Al César lo que es del César

Por: Farid Barquet Climent.

Lo que no logró la colección de libros para niños El Barco de Vapor lo logró César Luis Menotti: volverme lector. Su libro Fútbol sin trampa fue el que a mis doce años me enganchó a la lectura, el que me dejó para siempre el hábito de leer.

Honrando el lugar común, aquel libro que reproduce las conversaciones de Menotti con su amigo y colaborador Ángel Cappa fue para mí una auténtica revelación: descubrí en sus páginas que Menotti había versificado el futbol, que lo había dotado de conceptos, de nociones explicativas que ayudan a comprender los fundamentos del juego y sus recovecos al tiempo que permiten dimensionar sus aristas humanas y sociales. Ahí vierte su teoría general de este deporte, y lo hace con buen decir, “no desde el búnker de un glosario inentendible, no como un ejercicio de vanidad, no desde púlpito alguno”, como bien dice su paisano periodista Walter Vargas.

Portada del libro Futbol sin trampa, publicado por editorial Perfil en 1986

Para mayor asombro del adolescente que era yo, a la capacidad dialéctica de su contenido Fútbol sin trampa sumaba la autoridad moral de su autor. Lo firmaba nada menos que un entrenador campeón mundial, el que dio a la Argentina su primera estrella en 1978 y también su primera conquista de una Copa del Mundo juvenil el año siguiente, un personaje que había dirigido al FC Barcelona, al Atlético de Madrid y a los dos grandes de Argentina, Boca Juniors y River Plate. Pero además había otra razón que multiplicaba el influjo que ejercía en mí aquella obra: que Menotti no me quedaba lejano ni remoto, pues apenas el año anterior al de mi primera lectura había sido director técnico de la selección mexicana, cargo que ocupó entre noviembre de 1991 y diciembre de 1992, periodo particularmente convulso en el futbol mexicano en el plano institucional que habría de impactar irremediablemente en el aspecto deportivo.

Un poco de contexto. En 1988 México fue suspendido de toda competencia internacional durante dos años. El motivo: la inscripción de al menos cuatro jugadores de edades superiores a la permitida durante el premundial juvenil disputado aquel año en Guatemala. Ese castigo impidió la participación de representativos futbolísticos del país en la Olimpiada de Seúl 88 y en el Mundial de Italia 90. A ese vergonzoso affaire se le bautizó como el escándalo de los cachirules por un personaje de televisión, Cachirulo, caracterizado por un actor adulto, Enrique Alonso, que se disfrazaba de niño.

El actor Enrique Alonso en su personaje de Cachirulo

En virtud de que en el tiempo en que tuvo lugar el caso de los cachirules el presidente de la Federación Mexicana de Futbol (FMF), Rafael del Castillo, era un emisario de Televisa —corporativo que controlaba, y controla, el futbol nacional— la imagen pública del gigante mediático predominante se encontraba seriamente erosionada como para seguir imponiendo a los directivos de la entidad rectora del futbol en el país. De ahí que un sector de la oposición a Televisa en el seno de la FMF, encabezado por Francisco Ibarra, del club Atlas, y Emilio Maurer, del Puebla, aprovechó el desgaste por el que atravesaba el sempiterno mandamás para hacerse de los puestos de máximo poder de decisión.

Ibarra investido presidente de la FMF y Maurer como titular de Selecciones Nacionales, emprendieron la reconstrucción de la selección tras el largo impasse de la suspensión. En un primer intento depositaron el timón en Manuel Lapuente, quien había dirigido con éxito al Puebla, el club de Maurer, al que sacó campeón en 1983 y 1990. Pero aquella primera gestión de Lapuente como dt nacional —tendría después otra, durante la cual dirigió en el Mundial Francia 98 y ganó la Copa Confederaciones en 1999— fue breve porque no pudo lograr una buena actuación en la primera Copa de Oro de Concacaf en 1991. En reemplazo del hombre de la boina se llegó a barajar —al menos en la rumorología de la prensa, tal como consta en una portada del diario Esto de aquellos días— la posibilidad de designar nuevamente a un histórico del banquillo nacional: Nacho Trelles, quien muy poco de vanguardia, ya no digamos de innovación, podía ofrecer.

Fue entonces que Ibarra y Maurer, puestos a buscar fuera del gremio mexicano de entrenadores, fueron tras Menotti.

De izq. a der., Menotti, Maurer e Ibarra, reunidos muchos años después de que trabajaron juntos (foto obtenida de la página de Facebook de Emilio Maurer)

Además de la Argentina, la mexicana fue la otra selección nacional que Menotti dirigió. Quizá por las afinidades culturales, por la comunidad de idioma, por la numerosa colonia argentina radicada en México, “El Flaco” decidió venir.

Pero a modo de aliciente adicional, pienso que el reto que le representaba a Menotti conducir al Tri guardaba algunas similitudes con el que encaró en 1974 cuando tomó la rienda de la selección albiceleste con miras al Mundial que habría de albergar Argentina cuatro años después.

No hay que olvidar que en 1974 la selección argentina no era el sinónimo de triunfo deportivo que es hoy gracias a que en los años posteriores y hasta la fecha por sus filas han pasado nombres del calibre de Kempes, Maradona o Messi. En aquel entonces la camiseta barrada con los colores que el general Manuel Belgrano puso en la bandera compendiaba fracasos a nivel selección que contrastaban con el prestigio de sus clubes y de sus futbolistas. Un par de ejemplos: en 1958 Omar Sívori era ídolo de los tifosi de la Juventus de Turín, pero con el combinado nacional decepcionaba en el Mundial de Suecia, mientras que en 1970 Estudiantes de La Plata era lo que hoy equivaldría a ser campeón mundial de clubes, pero la selección en cambio no conseguía siquiera calificar al primer Mundial celebrado en suelo mexicano.

Si no de manera exactamente análoga, México en 1991, como Argentina en 1974, padecía también una discordancia entre la manera como se le percibía en el mundo y la realidad de su futbol. México era famoso por ser el primer país en organizar dos Copas del Mundo. Lamentablemente se distinguía también por dilapidar las posibilidades de desarrollo y mejora de su competitividad que prometía su condición de único anfitrión de dos ediciones. Después de México 70 la selección mexicana no consiguió calificar a Alemania Federal 74 y quedó en último lugar en Argentina 78, mientras que después de México 86 fue descalificada sin poder siquiera intentar acudir a Italia 90 como consecuencia del bochornoso episodio ya apuntado de los cachirules.

Gracias a Menotti Argentina por fin dio un golpe de mano en 1978 al llevarse el título mundial. Semejante éxito se consiguió, en buena medida, porque tuvo el acierto de impulsar la internacionalización de futbolistas del interior del país —es decir, provenientes de provincias distintas de la capital Buenos Aires— provistos de gran pulcritud técnica pero que solían quedar fuera del radar de los seleccionadores que le antecedieron en el puesto, quienes circunscribían sus convocatorias a los integrantes de los equipos porteños. Esos jugadores que Menotti incorporó —entre otros, Osvaldo Ardiles, Mario Alberto Kempes, Américo Gallego— en tanto portadores de lo que él denominó “La Nuestra” —una forma de jugar que reclaman como seña de identidad los oriundos de Rosario, su ciudad natal, caracterizada por el buen trato al balón como una cuestión de principio— terminaron por imprimirle al conjunto nacional argentino algo muy difícil de lograr en el futbol: un estilo propio, uno que —el tiempo se ha encargado de probarlo— amén de espectacular ha resultado muy eficaz: los ha llevado a cinco finales mundialistas desde 1978, de las cuales han ganado tres y de éstas en dos Menotti tuvo parte del mérito: en 1978 como entrenador y en 2022 como jefe de selecciones nacionales.

Bien lo expresa el antropólogo social, periodista y escritor argentino avecindado en México Carlos Prigollini, en diálogo con futboleo.net: “Menotti le dio una trascendencia al futbol argentino a través de la selección nacional. Él fue el primero que firmó por cuatro años [para dirigir a la albiceleste], el primero que le dio valor a la camiseta nacional y a la importancia de vestirla. Cuando estuvo en México hizo algo similar”.

Porque si había sido capaz de forjar un estilo en Argentina ¿por qué no hacerlo en México?  Ayudarles a los futbolistas vernáculos a encontrar el estilo mexicano de jugar se convirtió en un objetivo que Menotti se trazó al aterrizar en el aeropuerto Benito Juárez.

Francisco “Paco” Uribe, campeón de la Liga mexicana en la temporada 1991-92 con el León, fue de los primeros jugadores mexicanos que Menotti detectó como potenciales abanderados de su proyecto renovador. Entrevistado en exclusiva por futboleo.net a pocas horas de la muerte de Menotti antier domingo 5 de mayo de 2024, el atacante surgido de los Pumas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) tiene a Menotti por “la persona que vino a revolucionar, a hacer un cambio, una metamorfosis en el futbol mexicano. Fue el que vino a inculcar una mentalidad diferente en el futbolista”.

