Una Concepción del futbol

Por: Farid Barquet Climent.

Durante varias décadas el futbol fue una actividad que no era bien vista por la sociedad —ese concepto difuso que sirve para atribuir prejuicios a todos y simultáneamente a nadie— si era practicada o seguida por las mujeres. Afortunadamente, no faltaron las que se rebelaron ante esa privación, tan injusta como inveterada, del disfrute del juego.

Una de ellas fue mi abuela paterna. Hija de un trabajador que al frente de una pequeña cuadrilla realizaba trabajos para Petróleos Mexicanos, creció entre obreros que gustaban de patear un balón en sus descansos. Si bien en Córdoba, Veracruz, la ciudad donde radicaba, el beisbol era el deporte más popular, ella vivió los tiempos en que la ciudad vecina, Orizaba, a pesar de su población no muy numerosa, llegó a tener hasta tres equipos de Primera División: el Moctezuma, el Orizaba y la Asociación Deportiva Orizabeña. Más tarde, ya casada con un comerciante de origen libanés, fue dueña y administradora de un pequeño hotel que alojaba agentes viajeros que pasaban por Orizaba y en el que también se hospedaban equipos de futbol. Ella me contaba que en las habitaciones del Hotel de la Borda pernoctó más de una vez Luis «Pirata» Fuente, gloria del futbol veracruzano que da nombre al estadio principal de la entidad y que fue el primer mexicano en jugar para un club europeo.

Tiempo después emigró a la capital del país con su madre y cuatro hijos, todos futboleros y aficionados a equipos diferentes: los gemelos mayores a las Chivas del Guadalajara y al Atlante, el de en medio al Necaxa y el menor a los Pumas, aunque con un devaneo infantil que lo acercó al León por la admiración que le tenía a Antonio «La Tota» Carbajal. Servidora pública, complementaba los ingresos necesarios para sacar adelante a su familia ofreciendo en su domicilio comidas a trabajadores que laboraban en oficinas de la Colonia Juárez. Uno de esos comensales era un árbitro de futbol profesional que solía platicarle anécdotas de sus andanzas por las canchas.

Ya jubilada y abuela, iba a ver mis partidos infantiles en Pumitas CU A. C. y también acudió muchas veces a verme jugar en el equipo representativo del Colegio Madrid, la escuela en la que yo estudiaba y que competía en la Liga Interclubes. En los jardines y pasillos de la Unidad Habitacional Copilco-Universidad —donde vivió hasta su fallecimiento el 25 de octubre de 2018— por aquellos años se ponía a jugar conmigo a esa modalidad abreviada del futbol que se llama gol-para.

Nunca olvidaré las dos veces que fui con ella a estadios: la primera, al Azteca, a presenciar el primer partido que disputaron en la capital mexicana los Tiburones Rojos de su querido Veracruz cuando regresaron al máximo circuito, a finales de los ochenta; y la segunda al entonces Azulgrana, a ver jugar en el medio tiempo de un Atlante-Tecos a otro de sus nietos, que formaba parte de un equipo infantil de la Liga Satélite, el Atlético Independiente, escuadra de la que portaba el nada futbolero dorsal número 40.

Solía ver la matiné completa de partidos que se transmitían por televisión. Sentada en su sillón acompañada de dos agujas y algunas bolas de estambre, los noventa minutos de un encuentro le bastaban para que de sus manos saliera una bufanda, un gorro, un par de guantes o unos calcetines que mucho se agradecían en tiempos de frío. Conservaré por siempre con mucho cariño las bufandas azul y oro, de diseños imaginativos, que ella me hizo y me regaló amorosamente para apoyar a mis Pumas.

En los Mundiales se decantaba por los equipos africanos. Este mundo injusto que sentencia a los seres humanos por su origen, le había enseñado a asociar la raza negra con la pobreza. Ella pensaba, no sin razón, que los triunfos de esas selecciones llevarían alegría a sus pueblos.

Siempre me intrigó que, a pesar de haber visto mucho futbol, su jugador favorito era Miguel Herrera. Lo admiraba, sobre todo cuando el hoy Director Técnico del América jugaba para el Atlante. Seguramente no se asombraba por la destreza técnica del rubio lateral, por la sola razón de que nunca hubo tal. Quizá lo que le gustaba del «Piojo» eran su sentido del esfuerzo, su enjundia, sus ganas, eso mismo que tuvo que poner durante toda su vida, de más de diecinueve lustros, Concepción Rodríguez Villa, mi abuela.

 

Foto: Hotel de la Borda, Orizaba, Veracruz. 

 

Anuncio publicitario

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s