con una propuesta futbolística generalmente atrevida, de apuesta ofensiva, constitutiva de todo un capital simbólico forjado por todos los planteles que han portado su camiseta desde entonces, incluido desde luego el que ganó la Liga en el torneo Invierno 2000, pero al que contribuyeron de manera muy destacada los de los años 80 y 90, que hicieron época en tiempos en que competir en Primera División no suponía las comodidades de hoy.

Aquel Atlético Morelia, que cuando lo recordamos nos remite a la imagen de Marco Antonio Figueroa con la cara cubierta por el torso de su camiseta en cada festejo de gol —la que le valió al chileno el apodo de “Fantasma”—, no contaba siquiera con servicio de lavandería, pues todos sus integrantes, desde los importados Juan Carlos Vera y Ángel Bustos hasta los jóvenes debutantes, tenían que lavar en sus casas la ropa de entrenamiento. Por causa de la precariedad aquel plantel en el que figuraron, entre otros, el portero mundialista Olaf Heredia, el duro central orizabeño Pedro Osorio, un mediocampista de fino trato al balón como Mario Díaz y un defensor de mucho oficio como Ricardo Campos, viajaba en camiones a todas las ciudades a las que iba a disputar partidos. Era un club gestionado de manera muy modesta pero muy digna. Su operación descansaba sobre los hombros de solo tres empleados: Glafira Rodríguez y su hermana Griselda más el apoyo de Gabriel.

La vía para preservar el capital simbólico del Morelia la formula con acierto nada menos que Juan Carlos Vera. Así como repartía juego, hoy pone la solución para que el Morelia sobreviva. En declaraciones al suplemento deportivo Cancha del diario Reforma, Vera propuso lo que en otro texto he sostenido para los equipos abandonados a su suerte: la conveniencia de formar una asociación civil que les dé continuidad. Vera vislumbra la refundación del Morelia bajo esa modalidad societaria para que sea, en palabras del andino, “un equipo a donde existan los socios, donde todos tengan derecho a opinar del equipo y elegir un presidente. Es lo mejor que podría pasarle que socios compren acciones, es lo más tranquilo y seguro para que nunca más pase eso (la venta de la franquicia a una ciudad foránea) en el futbol de Michoacán”.[4]

Amarga Navidad, la canción más popular de la intérprete michoacana Amalia Mendoza “La Tariácuri”, dice en su primera estrofa: “Si va a llegar el día en que me abandones, prefiero, corazón, que sea esta noche”. El día en que Grupo Salinas abandonó al Morelia ya llegó, y no en navidad, sino en las postrimerías de este mayo de pandemia. Pero ese solo golpe no será suficiente, como en la canción de la artista de Huetamo, para acabar con el Morelia. Porque el Morelia ya existía desde mucho antes y sabrá trascender su marcha.

El escritor estadounidense J. R. Moehringer —el que escribió la colosal autobiografía del tenista Andre Agassi— en uno de los prólogos a su novela autobiográfica El bar de las grandes esperanzas escribe: “todo el mundo tiene un lugar sagrado, un refugio, un lugar en el que su corazón es más puro, su mente es más clara”.[5] Para 4 y medio millones de michoacanos en Michoacán y para otros 4 millones que radican en Estados Unidos, hay un lugar simbólico en el que su corazón es más puro y su mente es más clara: el Morelia. Y por eso un solo golpe no bastará para que lo pierdan.

 

[1] Pierre Bourdieu, Curso de sociología general I. Conceptos fundamentales (Cursos del Collège de France 1981-1983) (trad. Ezequiel Martínez Kolodens), Madrid, Siglo XXI Editores Argentina, 2019, pp. 116-151.
[2] Carlos Prigollini, Racing: Pasión y lealtad, México, Colectivo Fútbol y Sociedad, 2020, p. 32.
[3] Ramón Xirau, “El futbol”, en Arte fotográfico futbolístico mexicano, México, Museo Rufino Tamayo, febrero-marzo 1985, p. 13.
[4] Omar Fares, “Vera propone formar Morelia AC”, Cancha, 28 de mayo de 2020.
[5] J. R. Moehringer, El bar de las grandes esperanzas, Barcelona, Duomo, 3ª ed., 2015.

 

Foto:

Archivo Gráfico Juvagoool. 

FutboLeo.net agradece a Juan Valdés la cortesía de la fotografía.

 

Farsa

Por: Farid Barquet Climent.

 

Nadie asalta la tribuna. No hay banderas,
sólo una farsa para la televisión y la fotografía.

 

Estos versos los escribió el poeta Jaime Labastida[1] en 1974 en ocasión del funeral del muralista David Alfaro Siqueiros, pero leídos hoy resultan ser la más certera y fiel descripción de lo acontecido en el estadio del club alemán Borussia Mönchengladbach el sábado 23 de mayo de 2020, durante el primer partido disputado ahí en el marco de la reanudación de la actividad de la Bundesliga tras la suspensión por la pandemia.

 

Nadie asalta la tribuna. No hay banderas,
sólo una farsa para la televisión y la fotografía.