Paco Uribe con la camiseta de la selección junto a Pelé

De la misma opinión de Uribe es la periodista deportiva Graciela Reséndiz, actual reportera de ESPN que durante la estancia mexicana de Menotti colaboraba en el diario Esto. En declaraciones a futboleo.net la egresada de la Escuela de Periodismo Carlos Septién García recuerda que plumas muy leídas de la prensa deportiva de la época —Ignacio Matus, Carlos Trápaga, Gustavo Ramos Galán, Teodoro Cano— coincidieron en reconocerle a Menotti su contribución al cambio de mentalidad del futbolista mexicano a pesar del poco tiempo de que dispuso: su gestión al frente de la selección terminó abruptamente antes de cumplir sus primeros trece meses por la salida de Ibarra y Maurer de la dirigencia de la FMF. México, país en el que los funcionarios gubernamentales que cuentan con experiencia y probadas credenciales rara vez permanecen al frente de sus carteras por más de un periodo constitucional, extendió al futbol esa costumbre de cercenar con espíritu de cofradía proyectos de trabajo que descansan en la planificación racional. Nadie tuvo la visión de posibilitar que Menotti continuara su ciclo, no obstante que superó la ronda eliminatoria que le tocó afrontar en primer lugar de su grupo.

Menotti atiende a la prensa mexicana. A su espalda, la reportera Graciela Reséndiz

Sabido es que Menotti era afecto a llenar sus sobremesas con anécdotas y cigarrillos. En México su gusto por fumar algo iba a tener que ver con uno de sus principales descubrimientos: Ramón Ramírez, el futbolista que más le entusiasmó nada más llegar, su pichón de Maradona —como él mismo lo calificó— había dado sus primeros pasos en el futbol organizado en un equipo auspiciado por una tabacalera de Tepic: la empresa pública Tabacos Mexicanos (Tabamex), creada en 1972 luego de la nacionalización de la agroindustria productora de tabacos rubios. El niño que a la edad de seis fue llevado por su padre al representativo infantil de la cigarrera dieciséis años después recibía de Menotti su primera convocatoria a la selección mayor: el rosarino lo hizo debutar con la camiseta verde absoluta el 4 de diciembre de 1991 ingresándolo de cambio en la victoria mexicana 3-0 sobre Hungría en el estadio de León. De no haberse cruzado Menotti en su camino muy probablemente a Ramón esa zurda privilegiada que afinó desde muy temprano le habría deparado la destacada trayectoria que finalmente tuvo y todos conocemos. Pero la seguridad en sí mismo que le habrá hecho sentir el primer entrenador que vio en él un futuro de nivel internacional seguramente abonó a ese resultado.  

De no haber sufrido la lesión que lo apartó de las canchas prácticamente todo el año 1992 Ramón Ramírez habría sido sin lugar a dudas el jugador en torno al cual se habría articulado el funcionamiento colectivo del representativo olímpico que se clasificó a los Juegos de Barcelona. Silviano Delgado, defensor veracruzano que integró la selección que viajó a la Ciudad Condal, recordó a petición de futboleo.net el papel que jugó Menotti en el armado de aquella selección que no perdió ninguno de sus tres partidos de la justa barcelonesa —todos empates— en la que finalmente fungió formalmente como entrenador un miembro del cuerpo técnico menottista, Cayetano Rodríguez. “[Menotti] fue un factor clave para poder tener ese crecimiento que necesitábamos. La mentalidad que este hombre, que este maestro traía, hacía cambiar de plano a uno para poder lograr sus objetivos. Cómo no lo voy a llevar en el corazón a este hombre que fue parte de los inicios de mi carrera”, dice en un testimonio grabado en video el nativo de Coatzacoalcos, que vistiera los uniformes de Puebla, Toluca, Morelia y Albinegros de Orizaba, entre otros clubes, y que fuera llevado por Menotti a la selección mayor en su primera convocatoria posterior al regreso de la Olimpiada.

Silviano con la selección olímpica de la era Menotti (foto: Diario del Istmo)

Claudio Suárez también fue llevado al Tri por primera vez por Menotti. En su libro biográfico el “Emperador” se remite a ese llamado que marcó el inicio de una saga de 178 partidos con la camiseta nacional, sólo superada por Andrés Guardado. “Menotti se fijó en mí por un poco de recomendación. […] Jorge Campos y [Miguel] Mejía Barón me recomendaron”. Vaya que la recomendación resultó acertada. Al paso de los años Menotti dijo: “Si tengo algún mérito es en haber insistido en sus cualidades y en su valor. Siento por Claudio un cariño y respeto profundo”.

Claudio y Menotti en una gira por Europa

De ese talante protector del jugador, desde el cual inyectaba confianza a sus dirigidos, da cuenta Paco Uribe: “Tuve el orgullo y el placer de ser parte de esa cadena, de ese gran número de jugadores que tuvimos la fortuna de poder estar con él, cerca de él, de aprenderle. Puedo presumir que fui uno de los jugadores consentidos por el trato que me daba en esa selección, fue como un padre deportivo para mí”.

Coincido con el antropólogo Carlos Prigollini, quien a solicitud de futboleo.net ofrece su personal retrato de quien fuera compañero de Pelé en el Santos de Brasil: “Menotti no sólo es reconocido como técnico campeón del mundo y campeón mundial juvenil con Maradona, también es reconocido por su análisis, por su capacidad crítica, por su pensamiento, por su involucramiento no solamente en el fútbol sino también en la sociedad. Menotti era un tipo diferente, que tenía muchos detractores, pero la gente pensante, que tiene un pensamiento progresista y de izquierda lo va a reivindicar toda la vida”. Seguramente Prigollini tiene en mente un pasaje de Fútbol sin trampa en el que se lee: “El fútbol no pertenece al presidente de Boca [Juniors] ni al presidente de la AFA [Asociación del Fútbol Argentino] ni al de River [Plate]. Tampoco a los medios de comunicación ni al dirigente que quiere escalar socialmente. El fútbol es propiedad exclusiva del pueblo que le dio nacimiento y lo alimenta constantemente”. Para Menotti el futbol ejerce una atracción masiva, como ningún otro deporte, gracias a que permite “una participación sin exclusiones”.

Lector como lo era de José Ingenieros —en cuya obra hay quien encuentra la semilla de las ideas sobre el hombre masa que José Ortega y Gasset y Elías Canetti llevarían a desarrollos ulteriores— Menotti acabó por encarnar el enunciado con el que ese autor abre su ensayo más conocido, “El hombre mediocre”, publicado en 1913: “Cuando pones la proa visionaria hacia una estrella y tiendes el ala hacia tal excelsitud inasible, afanoso de perfección y rebelde a la mediocridad, llevas en ti el resorte misterioso de un ideal”. Menotti llevaba en sí el resorte de un ideal, el ideal de generosidad y belleza del futbol que practicó, enseñó y pregonó, y que cristaliza en frases suyas como la siguiente: “Se quiera interpretar el fútbol como juego, deporte, espectáculo o negocio, no hay nada que justifique traicionar el sentimiento que provoca”.

fbc.

A Truly Nice Shot

Por: Farid Barquet Climent,

A Paola Suárez Ávila

A Judith Kalman

Yo soy el maestro de los atletas.

Y honra a mi estilo

el que con mi estilo

aprende a vencer al maestro

Walt Whitman

Hace menos de cuatro meses, el sábado 11 de noviembre de 2023, Megan Rapinoe, con 38 años, puso fin a su carrera como futbolista profesional. Medalla de oro olímpica y dos veces ganadora de la Copa del Mundo, deja además de sus logros sobre las canchas un legado que trasciende lo estrictamente deportivo.

Rapinoe añadió un capítulo destacado a la saga de valerosos deportistas estadounidenses críticos del establishment, en la que destacan, entre otros, Mohamed Alí y su negativa a combatir en la guerra de Vietnam, los velocistas Tommie Smith y John Carlos con el saludo Black Power en el podio olímpico de México 68, o la tenista Billie Jean King —que desde 2006 da nombre al complejo en el que se juega el Abierto de Estados Unidos, el US Open— con su reclamo a favor de premiar con montos económicos iguales a mujeres y hombres triunfadores en los torneos de la Asociación de Tenistas Profesionales (ATP). Cuando el periodista Dave Zirin —editor de la sección deportiva del semanario The Nation y fundador del blog Edge of Sports— escribió en 2020 en la introducción al estupendo libro del exbasquetbolista Craig Hodges —otro que pagó con su vida deportiva las consecuencias de defender los derechos civiles en el deporte, tal como lo describe en su autobiografía Long Shot, traducida al español por la editorial madrileña Capitán Swing bajo el título Tiro de larga distancia— que “[En Estados Unidos] tenemos una nueva generación de deportistas que intentan descubrir cómo utilizar su estrellato para decir algo que no sea: ‘Compra este refresco o esta basura adornada con un logotipo”, seguramente tenía en mente a Rapinoe.

Tommie Smith y John Carlos tras conseguir el 1-3 para Estados Unidos, compartiendo podio con el australiano Peter Norman que obtuvo la medalla de plata y que portó en el podio un distintivo a favor de los derechos humanos que también le acarreó sanciones (Foto: 20Minutos.es)

Porque Rapinoe hizo mucho más que simplemente sumar su nombre al coro de repudio —infiltrado de no pocas voces hipócritas— contra la discriminación. No sólo abogó por la inclusión de minorías sexuales en el deporte. Su conducta fue congruente con su discurso y sus manifestaciones de apoyo se extendieron a otros grupos vulnerables. Cuando Colin Kaepernick fue represaliado al ser proscrito del circuito profesional de futbol americano —la NFL— por haberse hincado en 2016 junto con su compañero Eric Reid mientras sonaba el himno norteamericano antes del inicio de un partido de pretemporada en protesta por los abusos cometidos consuetudinariamente contra ciudadanos de raza negra, Rapinoe se solidarizó decidida y públicamente con el melenudo quarterback de los 49ers replicando ese gesto en un partido internacional. Para ella, no ser afrodescendiente no fue excusa para no actuar con empatía: “No he experimentado exceso de vigilancia, discriminación racial, brutalidad policial o la visión del cuerpo de un familiar tirado muerto en la calle. Pero no puedo quedarme de brazos cruzados mientras hay personas en este país que han tenido que lidiar con ese tipo de dolor”, escribió Rapinoe en The Players Tribune, medio digital para la libre expresión de los atletas.

Reid (izq.) y Kaepernick hincados mientras sonaba el himno estadounidense (Foto: NYT).

Nadie podría reprocharle si hubiera decidido dejar a Kaepernick solo en su lucha, actuando ella conforme al cálculo egoísta que le aconsejaba ahorrarse problemas manteniéndose al margen de asuntos públicos que muchos consideran extradeportivos. Pero en esa hora de definiciones, Rapinoe se definió. No se acobardó, no volteó la vista para otro lado. Tomó partido. Y lo hizo poniendo en riesgo su carrera, pues a Kaepernick le costó la suya: luego de poner la rodilla al pasto y de permanecer en silencio en la previa de varios encuentros mientras se oían las estrofas escritas por el poeta Francis Scott Key (O say can you see…), el que fuera dueño del jersey número ‘7’ de los Niners nunca volvió a ser contratado por franquicia alguna.

Rapinoe hincada entre sus coequiperas del Team USA.

Nacida el 5 de julio de 1985 en Redding, California, Rapinoe llegó justo a tiempo para atestiguar cómo en el mes siguiente al de su alumbramiento la selección femenil de futbol de Estados Unidos jugaba el primer partido oficial de su historia. El 18 de agosto, mientras la canción Shout de Tears for Fears desplazaba a Every Time You Go Away de Paul Young del primer lugar de la lista Billboard de popularidad entre los radioescuchas, las integrantes del equipo de Las Barras y Las Estrellas caían 1-0 ante sus homólogas de Italia. Así como una golondrina no hace verano, aquella derrota iniciática tampoco fue premonitoria, sino todo lo contrario. Porque al cabo de poco más de un lustro, en 1991, las antecesoras de Rapinoe en el representativo nacional saldrían campeonas de la primera edición de la Copa del Mundo organizada por la FIFA para mujeres. De los nueve mundiales femeniles celebrados por la entidad rectora del futbol hasta la fecha, además de aquel certamen inaugural que se jugó en China las estadounidenses ganaron el de 1999, en casa, superando en la final a la selección de China ante más de 90 mil espectadores en el Rose Bowl; y también salieron vencedoras de las ediciones de 2015 y 2019, con Rapinoe en su alineación. La nación que más se le acerca al Team USA es Alemania, con la mitad de títulos mundiales. En cambio Italia, que les propinó un revés en su partido de estreno a las norteamericanas, no ha podido ganar uno. 

En octubre de 1984, por los días en que el matrimonio conformado por Denis y Jim Rapinoe estaba haciendo lo conducente para que nueve meses después naciera —junto con su gemela Rachel— la futura recipiendaria del segundo Balón de Oro femenil de la historia del futbol, desaparecía la North American Soccer League (NASL) por la que a lo largo de 16 años —subrayadamente a partir de la llegada de Pelé en 1975— desfilaron los mejores futbolistas varones del planeta, aunque ya en fase crepuscular, como Eusebio, Franz Beckenbauer, Bobby Moore y Johan Cruyff, así como futuras estrellas, entre ellas Hugo Sánchez. Por más que la llegada de semejantes figuras evidenció la magnitud del impulso que se le intentó dar, el futbol masculino terminó por sucumbir al no lograr consolidarse en un país dominado por los deportes de conjunto vernáculos: el futbol americano, el beisbol, el basquetbol y hasta el hockey sobre hielo. Tendrían que pasar más de diez años para que luego de ser exitosa sede del Mundial varonil de 1994 —el que paradójicamente registra la mayor asistencia de público a los estadios, como lo documenta Andrew Zimbalist en su libro Circus Maximus— Estados Unidos volviera a tener Liga para ellos: la actual Major League Soccer (MLS). En cambio ellas, las mujeres de la Unión Americana, abrazaban al futbol y, mientras la actividad futbolística de los hombres entraba en stand by, pavimentaban el camino que las llevaría a ser lo que hoy son: la principal potencia futbolística femenil del planeta.    

Así haya durado apenas un año, el paso de Megan por el futbol francés con el Olympique Lyon en 2013 la puso a tono para encarar en su mejor forma la Copa del Mundo de 2015 que se disputó en Canadá. Su selección terminó llevándose el torneo y a su regreso a Washington las jugadoras fueron recibidas y reconocidas por Barak Obama, a quien obsequiaron la camiseta ‘44’ por aquello de ser el cuadragésimo cuarto presidente de los Estados Unidos. Cuatro años después la situación había cambiado radicalmente, no en lo futbolístico sino en lo político. Porque las futbolistas yanquis refrendaron el título mundial en Francia 2019, pero Rapinoe se negó a asistir con sus compañeras a una nueva recepción en la Casa Blanca argumentando —de acuerdo con información publicada en The New York Times el sexismo, la misoginia y el racismo de quien para entonces era su ocupante: Donald Trump.

Obama recibe la ’44’ de la selección. La segunda a su izquierda, Megan (Foto: NPR).

Comerciante de bienes raíces, Trump desde joven era más afecto a leer en los periódicos las listas de hipotecas en remate que las secciones deportivas que tanto gustaban a sus compañeros de la universidad, tal como lo afirma en su libro Trump. The Art of the Deal, que escribió con ayuda de Tony Schwartz. Sin embargo, su vida no ha sido del todo ajena a los deportes. Naturalmente, su vinculación con éstos tendría que ver con sus inversiones. Una parte de su inmensa fortuna la destinó a comprar un equipo de futbol americano que participaba en una liga que en los 80 pretendía rivalizarle a la nfl el total acaparamiento que había alcanzado sobre el deporte de las tacleadas en su vertiente profesional. Adquirió una franquicia, New Jersey Generals, que jugaba en la United States Football League (usfl), a la que desde el momento de su decisión de participar en ella Trump ya le auguraba un breve futuro. “Yo no miraba lo del Generals como un negocio típico. Venía a ser para mí como un lanzamiento a larga distancia, además de una travesura que podía permitirme. Siempre he sido un gran aficionado a este deporte [el futbol americano], aunque también me gustan todos los demás, y el tener un equipo propio me parecía la realización de una gran fantasía”.

Trump (der.) con Doug Flutie, quarterback de sus Generals (Foto: ocregister.com)

Darse su propio juguete deportivo no era la única motivación de Trump para entrar a la industria. “Además, me tentaba la idea de enfrentarme a la National Football League (NFL), que yo consideraba una organización monopolística, vanidosa y demasiado pagada de sí misma”, escribió en su libro ya mencionado. Él sí vanidoso y pagado de sí mismo como el que más, y además ya infectado de hybris —esa enfermedad del poder que contraen tantos jefes de Estado, como su antecesor en la presidencia de Estados Unidos, George W. Bush, tal como lo afirma el médico y parlamentario inglés David Owen en su libro En el poder y en la enfermedad, publicado en español por Siruela—, Trump, amigo y arrendador del impresentable Chuck Blazer —oscuro directivo de la FIFA que cobró un millón de dólares por votar a favor de Sudáfrica para que saliera elegida como sede del Mundial de 2010, inquilino al que el magnate metido después a político le cobraba precio preferencial por ocupar una parte de la famosa torre neoyorquina a la que puso su apellido, tal como lo refiere Ken Bensinger en su libro sobre las turbiedades financieras en la FIFA— tuvo para Megan un comentario que, a pesar de que resulta imposible esperar algo positivo de él, lo hace desmerecer aún más. Cuando en su último Mundial, Australia-Nueva Zelanda 2023, Rapinoe erró en la tanda de desempate el penalti que supuso la eliminación de su selección en octavos de final —las estadounidenses nunca habían quedado fuera en etapa tan temprana— Trump utilizó su propia red social —porque le fue cancelada su cuenta de X, antes Twitter— para despotricar: “Nice shot Megan, the USA is going to Hell!!!” (“Buen tiro, Megan, los Estados Unidos se van al infierno!!!”).  