 

Nadie asalta la tribuna del Borussia-Park porque el protocolo sanitario mantiene vedado el ingreso al público, en consecuencia tampoco hay banderas porque no hay brazos que las ondeen. Lo que sí hay es una farsa para la televisión y la fotografía. Y no es que tilde de farsa al partido que ahí se disputó ni mucho menos de farsantes a los jugadores. La farsa ocurrió en la tribuna.

De acuerdo con información de la agencia EFE difundida por el diario Milenio, durante el duelo de la jornada 27 que perdió 1-3 ante Bayer Leverkusen “el Borussia Mönchengladbach colocó en las tribunas de su estadio 12 mil figuras de cartón que simularon la asistencia de algunos aficionados”.[2] Parecidas a los bastidores con forma de siluetas humanas que utilizan los cobradores de tiros libres para entrenar, cada una de las figuras que aparecieron en el graderío llevó estampada la fotografía, en tamaño superior al real, del busto de cada aficionado que para poner su efigie pagó 19 euros, aproximadamente 475 pesos mexicanos.

Los fotografiados ni siquiera aparecen en rictus de apoyo, aplaudiendo o en pleno grito de aliento como lo harían cuando su equipo salta a la cancha, sino que se les ve posando con la clara intención de que sus rasgos faciales puedan ser recogidos nítidamente por las cámaras de televisión. El ansia de figurar que tanto han potenciado las redes sociales (re)incursiona en la pantalla chica, su hábitat natural, encarnada ahora en valla publicitaria de sí misma. Mientras los anuncios del perímetro de la cancha anuncian logotipos de marcas comerciales, los asientos desde donde se miran los partidos de Die Fohlen (los potros) sirven ahora para darle vuelo (y de paso sacarle una buena cantidad de dinero) a individuos ávidos de notoriedad camuflados en una sensiblera —aunque más bien resueltamente tétrica— manifestación de seguimiento incondicional a su equipo.[3]

La semana del partido el escritor Juan Villoro declaró que “sin público, un estadio de futbol es un mausoleo”.[4] Como el autor de Dios es redondo habla perfecto alemán —estudió en el colegio de la colonia germana en la Ciudad de México y fue agregado cultural en Berlín Oriental de 1981 a 1984— quizá haya traducido su aserto a la lengua de Goethe, y entonces probablemente alguien se enteró en las oficinas del Mönchengladbach y quiso ayudarle a confirmarlo mediante una exposición multitudinaria de rostros que sólo sirvió para patentizar aún más la oquedad del recinto. Arrejuntados en el lugar de los entusiasmos colectivos, nunca como ayer los retratos de unas caras se asemejaron tanto a una naturaleza muerta.

 
Nadie asalta la tribuna. No hay banderas,
sólo una farsa para la televisión y la fotografía.

 

[1] Jaime Labastida, “Conversaciones con Siqueiros”, en Plenitud del tiempo. Obsesiones con un tema obligado y De las cuatro estaciones, México, Siglo XXI Editores-Secretaría de Educación Pública, 1986, p. 89.
[2] Milenio, “Borussia Mönchengladbach coloca figuras de cartón en las tribunas de su estadio”, 23 de mayo de 2020.
[3] Fundado en 1900, el Borussia Verein-für Leibesübungen Mönchengladbach tardó trece lustros en ascender a la Primera División. Los años setenta fueron su única época gloriosa. Conquistó 5 de las 10 Ligas de esa década y también la Copa uefa en dos ocasiones, en 1975 bajo la conducción del entrenador Hennes Weisweiler y en 1979 con Udo Lattek como director técnico. Con seleccionados nacionales entre sus filas como Berti Vogts, que dirigió a Alemania en el Mundial de 1994, Herbert Wimmer y Jupp Heynckes, llegó a la final de la Copa de Campeones de Europa (hoy Champions League) en 1977, pero cayó ante el Liverpool. Tras dos décadas en que solamente figuró en la Copa alemana, descendió en 1999 y regresó al máximo circuito en 2001.
[4] El Economista, “‘Sin público, un estadio de futbol es un mausoleo’, dice Juan Villoro”, 17 de mayo de 2020.

 

Foto: T13

El 17

Por: Álvaro Clemente Molina Enríquez Guízar.

A los que nos gusta el futbol nos da por ver nuestra vida pasada conforme a la cronología que nos marcan los acontecimientos cumbre de nuestro deporte favorito. Por ejemplo, yo terminé la primaria en Francia 98, llegué a la mayoría de edad en Corea-Japón 2002 y para Sudáfrica 2010 terminé la carrera de Derecho. Y así como los Mundiales nos evocan momentos, los números los asociamos a jugadores. Veo el 10 y pienso en Maradona y Luis García, el 11 es de Romario, el 9 de Ronaldo o Batistuta y el 23 de Michael Jordan (o Memo Cantú). Pero hay uno, el 17, que para mí es exclusivo de Luis Roberto Alves «Zague».