Lo de Trump no fue una divertida “venganza” retórica que por el paso del tiempo se le hubiera presentado “fría” por aquello de que la venganza es un plato que se sirve frío. Lejos estuvo de ser una fina ironía que le revirtiera a Megan el supuesto desaire de no haber querido visitarle cuando habitaba la residencia presidencial. Aquel mensaje desafortunado —as usual— lo evidenció, en cambio, como un sujeto que no tolera la disidencia y que se solaza en el descalabro de quien le incomoda. Trump, el individuo irascible que no pudo reprimirse la burla, que gozó con el momento de infortunio deportivo que vivió una embajadora del futbol que se juega en la nación que él llegó a representar desde la más alta investidura, intentó mofarse de Megan porque ella le plantó cara cuando él era el hombre más poderoso del mundo. Y lo era por donde se le mirara: desde lo político, lo económico o lo militar. Decirle sus verdades a Trump como se las dijo Megan, en el tiempo en que se las dijo, requiere más entereza y arrestos que tirar un penalti en un Mundial. Thath’s a truly nice shot, Megan.

Un célebre paisano de Rapinoe, Edgar Allan Poe, en sus reflexiones sobre el oficio de escribir dejó un consejo: “toda trama digna de ese nombre debe elaborarse hasta su desenlace antes de intentar cualquier cosa con la pluma. Sólo con el desenlace constantemente a la vista podemos dar a la trama su aspecto indispensable de concatenación”. Cuando el club Chicago Red Stars seleccionó a Megan Rapinoe para convertirla en profesional luego de verla jugar para los Pilots de la Universidad de Portland, nadie podía saber cuál iba a ser el desenlace de su carrera en el futbol. Pero ahora que luego de casi tres lustros de trayectoria somos millones los que lo conocemos, podemos ver cómo ella se encargó de que llegara precedido de un cúmulo hazañas deportivas, pero también, y quizá por encima de todo, de una trama de valentías éticas y políticas. La portadora durante casi un decenio de la camiseta ‘15’ del club OL Reign de Seattle dribló las claudicaciones para escribir, desde su compromiso con la igualdad y con el ejercicio de las libertades, lejos del simplismo contestatario, páginas trascendentales de esa modalidad específica de activismo social y político a la que en su país, tan dado a la acuñación de etiquetas que encierran conceptos, se le conoce como Athlete Activism.

No es un atleta activista quien apoya el logro de un objetivo electoral poniendo su rostro al servicio de en la más burda, efímera e insustancial propaganda partidista, menos aún si lo hace a cambio de dinero. Quien así actúa es lisa y llanamente alguien que se alquila al mejor postor. El atleta activista, en cambio, es quien cobra conciencia —como dice el escritor y traductor Benjamín de Buen— de que tiene mucho “poder sin usar”, y en vez de convertirse en un mero móvil del proselitismo más ramplón, ese que se vale de la spotización de su imagen para pepenar votos, está dispuesto a exponer su vocación, su permanencia en la actividad deportiva —incluso a perder patrocinios o a sufrir el retiro de premios y galardones ganados con el esfuerzo y la destreza de su cuerpo— en aras de contribuir a alguna causa que de veras importe y que de avanzar en ella nos conduzca a una sociedad mejor.

Cem Abanazir, abogado turco experto en Derecho deportivo, sostiene algo que bien saben los atletas activistas en general y Megan en particular: que “el deporte es una plataforma eficaz para transmitir mensajes”. Pero al mismo tiempo, dice Abanazir en un ensayo que podemos leer en español en el libro Deporte, derecho y filosofía, coordinado por José Luis Pérez Triviño y Alberto Carrio Sampedro que circula bajo el sello de editorial Fontamara, que “en la industria deportiva la libertad de expresión es la excepción antes que la regla”.  Y lo dice porque “en comparación con otros ámbitos sociales, los deportistas ven disminuida su libertad de expresión debido a las restricciones que imponen las organizaciones que gobiernan el deporte”. Así ocurre en el futbol. Porque si bien el artículo 4.1 de los Estatutos de la FIFA prohíbe que se discrimine a cualquier individuo por “cuestiones de posicionamiento político”, es habitual que en los contratos que los vinculan a los clubes para los que trabajan los futbolistas acepten cláusulas por las que renuncian a su libre acceso a los medios de comunicación, sujetando sus apariciones mediáticas a la previa autorización de los directivos.

Si bien semejante control puede obedecer a los razonables propósitos de 1) evitar que los performances futbolísticos se conviertan en festivales de proselitismo político como ya lo son de publicidad comercial y 2) de no sobrecalentar innecesariamente con tensiones partidistas si no es que ideológicas e incluso nacionalistas las competencias deportivas, también es cierto que se termina por amordazar al deportista, tratándolo como ciudadano de segunda. No hay que olvidar, por ejemplo, que el capitán de la selección alemana, el portero Emanuel Neuer, estuvo a punto de ser sancionado por haber utilizado un gafete con los colores de la bandera LGBT durante la Euro 2021, y si finalmente no se le aplicó castigo alguno fue por la reacción de la opinión pública.

A pesar de que bajo el arreglo vigente en el futbol los mensajes de contenido político intenten ser concentrados en exclusiva por las ligas y las federaciones —ellas sí se permiten repudiar la invasión rusa a Ucrania, por ejemplo, u omitir cualquier pronunciamiento sobre los ataques israelís a la población de Gaza, también por ejemplo— privando en consecuencia a los deportistas, los verdaderos imanes de audiencia, de semejante prerrogativa, afortunadamente hay quienes, como Megan Rapinoe, encuentran desde la lucidez movida por la convicción los recovecos para vivir una ciudadanía plena, y de paso llamar la atención sobre la urgencia de poner a debate la idea políticamente pudibunda de que un hecho cultural y político de las dimensiones del deporte más universal puede y debe mantenerse refractario al acontecer colectivo.

(Foto: AP News)

fbc.

La jugada salió mal

Por: Farid Barquet Climent.

A Sebastián Chittadini y Esteban Bedriñán

A Gerardo Quintán Paz

Y, otra vez, a Rodrigo Puchet Dutrenit

En las novelas de Eduardo Sacheri —al menos las cinco que he leído— el futbol siempre asoma. En El funcionamiento general del mundo, publicada por Alfaguara en 2021, el futbol no solamente asoma: es el eje principal del que se vale Sacheri para reconstruir el tiempo de su adolescencia, que es también el de la agonía de la última dictadura argentina y el de los albores de la democracia.

A buen seguro, Sacheri fija con honestidad el recuerdo de la primera vez que oyó —en la novela lo hace su alter ego, Federico Benítez— el cántico “Se va a acabar, se va a acabar la dictadura militar” en 1983, año en el que finalmente la junta militar abandonó el poder y Raúl Alfonsín asumió la presidencia de la nación por el voto popular. No es obligación de Sacheri —y menos en una novela, que cuenta con todas las licencias que la ficción permite— referir con precisión de historiador dónde ni en qué momento surgió el “cantito” —como le llama Sacheri en correcto argentino— ni tampoco a partir de qué momento empezó a cundir. Pero lo cierto es que esa tonada icónica del reclamo democrático nació tres años antes, y no en la Argentina, sino en la vecina República Oriental del Uruguay. Y lo hizo en un estadio de futbol.

En 1980 la dictadura militar uruguaya llevaba siete años imponiendo su yugo desde que en junio de 1973 el entonces presidente, un civil, Juan María Bordaberry, presionado por la élite castrense o coludido con ella, dio un golpe de Estado al disolver las cámaras del poder legislativo. Menos de tres meses después Chile corría la misma suerte por el golpe pinochetista del 11 de septiembre contra el gobierno de Salvador Allende, y para 1976 Jorge Rafael Videla y sus secuaces hacían lo mismo en la Argentina al deponer a la presidenta María Estela “Isabelita” Martínez de Perón. Eran los años de la Operación Cóndor, ese conciliábulo de sátrapas que en el contexto de la guerra fría instauró el terrorismo de Estado en el Cono Sur.