Futbolista nacido en Brasil pero radicado en México desde los 17 años, el hijo del «Lobo solitario» es querido por los americanistas, respetado por los que somos aficionados de otros equipos y admirado por muchos gracias a su calidad indiscutible. Cada que el Atlante jugaba contra el América, quien escribe esperaba que no participara «Zague» ese día o que saliera en una jornada infortunada para que no nos hiciera daño. Afortunadamente para la causa atlantista, esa expectativa se hacía realidad en la primera mitad de los años noventa, ya que las Águilas eran clientes de los Potros de Hierro del Atlante. Y para 1996 el equipo azulgrana no tendría que preocuparse, pues  tuvo el privilegio de incorporar a sus filas al espigado delantero. En dicho año, tan brilló Zague haciéndose presente en los marcadores en ocasiones diversas, ganándose el corazón de los atlantistas, que terminada la temporada el América decidió regresarlo a Coapa.

A nivel Selección, hasta aficionados pumas y chivas celebraban sus goles. Con la verde usaba el 11, no el 17. Convocado constantemente entre 1990 y 1997, todos celebramos que conquistara el récord de más anotaciones en un partido (7 contra Martinica), como también sus tantos en eliminatorias, amistosos, Copa USA y sobre todo uno que todos recordamos: el que le anotó a Perú en los cuartos de final de la Copa América 93, después de un largo pase de Benjamín Galindo que Luis Roberto mata con el pecho y remata de tijera de zurda y cruza su disparo. Un GOLAZO.

Formado en los equipos inferiores del Corinthians de Sao Paulo (donde tuvo como compañero al gran Sócrates y como entrenador al legendario Carlos Alberto, anotador del último gol de México 70 a pase de Pelé), «Zague» llegó al América a mediados de los ochenta y al poco tiempo se hizo de la titularidad. Dos veces campeón de Liga (87-88 y 88-89) fue un referente de aquel América. Su larga zancada característica sufrir a todas las defensas y arqueros de la época. Una vez que arrancaba en contragolpe, no había quién le diera alcance.

Ya retirado ha sido directivo del equipo de sus amores y popular analista en la televisión deportiva. Otro de los parlantes del portuñol, con un acento inconfundible.

En 1944 Walt Disney produjo la exitosa película The Three Caballeros (Los Tres Caballeros), en la que el malhumorado y torpe Pato Donald es llevado de viaje a Brasil y a México por sus amigos y simpáticos congéneres José Carioca (un perico) y Panchito Pistolas (un gallo). Nacido 23 años después, Zague es la personificación de esa película, ya que junta la simpatía, talento y habilidad de Carioca y Pistolas, en un equipo que usualmente genera malhumores los aficionados ajenos como es el América. Hoy es su cumpleaños y no queda más que felicitarlo y hacerle honor. Gran jugador, comentarista y persona, un gran ídolo Luis Roberto Alves Zague. Feliz Aniversario Crack!!

 

@acmeg1904

Motivos para gritar

Por: Farid Barquet Climent.

De vez en cuando al poeta español León Felipe le daba por escribir en prosa. Uno de esos días en que por un rato decidió abandonar al verso se preguntó: “¿Por qué habla tan alto el español?”.[1] Para el autor de España e Hispanidad ameritaba una explicación el “tono levantado”[2] que emplean sus paisanos al intervenir en casi cualquier conversación. Y a la prosa en la que responde a su propia pregunta la intituló precisamente así: “¿Por qué habla tan alto el español?”.

El poeta se contestó a sí mismo:

Tenemos los españoles la garganta destemplada y en carne viva. Hablamos a grito herido y estamos desentonados para siempre, para siempre porque tres veces, tres veces, tres veces tuvimos que desgañitarnos en la historia hasta desgarrarnos la laringe.[3]

Según León Felipe, la primera vez que los españoles tuvieron que desgañitarse hasta desgarrarse la laringe fue cuando descubrieron América:

Fue necesario que gritásemos sin ninguna medida: ¡Tierra! ¡Tierra! ¡Tierra! Había que gritar esta palabra para que sonase más que el mar y llegase hasta los oídos de los hombres que se habían quedado en la otra orilla. Acabábamos de descubrir un mundo nuevo, un mundo de otras dimensiones al que cinco siglos más tarde, en el gran naufragio de Europa, tenía que agarrarse la esperanza del hombre. ¡Había motivos para hablar alto! ¡Había motivos para gritar![4]

La segunda vez que tuvieron motivos para gritar, el que lo hizo fue El Quijote

cuando salió por el mundo, grotescamente vestido con una lanza rota y una visera de papel aquel estrafalario fantasma de la Mancha, lanzando al viento desaforadamente esta palabra de luz olvidada por los hombres: ¡Justicia! ¡Justicia! ¡Justicia!… ¡También había motivos para gritar! ¡También había motivos para hablar alto![5] 

Mientras que la tercera vez, que incluyó al poeta “en el coro” y le dejó “la voz parda de la ronquera”,[6] fue el grito de 1936, el que se alzó “para prevenir a la majada, para soliviantar a los cabreros, para despertar al mundo”,[7] el grito que alertaba de la traición a la república española y el avecinamiento del totalitarismo: “¡Eh! ¡Que viene el lobo! ¡Que viene el lobo!… ¡Que viene el lobo!”, gritaba León Felipe.[8]

De haber sido nuestro contemporáneo, León Felipe habría gritado desaforadamente, con la voz parda de la ronquera, junto a millones de españoles, al menos dos veces más. Pero no pudo hacerlo. Falleció a los 84 años en 1968. Habría necesitado vivir otra vida adicional para desgañitarse, hasta desgarrarse la laringe, cuarenta años después de su muerte, cuando España por fin habló alto y fuerte a través del futbol, ese juego que le gustaba a León Felipe y al que se le acendró la afición gracias a una muy divertida y popular variante del futbol, que se inventó precisamente en España.

Poco antes de estallar la guerra civil, en los días en que gritaba “¡Que viene el lobo! ¡Que viene el lobo!”, León Felipe trabó amistad con el poeta anarquista Alejandro Campos Ramírez, editor de la revista literaria Paso a la Juventud, que se hacía llamar Alejandro Finisterre porque su padre era o había sido el telegrafista del “faro del fin del mundo”. Durante un bombardeo del bando fascista en noviembre de 1936, Finisterre quedó aprisionado bajo los escombros de un edificio. Sobrevivió, pero tuvieron que amputarle una pierna. Fue trasladado a Valencia y luego a la localidad barcelonesa de Montserrat, donde convaleciente empezó a idear la manera de poder seguir disfrutando de su otra pasión, además de la poesía: el futbol. De acuerdo con el relato de Miguel Fernández Ubiría:

Alejandro pensó que, si existía el tenis de mesa, bien podía existir el fútbol de mesa. Se puso manos a la obra. Tras conseguir unas barras de acero, Finisterre contactó con un carpintero vasco, Francisco Javier Altuna, que estaba allí refugiado. Este le torneó las figuras de madera y construyó la caja de la mesa. La pelota la hizo de corcho prensado. ¡Había nacido el futbolín! [9]

Por su amistad con el inventor, León Felipe se aficionó con fruición a esa ingeniosa continuación del futbol por otros medios. Ni su participación en la resistencia antifascista ni su avidez por la cultura pudieron contra el “futbolito” —como se le llama en México—, que llegó a robarse toda su atención. Para testimoniarlo, las memorias de la escritora mexicana Elena Garro, quien recuerda una estancia parisina en 1937 de los dos matrimonios amigos: el de la autora de Los recuerdos del porvenir con Octavio Paz y el del poeta español con la profesora mexicana Bertha Gamboa:

Cuando descubrimos el “futbolito” en un café cercano del hotel, ya no volvimos a ver París de día. Pasábamos la noche entera pegados a aquella mesa de fútbol. León Felipe era la República y yo era Franco y combatíamos con fiereza, como lo hacían en España. Paz también tomaba parte encarnizada en los combates, pero, al igual que León Felipe, se negaba a ser Franco. (…) Debíamos ir a la Sainte Chapelle, al Louvre, al Museo de Cluny, a la embajada soviética por las visas, a la embajada mexicana a saludar al embajador, pero el “futbolito” no nos daba tiempo de nada. Nos acostábamos de noche y nos despertábamos también de noche. (Una madrugada) yo no podía dormir y le supliqué (a Paz) que bajáramos a buscar a León Felipe para hacer la partida de futbolito. Encontramos a León Felipe sentado en una silla vieja, muy deprimido. Al vernos saltó:           —¡Anda, vamos, vamos a echar la partida! —dijo animadísimo.[10]

De qué tamaño sería la gratitud de León Felipe con el creador del futbolito que terminó por nombrarlo su albacea. Fue Finisterre el que, en 1973, en la capital mexicana, “consiguió reunir a figuras literarias, tanto de España como de la diáspora republicana, para inaugurar el busto de bronce del poeta que se yergue entre los árboles del bosque de Chapultepec”.[11]

Si, como lo cuenta Garro, el futbolito fue capaz de sacarlo de la depresión de saber a España en guerra, qué no hubiera hecho el futbol de verdad en el ánimo del poeta cuando la selección española ganó la Eurocopa en 2008, el día que alcanzó la cima continental por segunda ocasión, pero por primera vez sin la condición favorecedora de jugar la final en casa, que en la mente de algunos empaña la conquista del torneo continental en 1964.

León Felipe habría gritado desaforadamente, hasta dejarse la garganta en carne viva, el 29 de junio de 2008, fecha en que, de acuerdo con el escritor español Javier García Sánchez, el equipo nacional de futbol culminó en victoria, de manera “rotunda y apoteósica”,[12] la construcción que llevó a cabo paso a paso, partido tras partido de los seis que la roja disputó ese verano en estadios de Innsbruck, Salzburgo y Viena, de “una suerte de territorio espiritual, de país simbólico”[13] en el que encontrarse todos los españoles.