En 1980 los mandamases de la dictadura uruguaya muy probablemente consideraban altamente provechosa para la salud y el vigor de los gobiernos de facto la organización en sus territorios de eventos deportivos capaces de concitar la atención internacional. Seguramente tenían presente un antecedente inmediato: el Mundial de futbol que se había jugado en la Argentina apenas dos años antes. No hay que olvidar que la onceava edición de la Copa del Mundo, Argentina 78, de la que salieron campeones los muchachos dirigidos por César Luis Menotti, a poco de concluida era percibida como un éxito propagandístico del régimen militar argentino.

Si el deseo de la dictadura uruguaya era replicar lo hecho por sus vecinos de la otra orilla del Río de la Plata alojando también un Mundial con el idéntico propósito de mostrar una cara limpia al mundo, tendría que esperar por lo menos cuatro años —y eso sin la certeza de que le fuera concedido— porque el congreso de la FIFA no se reunió sino hasta 1984 para decidir a qué país otorgarle el Mundial de 1990, votación que arrojó como sede a Italia por encima de la Unión Soviética, que también se presentó como candidata. En 1980 los Mundiales de 1982 y 1986 ya estaban programados para llevarse a cabo en España y en Colombia, respectivamente (aunque en 1982 la nación cafetera habría de declinar y en sustitución entró México). Fue entonces cuando la cifra correspondiente al año en curso, 1980, se presentó como lo que es: un número redondo. Pero la redondez de 1980, en 1980, más que a su terminación en cero obedeció a un motivo aún más determinante: que en 1980 se cumplía el cincuentenario de la celebración del primer Mundial, el que se jugó en Uruguay en 1930. Y fue por eso que alguien tuvo la idea de reunir, en la cuna de los Mundiales, a los representativos de los seis países que entonces ostentaban el pergamino de haber sido campeones del mundo al menos una vez —Alemania Federal, Argentina, Brasil, Inglaterra, Italia y, por supuesto, Uruguay, selecto grupo al que desde entonces sólo se han sumado dos integrantes más: Francia y España— para disputar, en aquel año de las bodas de oro de la redonda y el Mundial, un torneo al que se denominó Copa de Oro —lo que demuestra que la Concacaf ni siquiera pudo ser original a la hora de escoger nombre para el torneo confederativo de selecciones que se juega en la parte alta del continente desde 1991— pero al que, imposibilitado de parangonarlo con los Mundiales a cuya celebración se consagró, el pueblo uruguayo le llamó Mundialito.

No queda clara la paternidad de la idea. En el excelente documental Mundialito —producido y dirigido por Andrés Varela y Sebastián Bednarik, disponible en YouTube— se la arroga el entonces presidente de la FIFA, Joao Havelange. Pero quizá se trate tan sólo de una coartada para hacer parecer que se gestó en las oficinas de la trasnacional del futbol y no en los cuarteles del Uruguay. Es cierto que como 1980 fue año de Eurocopa —se trató de la primera edición del torneo de naciones del viejo continente que se jugó en una sola sede, Italia, y la ganó Alemania Federal con magníficas actuaciones de Bernd Schuster, quien nunca más volvió a aparecer con la selección teutona— el Mundialito no podría haberse jugado a mediados de año. Pero creo que programar su inauguración para el 30 de diciembre respondió menos a la dificultad de encontrar fechas libres en el calendario que a un objetivo político. Porque exactamente un mes antes, el 30 de noviembre, habría de llevarse a cabo un plebiscito, convocado por la dictadura, para que los ciudadanos uruguayos se pronunciaran a favor o en contra de la aprobación de una nueva constitución, impulsada por el régimen para garantizar su continuidad. Los militares buscaban quitarse el estigma que les acarreaba el quebrantamiento del orden constitucional de siete años atrás, instrumentando una votación que les dotara a posteriori de la legitimidad de que carecían. Incluyeron en la propuesta de constitución algunas disposiciones aparentemente aperturistas que supuestamente abrirían el camino del pluralismo —“una nueva república”, dijeron— pero con la única y verdadera intención de consolidar su control omnímodo.

En sus cálculos daban por descontado que el plebiscito tendría por desenlace el respaldo a su permanencia en el poder. Bajo ese supuesto, parecen no haber encontrado mejor manera de celebrar la que —pensaban— sería su victoria que a través de la fiesta nacional, el futbol, y, además, en el recinto, lleno de simbolismo, en el que por primera vez el mundo quedó unido por un balón: el estadio Centenario de Montevideo.

Pero la jugada les salió mal.

Lejos de que el resultado electoral les favoreciera, el 57% de los uruguayos que acudieron a votar lo hicieron por el NO a la nueva constitución. El Mundialito, entonces, ya no fue el performance propagandístico que habían pensado los militares como corolario de su confirmación. Se convirtió, por el contrario, en el vehículo catártico por el que el repudio popular a la dictadura se hizo estentóreo. “Se va a acabar, se va a acabar la dictadura militar”, resonó en las gradas del Centenario el día del partido final entre las selecciones de Uruguay y Brasil, enfrentadas a treinta años del maracanazo y a diez de la revancha que se cobraron los amazónicos en el Jalisco de Guadalajara en México 70.

Como en Italia 34, como en Argentina 78, los dos mundiales jugados en países bajo dictaduras, el Mundialito se lo llevó el anfitrión. Al haber salido ganadora del Grupo A —en el que se midió con Italia y con Holanda, pues esta última asistió, no obstante no haber ganado un mundial, por su condición de doble subcampeona consecutiva, en reemplazo de Inglaterra, que alegó como imposibilidad los partidos previamente programados de su Liga nacional, que históricamente ha tenido actividad decembrina— la Celeste llegó a la final, en la que superó a Brasil —ganador del Grupo B por encima de la Alemania Federal de Rummenigge y la Argentina de un novel Maradona, que venía de ser campeón mundial juvenil recién el año anterior en Japón 79— por marcador 2-1 gracias a los goles de Jorge Walter Barrios y Waldemar Victorino, leyenda del Nacional de Montevideo, fallecido en agosto de 2023. El momentáneo empate brasileño llegó por la vía del penalti en los pies de un futbolista politizado, un demócrata como el que más: el también fallecido Sócrates Sampaio, padre de la democracia corinthiana. A pesar de verse derrotado deportivamente en la cancha, el Doctor seguramente se congratuló por la efervescencia democrática que se vivía en las tribunas.    

¿Qué necesidad tenían los militares de llamar a un plebiscito que, así les pareciera remota la probabilidad de que les resultara contraproducente, ponía en riesgo, mínimamente según ellos, pero en riesgo al fin, su permanencia? Suscribo la explicación que por aquellos días formuló en una colaboración periodística Gabriel García Márquez. De los jerarcas de la dictadura uruguaya, a los que consideraba “turbios y sin gloria”, el futuro Nobel —todavía no lo era, faltaban dos años para que lo condecorara la Academia Sueca— se preguntaba con extrañeza “por qué tenían que preguntar nada en un momento en que parecían dueños de todo su poder, con la prensa comprada, los partidos políticos prohibidos, la actividad universitaria y sindical suprimida y con media oposición en la cárcel o asesinada por ellos mismos, y nada menos que la quinta parte de la población nacional dispersa por medio mundo”.

La hipótesis que enarbola el colombiano me parece de lo más acertada: que “los gorilas uruguayos terminaron por creerse su propio cuento”. En palabras del impulsor de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, cayeron en “la trampa del poder absoluto”. Escribe el autor de Cien años de soledad: “Absortos en su propio perfume, los gorilas uruguayos debieron pensar que la parálisis del terror era la paz, que los editoriales de la prensa vendida eran la voz del pueblo y, por consiguiente, la voz de Dios, que las declaraciones públicas que ellos mismos hacían eran la verdad revelada, y que todo eso, reunido y amarrado con un lazo de seda, era de veras la democracia. Lo único que les faltaba entonces, por supuesto, era la consagración popular, y para conseguirla se metieron como mansos conejos en la trampa diabólica del sistema electoral uruguayo”. Fue así como armaron un plebiscito que, tal como afirmó el oriundo de Aracataca, “les salió por la culata”.

Porque en lo que finalmente derivó el plebiscito fue en la confirmación del vaticinio inscrito en el cántico que espontáneamente se escuchó en la final del Mundialito: se reestableció la vigencia de la constitución de 1966-67 y, como consecuencia, en 1984 se celebró la primera elección presidencial desde la ruptura de la regularidad constitucional en 1973, jornada comicial de la que resultó ganador Julio María Sanguinetti, a su vez presidente honorario de uno de los dos grandes del futbol charrúa: el Club Atlético Peñarol.