El equipo que dirigía Luis Aragonés arribó a Austria cargando sobre sus hombros un amargo historial de ilusiones truncadas, acumulado en sucesivas ediciones de la justa. Después de ganar la Eurocopa en casa en 1964, pasaron 20 años para que España estuviera cerca de repetir. En 1968, llamada a defender y retener el cetro, cayó en cuartos de final en pleno Bernabéu, merced a los goles de Martin Peters y Norman Hunter, ante el entonces campeón mundial, Inglaterra. En la siguiente oportunidad, a pesar de contar con un entrenador que conocía bien el futbol del otro lado de la Cortina de Hierro como Ladislao Kubala, emblemático exjugador del FC Barcelona, España no pudo superar a la Unión Soviética ni de visita en el entonces estadio Lenin —hoy Luzhniki— de Moscú ni en el Sánchez Pizjuán de Sevilla, quedando fuera otra vez. Para 1976, nuevamente un campeón mundial vigente, Alemania, le frustraría a España el sueño europeo antes de semifinales, mientras que en 1980, primera edición en que la fase final del torneo se disputó en una sola sede, Italia, los españoles solamente consiguieron un empate ante el país anfitrión y perdieron sus dos partidos restantes. Fue hasta 1984 que España logró instalarse otra vez en la final, pero una desafortunada acometida del portero guipuzcoano Luis Miguel Arconada —sin cuyas salvadas a boca de gol, ante Alemania y Dinamarca, España no hubiera accedido a esa instancia— a un disparo aparentemente inocente de Michel Platini le dio el título a Francia. Tendrían que pasar otros 24 años más de expectativas fallidas de llegar al partido definitorio, hasta la cita vienesa de 2008.

Tal como recuerda García Sánchez, “justo el día” del partido por la supremacía continental “se cerraba el semestre más desastroso de toda la historia de la Bolsa de Valores española y los síntomas de una incipiente y global crisis económica aparecían por doquier. El futuro aparentaba gris y lleno de dificultades”.[14] Pero al menos por ese día, las preocupaciones iban a encontrar un remanso, la alegría se abriría paso en medio del desasosiego. A los 33 minutos de juego Xavi Hernández envía un servicio en profundidad que espera la llegada de Fernando Torres, el artillero madrileño, quien empezó a esprintar, como lo relata García Sánchez, “considerablemente más retrasado y en una desventaja ergonómica respecto a (Philipp) Lahm, un vencejo fibroso y musculado”.[15] El escritor no descarta que Lahm haya desacelerado, aunque no parece, pues se le ve “correr como un guepardo, que es lo que sabe hacer, pero no imagina lo que viene por detrás”. Cedo por entero el relato al autor de La casa de mi padre:

Y sucedió milagro. Otro parpadeo. Las zancadas de Torres eran largas, precisas, de una belleza incomparable. Pronto pudo verse que el 9 español le ganaba centímetro a centímetro la posición e incluso, cuando Torres ya tenía encima (es decir, por delante) a Lahm, se vio cómo el Niño iba más deprisa, pero mucho más deprisa. (…) Ocurrió todo tan rápido que cuesta apreciar en su poliédrica plenitud la genealogía de ese instante. (…) [A]caeció lo paranormal produciéndose algo que nuestra retina no alcanzaba a comprender pese a que lo veía. (…) Su carrera (la de Torres) no recordaba la de un futbolista. Más bien recordaba los movimientos de un atleta de triple salto cuando ya ha lanzado el primero de los tres zapatazos que debe dar para cubrir la mayor distancia posible. (…) Increíblemente Torres le ganó por un cuerpo la posición a Lahm, quien debió de quedarse anonadado al veresa sombra alta y roja aparecer por su derecha. ¿Por dónde habrá aparecido realmente, por dónde? Lahm no tenía ni idea de ese factor que era la sexta velocidad, porque sólo contando con ella podría haber alcanzarse ese balón. La primera fase del prodigio estaba consumada, pero faltaba consumar, y no era fácil, pues el portero Lehmann ya llegaba en tromba a la pelota. (…) De nuevo Torres disponía de otra fracción de segundo para decidir. Craso error: Torres ya había decidido qué hacer, pues en eso consiste la magia, en anticiparse a tus sobresaltos y sorprender tus predicciones convirtiendo en factible aquello que en teoría no puede ser.[16]

Lo que en teoría no podía ser, a saber, que en medio de su peor crisis España conquistara la cima del futbol de Europa después de 44 años, sí ocurrió. “¡Había motivos para gritar!”, habría escrito León Felipe.