Mezcla de anhelo, exhortación y presagio, aquel grito con alma de himno resultó una profecía felizmente acertada. “Se va a acabar, se va a acabar la dictadura militar”. Y efectivamente, se acabó.

fbc.

Foto: Esférico.

Laurie y Jude

Por: Farid Barquet Climent.

La víspera de un nuevo derbi en la Ciudad Condal, tengo para mí que si un jugador del Real Madrid es recordado por haber concitado la ovación unánime del Camp Nou, es uno que tiene algunas notas en común con Jude Bellingham, el fulgurante refuerzo que a los madridistas, si no nos ha hecho olvidar a Karim Benzema, al menos nos hace no extrañarlo tanto gracias a sus once goles conseguidos en doce partidos entre Liga y Copa de Campeones. Dentro de unas horas, Bellingham jugará su primer clásico.

Aquel jugador que hizo que los culés levantaran sus ídems de sus asientos para aplaudirlo, también nació en Inglaterra y su apellido también termina en ham, esa abreviatura de hamlet —en español villa, aldea— utilizada como sufijo para indicar el lugar de origen de las familias. Pero no me refiero a David Beckham. Me refiero, en cambio, al futbolista pionero de la legión inglesa en Chamartín, la que continuaron Steve McManaman, Jonnathan Woodgate, Michael Owen y los mencionados Beckham y Bellingham. Me refiero al jugador que con la más reciente y acertada contratación británica de los merengues, amén de pasaporte y apellido con terminación toponímica, comparte también otra característica que no reúne ninguno de sus otros cuatro paisanos que han pasado por el club: la sangre negra en sus venas.

Laurence Paul Cunningham llegó al Real Madrid para la temporada 1979-80, proveniente del West Bromwich Albion, pionero entre los clubes ingleses en alinear con regularidad a tres futbolistas negros, uno de ellos Cunningham. Santiago Bernabéu había muerto apenas el año anterior, por lo que el sucesor del mítico presidente, Luis de Carlos, no iba a reparar en gastos para nutrir la plantilla con lo mejor de lo mejor. Por eso dispuso que el Madrid erogara una cantidad de dinero que nunca había gastado en toda su historia por un fichaje. Y ese fichaje fue “Laurie” Cunningham.  

Laurie Cunningham en el Bernabéu

Amante de la música funk y siempre a la moda de los soulboys de la cultura pop de la época, Laurie arribó a España con el cartel de ser el segundo jugador negro en ser convocado a la selección inglesa —el primero fue Viv Anderson, un año antes— y el primero que se puso la camiseta de The Three Lions en un encuentro oficial.

Laurie con el uniforme de su selección

En la segunda vuelta de su primer torneo de Liga en el futbol ibérico, Laurie y sus compañeros, dirigidos por el entonces yugoslavo Vujadin Boskov, visitaron el estadio del fc Barcelona el 10 de febrero de 1980. Esa noche el delantero londinense, hijo de inmigrantes jamaicanos, brindó un festín de futbol. Luego de una velocísima escapada que de tan rápida le obligó a hacer una larga pausa —bien pudo tomarse un tea en plena cancha— para esperar el arribo de su compañero Santillana, Cunningham usó la parte externa de su pie derecho —con la que solía tirar los córners— para poner la asistencia a boca de gol que capitalizó el ‘9’ cántabro y así conseguir el segundo de los dos tantos que valieron aquella victoria madridista —el primero lo anotó Francisco García Hernández dos minutos antes— en la que los locales no pudieron siquiera hacerse presentes en el marcador.

Campeón de Liga —no sin polémica: la Real Sociedad de San Sebastián, que llegó segunda, alegará por los siglos de los siglos que fue víctima de un arbitraje localista en su visita al Bernabéu, derrota que fue el fiel de la balanza al final de la competencia, pues el Madrid ganó su vigésima Liga por un solo punto sobre los txuriurdines— y también de Copa en su primera temporada, todo indicaba que Laurie permanecería por varias temporadas, con éxito creciente, en la disciplina blanca. Pero no fue así. Las lesiones lo persiguieron. Y de ello da cuenta nada menos que el más madridista entre los escritores: Javier Marías. Articulista de fuste, Marías dice haber incursionado en otro género periodístico, el de la entrevista, por única vez, gracias a Cunningham. El icónico vecino de Chamberí —fallecido el 11 de septiembre de 2022— relató en 2018 que, hacia 1981, tenía una novia estadounidense necesitada de entrevistar a personajes radicados en España cuyas declaraciones pudieran interesar al público lector de periódicos en los Estados Unidos. Fue entonces cuando Marías pensó en Laurie, quien accedió a la interviú que tuvo lugar en un gimnasio donde se rehabilitaba de los estragos físicos que impidieron su permanencia en el Real Madrid, del que se marchó en 1982.

Fue cedido al Manchester United, tuvo un paso por el Olympique de Marsella, recaló media temporada en el Sporting de Gijón, también jugó en Bélgica. Pero ya nunca volvió a Real Madrid, aunque sí volvió, y en dos ocasiones, a la capital española, para seguir con lo que le quedaba de futbol. Como su paisano Robin Hood, Laurie probablemente sintió afección por los pobres. Qué mejor lugar para encontrarlos en Madrid que ir al barrio de Vallecas, esa “ciudad sagrada del proletariat”, como le decía el gran escritor —aunque no del agrado de Marías— Francisco Umbral. Y quizá por eso Cunningham jugó dos temporadas, aunque no consecutivas, para el equipo de la localidad: el Rayo Vallecano.

Precisamente en su segunda estancia con el conjunto de Vallecas, Laurie murió en el Hospital Clínico de Madrid tras un accidente automovilístico. Aquel 15 de julio de 1989, a los 33 años, se iba el que para Marías era a un tiempo “un gran e intermitente extremo izquierda”.

En aquella columna escrita en 2018 Marías afirmaba: “Lo más probable es que ningún futbolista actual del Madrid sepa quién fue Cunningham”. Pienso que hoy Jude Bellingham sí lo sabe. Y si no lo sabe, debe saberlo. “Hey Jude, don’t make it bad”, cantaban cuatro paisanos tuyos, unos chicos de Liverpool.

fbc.

¿Díaz Ordaz eliminó a México del Mundial 70?

Por: Farid Barquet Climent.

El nuevo libro de José Ramón Cossío Díaz, Que nunca se sepa, da pistas que pueden llevar a concluir que la eliminación de la selección mexicana en cuartos de final del primer Mundial celebrado en suelo mexicano se vio facilitada por decisión de quien mandaba entonces en el país, determinación probablemente potenciada por un hecho desconocido para la opinión pública hasta la aparición de esta obra.

Ya se ha escrito acerca de la personalidad paranoica de Gustavo Díaz Ordaz, presidente de México durante el sexenio 1964-1970. A la represión estudiantil del 2 de octubre de 1968, ocurrida un día como hoy hace 55 años en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, se le tiene por el epítome sangriento de esa paranoia. De consecuencias mucho menos lacerantes, en el ámbito del deporte también es posible rastrear algunas materializaciones de esa perturbación mental que aquejaba al habitante de Los Pinos. Una investigación reciente de José Ramón Cossío Díaz, contenida en su flamante libro Que nunca se sepa, publicado por Debate, ofrece indicios de que la paranoia que la historia le atribuye a Díaz Ordaz pudo habérsele agudizado a menos de cuatro meses de la inauguración del Mundial de futbol México, del que nuestro país fue sede durante su gobierno, mas no por su decisión.

Logotipo oficial de México 70

El mediodía del 31 de julio de 1970, luego de lanzar al aire la moneda de rigor en presencia de los capitanes Gustavo “El Halcón” Peña de México y Albert Alekseyevich Shesternev de la Unión Soviética, el árbitro Kurt Tschenscher —de pasaporte alemán federal pero nacido en Polonia en tiempos en que la república alemana de Weimar abarcó el territorio de Szymiszów, su ciudad natal— puso a rodar el Tel Star, el balón de gajos pentagonales negros y hexagonales blancos con el que la FIFA conmemoró la puesta en órbita del satélite gracias al cual México 70 fue la primera justa mundialista cuyos partidos se transmitieron a color. Pero pocos minutos antes del silbatazo de Tschenscher, mientras pronunciaba las palabras protocolarias que dieron por inaugurada la novena edición de la Copa del Mundo, Díaz Ordaz se llevó una sonorísima rechifla del público que llenó el Azteca. Los asistentes aprovecharon la presencia del presidente para manifestar en forma de silbidos su reproche por la matanza de Tlatelolco, ocurrida menos de dos años antes. Díaz Ordaz habrá sentido que se le venían encima los 42 000 metros cúbicosde concreto soportados por una estructura ósea de 8 000 toneladas de varilla y 1 200 de acero, una mole imponente de 110 000 cabezas bautizada con una denominación sintomática de la que para Christopher Domínguez Michael es la “aztecolatría del nacionalismo mexicano”. A pesar de estar posados sobre el pasto sostenido por el suelo rocoso del viejo pueblo de Santa Úrsula, los pies de Díaz Ordaz seguramente se sintieron soportados no más que por agua.