Dos años después otra vez hubo motivos para gritar. Fue una noche de verano sudafricano. Al igual que le había ocurrido en eurocopas, en mundiales España era hasta esa noche un almanaque de historias sin final feliz. El fracaso en su propio mundial en el 82,[17] los trágicos penaltis contra Bélgica en México 86, el codazo artero de Dino Baggio a Luis Enrique en Estados Unidos 94, el robo del árbitro gandul Al Ghandour en Corea-Japón 2002. Pero esa noche por fin estaba en la antesala del triunfo absoluto. Faltaban sólo cuatro minutos para que terminara la prórroga de la final de la Copa del Mundo. Pegado a la banda derecha el andaluz Jesús Navas conduce a toda velocidad desde la altura del área española. Tres adversarios holandeses no le pueden dar alcance y cuando se topa con un cuarto, después de cruzar la línea de medio campo, se le nubla el horizonte, ya no puede conducir rumbo a la portería y tiene que redireccionar hacia el centro. En ese tránsito Navas pierde el control del Jabulani —el esférico sin costuras, polémico por saltarín, que Adidas aventó a las canchas del país de Mandela durante el mes mundialista— pero sin que se lo arrebaten sus perseguidores naranjas. El Jabulani cae entonces en las inmediaciones del círculo central, donde lo recoge el manchego Andrés Iniesta, quien recompone el avance español mandándolo mediante un taconazo hacia la izquierda. Ya sin Jabulani Iniesta emprende carrera rumbo al área por el costado derecho, para cerrar a segundo poste, pues intuye que por ahí habrá de finalizar la jugada que para entonces ya se encuentra en trámite distractor a los pies del “Niño” Fernando Torres. Un mal rechace del neerlandés Rafael van der Vaart dejó botando el Jabulani en el perímetro del semicírculo; sus compañeros Joris Mathijsen, Mark Van Bommel o Edson Braafheid no pudieron despejarlo lejos porque el catalán Cesc Fàbregas llegó antes y, sin dar tiempo al reacomodo defensivo, sin levantar la cabeza, espejeando apenas sobre su hombro izquierdo, sabía que encontraría a Iniesta, que con un ojo cuidó no caer en offside y con otro encontró el claro hacia donde Fábregas le filtró el Jabulani en diagonal, dejándolo ante la última aduana, la del portero. En ese instante, dice Iniesta,

se para todo. Solo estamos yo y el balón. Es difícil escuchar el silencio, pero yo en ese momento escuché el silencio”,

un silencio que sólo rompió el grito desgañitado, desentonado, con la garganta destemplada, en carne viva, que desgarró las laringes de Iniesta y de 46 y medio millones de españoles aquel 11 de julio de 2010, día en que España ganó por primera y hasta ahora única vez el Mundial.

Una vez más “¡había motivos para gritar!”, habría escrito León Felipe.

 

[1] León Felipe, Poesías completas (ed. José de Paulino), Madrid, Visor Libros, 2010, p. 411.
[2] Idem.
[3] Idem.
[4] Idem.
[5] Idem.
[6] Idem.
[7] Idem.
[8] Idem.
[9] Miguel Fernández Ubiría, Fútbol y anarquismo (pról. Carlos Taibo, epíl. Ángel Cappa), Madrid, Catarata, 2020, cap. 18. Este autor basa su relato en la necrológica que, bajo la firma de Michael Eaude, publicó el diario británico The Guardian a la muerte de Finisterre en 2007.
[10] Elena Garro, Memorias de España 1937, México, Siglo XXI Editores, 1992, pp. 123-124.
[11] Fernández Ubiría, Fútbol y anarquismo, op. cit., cap. 18.
[12] García Sánchez, Javier, Júrame que no fue un sueño. De la Eurocopa de Austria al Mundial de Sudáfrica, Madrid, La esfera de los Libros, 2009, p. 14.
[13] Idem.
[14] Ibidem, p. 12.
[15] Ibidem, pp. 121-122.
[16] Ibidem, pp. 122-125
[17] La víspera del Mundial había un gran optimismo en España acerca del desempeño que podría tener su selección en el mundial del que sería sede. Los editoriales de dos ediciones especiales de la revista Don Balón dan cuenta del ambiente imperante. En uno se interpreta como “síntoma alentador la serie de partidos de preparación celebrados a finales de 1981, calificados como “victorias importantes y esperanzadoras”, mientras que en el otro editorial, publicado después de que se levó a cabo el sorteo que definió la conformación de los grupos, se lee: “Bueno será admitir que un Mundial es, ante todo, una competencia deportiva y que será en la liza del juego donde se ventilarán sus momentos culminantes. El propio Raimundo Saporta, en su calidad de presidente del Comité Organizador, ha puesto el acento en el fundamental papel que va a desempeñar la selección española para que el acontecimiento alcance su plena resonancia. Existe un mundial con nuestra selección viento en popa y otro… sin nuestra selección. (…) En estos momentos podemos emitir un sentimiento optimista no sólo por el progresivo interés que se palpa entre nuestros aficionados sino también por el resultado que nos deparó el sorteo de Madrid. No es que el grupo de España vaya a ser un ‘bombón’, pero desde luego no es de los peores y, en cualquier caso, se adivina asequible a las posibilidades de nuestra selección”. El vaticinio de Don Balón no se cumplió. España avanzó a la siguiente fase pero con mucha dificultad: apenas pudo empatar con Honduras gracias a un penalti, cayó ante Irlanda y fue la remontada ante Yugoslavia, en un partido que iba perdiendo, lo que le dio el pase, pero sólo para perder ante Alemania y empatar con Inglaterra, resultados que dejaron fuera de su mundial al representativo español. Véanse “En la recta final”, Don Balón M’82 No. 7, 1981-1982, p. 9, y “Ante todo la selección”, Don Balón M’82 No. 8, 1982, p. 9.

Caminarás solo

Por: Farid Barquet Climent.

El Banco central de Inglaterra pronostica para el Reino Unido una contracción económica sin precedente en los últimos 3 siglos a causa de la pandemia de coronavirus, y calcula que el número de desempleados se duplicará como consecuencia de los recortes de personal y los cierres de empresas. Para intentar paliar la devastación de las fuentes de trabajo, el gobierno lanza un programa de apoyo para que puedan mantener sus nóminas durante 4 meses aquellos pequeños y medianos empresarios que vieron severamente afectadas sus operaciones por la contingencia sanitaria.

No obstante que en la página web del gobierno, gov.uk, se lee que “las solicitudes deshonestas o deliberadamente fraudulentas ponen en riesgo nuestros servicios públicos esenciales y la protección del sustento durante estos tiempos difíciles”, alzó la mano para ser tenido en cuenta como potencial beneficiario del esquema de preservación de empleos el club de futbol campeón europeo y mundial: el Liverpool FC.

Con un cinismo tan grande como su estadio, the reds se inscribieron al programa cual si la entidad fuera un tendajo que apenas subsiste, como si en 2019 no se hubiera embolsado más de 78 millones de euros sólo en premios por la Champions League más otros 5 de dólares americanos por ganar el Mundial de Clubes, para ya no hablar de los ingresos generados por derechos de televisión, patrocinios, taquilla, venta de souvenirs, inversiones o rendimientos financieros.

Porque de acuerdo con datos proporcionados por el maestro en derecho deportivo Clemente Molina Enríquez basados en información de la UEFA, sólo por disputar la fase de grupos la confederación europea de futbol le dio al Liverpool 15.25 millones de euros, otros 8.1 por tres victorias en esa instancia, 9.5 por su pase a octavos de final, 10.5 por obtener su boleto a cuartos, 12 por instalarse en semifinales, 15 más por llegar a la final, 4 por ganarla y 3.5 adicionales por acudir a la Supercopa. Sin embargo, el séptimo club más rico del mundo según la revista Forbes, no tuvo reparos en estirar la mano tras la llegada del coronavirus para intentar que se pagara con dinero público su planta laboral.

Pero no fue que los madamases del Liverpool hubieran advertido por sí mismos el tamaño de su desvergüenza y que en consecuencia hubieran retirado su solicitud. De acuerdo con el periodista de deportes y negocios Mike Meehall, fue la reacción reprobatoria de la opinión pública, subrayadamente de sus propios aficionados organizados, la que los hizo recular.[1] Entonces sí vinieron las disculpas: “creemos que llegamos a la conclusión equivocada”, escribió en una carta el director general Peter Moore.[2]

Para mayor burla, apenas en el otoño de 2019 Moore se jactó de que el éxito de su club se basa en el socialismo. Así lo declaró al diario español El País: “(En el Liverpool) tuvimos esta increíble figura histórica: Bill Shankly, un socialista de Escocia que construyó los cimientos. Incluso hoy, cuando hablamos de negocios nos preguntamos: ‘¿Qué haría Shankly? ¿Qué diría Bill en esta situación?’”.[3]

A ver, Moore, ¿qué diría Shankly de lo que intentaste y sólo te retractaste porque te descubrieron y reprobaron?

La canción You’ll Never Walk Alone (Nunca caminarás solo) fue convertida por los aficionados del Liverpool en himno de su equipo. La entonan antes de cada partido desde hace más de 50 años. Por tentativas como la de pretender quitarle las ayudas públicas a quienes pasan por verdaderos apremios, el club de Anfield caminará solo, con los zapatos manchados de insensibilidad, si se a aventura nuevamente a andar rutas oscuras e ignominiosas como la que sus abusivos y oportunistas dirigentes quisieron hacerle transitar.

 

[1] Mike Meehall Wood, “Liverpool FC Turns Liverpool FC U-Turns On Furlough Decision As Public Pressure Takes Toll”, Forbes, 7 de abril de 2020.
[2] Idem.
[3] Diego Torres, “Peter Moore: ‘El éxito del Liverpool se base en el socialismo”, El País, 9 de octubre de 2019.

 

La ecuación perfecta

Por: Álvaro Clemente Molina Enríquez Guízar.

Muchos anhelábamos y de niños nos ilusionábamos con algún día ser futbolistas profesionales. Imaginábamos nuestros goles, soñábamos hazañas y hasta planeábamos trayectorias. Desafortunadamente no a todos se nos hace ya no digamos ser ídolos, sino siquiera probar por algunos minutos el profesionalismo o la primera división. En el camino se queda gente talentosa y otra no tanto. De igual forma, a veces no debutan o consolidan en primera división los más virtuosos.