El árbitro Tschenscher en el volado inaugural para elegir «saque o portería»

Gracias al nuevo libro de Cossío Díaz, actualmente ministro en retiro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, sabemos que la rechifla que marcó el inicio de México 70 anidó en ánimo propicio para activar los reflejos paranoicos del presidente. Porque de acuerdo con los hallazgos de Cossío Díaz, apenas el 5 de febrero del año del Mundial, en el marco de las celebraciones por el 53º aniversario de la Constitución de 1917, un hombre de 28 años, Carlos Francisco Castañeda de la Fuente, intentó asesinar a Díaz Ordaz en las inmediaciones del monumento a la Revolución.

Portada del libro de Cossío Díaz sobre el atentado contra Díaz Ordaz

Si a esa tentativa de magnicidio le aunamos la rechifla salida de las fauces del Azteca y le sumamos también las catarsis populares sobre el Paseo de la Reforma motivadas por la buena marcha de la selección anfitriona durante el certamen, podemos conjeturar que Díaz Ordaz bien pudo abonar el terreno para que el representativo nacional no continuara en la competición. 

Luego de que en el deslucido encuentro inaugural no pudiera sacar más que un empate sin goles ante los soviéticos —a quienes Díaz Ordaz, en aquel tiempo de Guerra Fría, quizá veía como promotores de una conspiración comunista contra su gobierno— México enfrentó en su segundo cotejo a un rival regional, El Salvador. Débil en comparación con la oncena proveniente del otro lado de la Cortina de Hierro, el representativo centroamericano, a pesar de entrenarse con denuedo en las instalaciones del Club Deportivo Israelita —ubicado en los límites del municipio de Naucalpan con el otrora Distrito Federal, complejo contiguo al Campo Militar No. 1, a donde probablemente fue llevado Castañeda de la Fuente, el que quiso matar a Díaz Ordaz—, no opuso mayor resistencia: México se impuso 4-0.

La goliza a los salvadoreños inauguró una tradición. A partir de aquel 7 de junio de 1970, el Ángel de la Independencia devino en lo que sigue siendo: el epicentro de los festejos futbolísticos nacionales. Tal como recuerda José Woldenberg en su libro Memoria de la izquierda:

“la coartada del triunfo juntaba a miles de personas que bebían en plena calle, desplegaban sus banderas, y se dedicaban al más puro y elocuente relajo (palabra que ha caído en desuso). Las reuniones multitudinarias eran imposibles por motivos políticos, pero las ponía en marcha un buen resultado de futbol”.

La primera victoria de la selección en el Mundial se convirtió en pretexto idóneo para que la juventud capitalina deel diazordacismo menguante, menguante pero diazordacismo, se permitiera volver a hacer suyo el espacio público bajo un disfraz de júbilo colectivo provocado por los éxitos deportivos.

La juventud chilanga festeja en El Ángel

El Tri habría de cerrar la fase de grupos con una victoria ante Bélgica gracias al penalti anotado por su capitán Peña. El 1-0 sobre el combinado flamenco le dio a la selección mexicana el acceso a la ronda de eliminación directa por primera vez en su historia.

En el libro Breve Historia de la Copa del Mundo, distribuido gratuitamente en México el mes previo al Mundial gracias al patrocinio de una marca de encendedores, el historiador del futbol Eduardo F. Ramírez vaticinaba “sin duda” que la selección mexicana no saldría del Azteca en el 70 como no salió la inglesa de Wembley en el 66. Pero el pronóstico de Ramírez no se cumplió. Y quizá en ello tuvo mucho que ver Díaz Ordaz. Y quizá, por interpósito presidente, intervino también, sin nunca saberlo, Castañeda de la Fuente, el magnicida que no fue.

De acuerdo con el testimonio de Ignacio Basaguren, integrante de la selección mexicana de aquel Mundial —autor del cuarto gol contra El Salvador, primer futbolista de la historia en anotar gol luego de ingresar de cambio y también primer futbolista en reemplazar a un jugador que a su vez entró también por vía de cambio— fue Díaz Ordaz quien decidió evitar una cuarta gran concentración de personas en el Azteca con motivo del encuentro de cuartos de final entre México e Italia, tal como lo afirma el ex delantero atlantista en el documental México 70: el mundial que cambió el futbol, realizado con base en una investigación de José Samuel Martínez, producido por José Gutiérrez bajo la dirección de Hernán Perera para Iberotv.

Según declaraciones de Basaguren al diario El Universal, mediante un telegrama con remitente en Palacio Nacional dirigido al presidente de la Federación Mexicana de Futbol, Guillermo Cañedo, Díaz Ordaz ordenó que México jugara en Toluca y no en el coloso de Santa Úrsula su partido por el pase a la semifinal. El periodista Francisco Javier González también afirma en su libro El 86 que “fue una orden presidencial la que sacó a la selección mexicana del estadio Azteca para mandarla a Toluca en el Mundial de 1970”. En cambio, otras versiones sostienen que México sólo podía mantenerse en la capital del país si quedaba en primer lugar su grupo, pero no lo consiguió, toda vez que el primer lugar le fue dado a la URSS por sorteo dado el empate en puntos y en diferencia de goles entre mexicanos y soviéticos. A esta última versión abona un libro de Antonio Lavín U., Futbol mundial, publicado en México por Editora Promotora Publicitaria un mes antes del inicio de la Copa, de acuerdo con el cual el segundo lugar del Grupo 1 debía jugar su partido de cuartos de final en Toluca.

Basaguren porta el uniforme de la selección en el Azteca durante un partido de México 70

Haya sido por disposición del reglamento de competencia o por la paranoia de Díaz Ordaz probablemente agudizada por el atentado en su contra —que Cossío Díaz reconstruye con rigor historiográfico y dotes narrativas en Que nunca se sepa— lo cierto es que fue un total despropósito futbolístico que el partido se disputara en la capital mexiquense, ciudad cuyo equipo, el Club Deportivo Toluca, solamente aportaba un jugador a la selección: José Vantolrá, hijo de Martí Ventolrá, estrella del FC Barcelona y secretario general del sindicato de futbolistas catalanes, que exiliado en México cambió su nombre a Martín Vantolrá. Al término de una gira por América que realizó con el club culé para conseguir fondos que permitieran la subsistencia de la institución tras el estallido de la guerra civil española —como lo documenta el periodista Frederic Porta en su libro El Barça y México en 1937. Tiempos de Cárdenas, publicado por Miguel Ángel Porrúa en 2022— Vantolrá se quedó a vivir por siempre en México, hasta su muerte en 1977, gracias a la política de asilo del presidente Lázaro Cárdenas del Río, de cuya nieta, Josefina Rangel Cárdenas, se   dice que se enamoró Vantolrá, según una versión que recoge el historiador Gerai Puig en su libro sobre la historia del Barça. Luego de militar una sola temporada en el Club España de la Liga mexicana, a lo largo de toda una década, hasta su retiro a los 44 años en 1950, Vantolrá vistió otra camiseta azulgrana, la del Atlante, del que era presidente el jefe de escoltas del general Cárdenas y después jefe de la policía de la Ciudad de México durante el sexenio presidencial cardenista, el coronel y postrero general José Manuel Núñez.

Instalada en Toluca la selección mexicana, el único de sus veintidós miembros que ahí podría sentirse propiamente en casa era Vantolrá hijo.

Si bien Toluca también es México, su estadio jamás pesará en términos de localía como pudo haber pesado el apoyo multitudinario del Azteca, que habría sido una ventaja legítima a favor de los mexicanos para enfrentar al entonces campeón de Europa y medalla de oro olímpica.

En Toluca, además, la selección italiana ya estaba de lo más a gusto. Ahí jugó dos de sus tres partidos de primera fase, cómodamente hospedada en el hotel colonial Parc Des Princes, bien alimentada por las pastas bañadas en salsa de tomate y zanahoria preparadas por el cocinero toscano Olimpo Roselli, espiritualmente auxiliada por el padre Barp, un confesor sardo traído a petición del portero Enrico Albertosi y sus compañeros del Cagliari, y con los pulmones puestos a tono por el doctor Leonardo Vecchiet, especialista en el cuidado del aparato respiratorio, tal como lo documenta el escritor y periodista italiano Rolly Marchi en su libro México Azul.