La semana pasada falleció Tomás Felipe “El Trinche” Carlovich, futbolista argentino de los años setenta que a decir de muchos expertos y aficionados de aquel país, era como una mezcla entre Fernando Redondo, Maradona y Messi. A pesar de su talento y múltiples virtudes futbolísticas, de su gran talento y destacado juego, nunca se consolidó en primera división. Se desempeñó en su mejor época en Central Córdoba, equipo de la segunda división argentina. ¿Por qué Maradona, Messi, Redondo y otros menos jugadores no tan destacados a pesar de no ser tan virtuosos como El Trinche, sí triunfaron en el profesionalismo? ¿Qué le faltó a Carlovich para triunfar? ¿Que los astros se alinearan a su favor? Definitivamente no.

Por más que se le quiera ver a Carlovich de manera romántica, lo que es un hecho es que fue alguien que no aprovechó las oportunidades que se le presentaron. Cuando tuvo la ocasión en Rosario Central, era indisciplinado. El día que Menotti lo convocó para un entrenamiento con la selección que disputaría el Mundial de Argentina ’78, al Trinche le pareció mejor idea irse a pescar y no llegar a dicho entrenamiento. Finalizó su vida siendo un gordo que vivía de recuerdos en Rosario.

Dice el dicho que el que es gallo donde quiera canta. Es cierto. Aunque también se requiere estar respaldado por un buen equipo. Nadie puede solo. El éxito de Michael Jordan es inimaginable sin jugadores como Pippen, Rodman, Cartwright, Grant, Kerr y otros y por supuesto es inentendible sin un entrenador como Phil Jackson. Messi ha tenido éxito individual y colectivo con el Barcelona, sin embargo éste no se ha logrado traducir en triunfos con la Selección mayor Argentina. Mucho se le atribuye a él, pero él no es culpable de que Higuaín y Palacio sean unos petardos. Parte de la ecuación exitosa es estar rodeado de o hacerse rodear de la gente adecuada.

¿Cuántos “Trinches Carlovichs” no hemos conocido en nuestras profesiones o en nuestras vidas? Gente que tiene recursos, accesos a las mejores escuelas y universidades, contactos y talento y que a pesar de ello no hacen absolutamente nada. Por el contrario, nos podemos encontrar personas que en situaciones adversas sacan la casta y salen triunfantes. Al ver en estos días el documental The Last Dance, notamos cómo muchos de los jugadores arriba mencionados salieron adelante en un país racista y desigual como los Estados Unidos, superando obstáculos dentro de sus familias, marginación y pobreza.

Se viene entonces la pregunta, ¿qué se requiere para triunfar? ¿Qué se necesita para debutar en primera división, consolidarse, ganar títulos de liga, ir a un Mundial, participar en ligas extranjeras? ¿Cómo ser un Layún o Chicharito quienes sin mucho talento ya llevan en su haber respectivamente dos y tres Mundiales disputados y la oportunidad de jugar en las mejores ligas del mundo? ¿Cómo no ser un Ángel Reyna o un Carlovich?

Son varios factores, habrá quien diga que es suerte, que se alineen los astros y las circunstancias, que estén en el lugar y en el momento adecuado. Puede que tengan razón, pero primordialmente hay elementos cuya ausencia genera que  a pesar de estar en la mejor circunstancia y en el mejor lugar, a pesar de tener todo a favor, no se consiga nada. La suerte no llega por casualidad. Se trabaja.

En primer lugar es la aptitud o talento. Por supuesto que cuenta, saber verlo. Detectar las fortalezas del talento, pulir las virtudes, trabajar las carencias y suplirlas. En segundo término, es la pasión por lo que uno hace. Disfrutarlo cada día, gozar cada momento. En tercer lugar, trabajo y disciplina, desarrollar entrenamiento físico y mental. Por último y no menos importante, al contrario, siendo la parte más importante de la ecuación es la mentalidad. Sin ella, no hay voluntad, pasión ni disciplina y por lo tanto el talento pasa a segundo plano.

Mentalidad implica la capacidad de levantarse ante los reveses, de no marearse en la victoria Encarar con entereza las buenas y las malas. Saber ganar pero también saber perder. Ser capaz de afrontar cualquier reto y estar dispuesto a darlo todo por ser futbolista, arquitecto, abogado, doctor o cualquier referencia de éxito en su profesión u oficio.

Por lo tanto, la ecuación sería Talento x 2 + Trabajo y Disciplina x 4 + Pasión x 4 + Trabajo en Equipo x 4 +Mentalidad x 5. En el camino, seguramente se presentarán todo tupo de adversidades que nos harán incluso plantearnos la posibilidad de claudicar, ésa no es una opción. Teniendo todos estos elementos  de la ecuación, saldremos adelante.

Aprovechemos esta cuarentena para replantearnos  en qué lugar estamos, qué necesitamos y qué podemos desechar. Aspiremos a ser un Jordan, Messi, Maradona y no un Trinche, un Ángel Reyna o un Jamaicón Villegas.

“There’s genius everywhere, but until they turn pro, it’s like popcorn in the pan, some pop, some don’t”.[1]

 

[1] Jerry Maguire, TriStar Pictures, 1996.