Marchi, experto en deportes de invierno que acompañó a la selección de futbol de su país durante toda su estancia mexicana con motivo de la Copa del Mundo, lo tecleaba desde su Olivetti lettera: “Comparado con el monumental Estadio Azteca el Estadio de Toluca es pequeñito, le dicen ‘La Bombonera’”. Y para colmo, como remataba Marchi: “[‘La Bombonera’] está a 2 680 metros sobre el nivel del mar. Los expertos aseguran que un metro cúbico de este aire contiene la misma cantidad de oxígeno que el de los Alpes. Pero aquí [en Toluca] hay flores, temperatura agradable, la atmósfera serena; allá [en los Alpes] roca y nieve”.

Veinticuatro años después, el periodista mexicano José Ramón Fernández, en su libro El futbol mexicano ¿un juego sucio? calificó el traslado a Toluca como “una lamentable decisión”. El creador del icónico programa televisivo Los protagonistas dice no encontrarle explicación a esa mudanza. Quizá la lectura de Que nunca se sepa, donde Cossío Díaz relata cómo el autoritarismo diazordacista se ensañó sobre el fallido magnicida, apuntale la hipótesis según la cual fue la decisión presidencial la que privó al equipo mexicano de seguir jugando en el Azteca, donde no recibió gol alguno en sus tres partidos de fase de grupos.

Trabajadores durante la construcción del Azteca

En México 70 no se quiso o no se supo capitalizar a favor del equipo anfitrión el hándicap legítimo que suponía ser local en un estadio como el Azteca, entonces sin par en el planeta. En vez de que los directivos de la Federación Mexicana de Futbol procedieran como solían —y suelen— hacerlo las federaciones de los países que alojan mundiales al procurar o de plano asegurar que el representativo local no se moviera de su casa, la selección mexicana tuvo que marcharse a un estadio comparativamente minúsculo, no obstante que en enero del año anterior México jugó dos amistosos contra Italia en el Azteca: uno lo perdió en el último minuto por apenas un gol (2-3) y el otro lo empató 1-1. Se podía colegir que El Tri iba en trayectoria ascendente en sus enfrentamientos contra Italia en el recinto monumental de Calzada de Tlalpan. Pero al parecer, a menos de dos años de la represión a los estudiantes en Tlatelolco, cuando todavía “la sombra del 68 gravitaba con fuerza” —como escribe Woldenberg en su ya citado Memoria de la izquierda—, cuando la pólvora detonada por la pistola de Castañeda de la Fuente aún se respiraba en la esquina de Gómez Farías e Insurgentes, pudo menos el deseo de hacer trascender al futbol mexicano que el miedo que se apoderó del dueño del poder, combinado con la sumisión genuflexa o la imposibilidad de los federativos nacionales de oponerse a los designios presidenciales.

A las faldas del Nevado, sobre la cancha del hoy Nemesio Diez, José Luis “La Calaca” González batió a Enrico Albertosi para poner adelante a México apenas rebasado el minuto doce, pero doce después un desvío infortunado del capitán Peña incrustó en la portería mexicana el empate de La Nazionale. La jugada había sido precedida de una ayuda con la mano del atacante Luigi “Gigi” Riva, que no fue sancionada por el árbitro. Para el segundo tiempo, el flamante Balón de Oro 1969, Gianni Rivera, primer futbolista italiano en recibir esa distinción, ingresó de cambio y marcó el segundo gol para Italia, mientras que su paisano Riva colaboró con otros dos más para firmar, en los focos amarillos del entonces innovador marcador electrónico, la debacle mexicana de aquel domingo 14 de junio de 1970, día en que México tuvo que decir adiós a su Mundial ante una selección que en sus tres partidos de primera fase solamente había conseguido anotar un gol, solitario tanto que, además, si bien no fue propiamente una chiripa, resultó más bien el producto de una mala acometida del portero sueco Ron Helstrom a un disparo atajable, predecible, un tiro telefonato como les llaman en Italia, salido sin mucha fuerza del botín derecho de Angelo Domenghini.

Gol de Riva. Nacho «Cuate» Calderón, portero de México, observa cómo el balón cruza la red.

Italia eliminó a México por 1-4, idéntico marcador con el que Italia terminaría por sucumbir ante Brasil el domingo siguiente en la final del Azteca, en la que el ensordecedor aliento del inmenso graderío se volcó a favor de los brasileños. Esas miles de gargantas mexicanas se habrían desgañitado, naturalmente y por ende con más ahínco, para apoyar México, contra la misma Italia, en la fase de cuartos. Pero no pudo ser así.

Muerto Díaz Ordaz en julio de 1979, nunca sabremos cuánto tuvo que ver en su decisión de mandar a la selección a Toluca aquel tiro errado —dicho en sentido literal, no como metáfora futbolera— de Carlos Francisco Castañeda de la Fuente, el que quizá sea la causa remota de una eliminación mundialista mexicana que quedará por siempre como temprana.

fbc.

Eres también lo que no fuiste

Por: Farid Barquet Climent.

La inminencia de una revelación que no se produce

Jorge Luis Borges.

A Fernando Signorini,

Carlos Prigolini,

Juan Stanisci

y Esteban Bedriñán

Está visto que para millones de argentinos y para millones de napolitanos, si no es que para todos los unos y los otros, el año futbolístico 2022-23 será a Maradona lo que la reconquista de Valencia al Cid Campeador: la demostración de que se pueden ganar batallas después de la muerte. En Qatar 2022, dos años después de la muerte de Maradona, Argentina volvió a salir campeón mundial, lo que no había podido conseguir desde que Maradona le condujo a ese sitial; y a mediados de 2023 el Napoli volvió a ganar una Liga, lo que no había podido lograr sin Maradona. Las conquistas de la tercera estrella argentina y del tercer scudetto napolitano se nos ofrecen como gestas en las que Maradona, ausente en cuerpo, estuvo, sin embargo, presente.

Lejos de caer en la tentación oportunista de pregonar la existencia de un supuesto influjo del gran capitán para que sus dos mayores éxitos se repitieran post mortem —en uso de los poderes trascendentes que le atribuye su fervorosa feligresía— protagonizados por Lionel Messi y por Victor Osimhen, el  periodista, escritor y comunicador uruguayo Sebastián Chittadini decidió entregarnos un relato inverso, ya no el de las presencias tutelares de Diego a pesar de su ausencia física, sino el de sus ausencias constatables, sus estancias nunca concretadas, su no paso por algunos clubes en los que en vida pudo haber estado presente y no lo estuvo.

Los Diegos que no fueron, publicado por Fútbol Contado Ediciones, disponible en México en Librería Deportiva AGMEX (ubicada en avenida Canal de Miramontes 1816, esquina con avenida de Las Torres, en la colonia Campestre Churubusco, Alcaldía Coyoacán, atrás de la estación de Metro Taxqueña y de la Central Camionera del Sur), reúne episodios que relatan cortejos no consumados, acercamientos que se quedaron en eso. Es el inventario de las camisetas que no quedarán empolvándose en el armario de los recuerdos de Maradona. Lo que nos trae Chittadini es la narración bien contada de treinta y siete de sus fichajes frustrados.

Maradona era experto en amagues. Un vistazo superficial a Los Diegos que no fueron puede hacernos caer en otro tipo de engaño maradoniano: el de creer que, por no haber materializado en la incorporación efectiva del genio, las tentativas malogradas de contratarlo no son también parte de su historia. Si nos comemos la finta de abandonarnos a solamente explorar su veta contrafactual, nos perderemos buena parte de la riqueza del libro de Chittadini, que no se agota en el ejercicio, sabroso también, por supuesto, de imaginar lo que pudo haber sido y no fue. Porque detrás de cada traspaso que no llegó a ser tal habita la impronta del personaje que lo motivó. Todos esos traspasos fallidos tienen sus respectivas tramas, que resultan inseparables de la singularidad de Maradona. Por eso coincido plenamente con el autor del epílogo del libro, el también uruguayo Víctor Hugo Morales —el que se inmortalizó al relatar en vivo el segundo de los goles que Maradona le hizo a Inglaterra en México 86—, quien afirma rotundo al comienzo de su texto epilogal: “El Diego que no fue es el Diego que sí fue”. El Maradona tangencial, el de las aristas menos conocidas, es también Maradona.

Prologuista y autor posan con un ejemplar de Los Diegos que no fueron.

La carrera de Maradona como deportista profesional cubre un arco temporal de más de veinte años (1976-1997), que va de su aparición en Argentinos a su adiós en Boca. Sin embargo, no se puede graficar con un trazo rectilíneo, ni siquiera con uno parabólico, sino que exige dibujar intrincadas curvaturas que no tienen equivalente en la trayectoria de colega alguno. Su vida como futbolista se vio alterada por dos suspensiones que, sumadas, lo alejaron de las canchas durante dos años y medio, en los cuales, contra natura, ejerció de entrenador, derrotero que siguen los futbolistas tras el retiro definitivo, pero que en él fueron pausas que preludiaron nuevos regresos, aunque ya no fuera el mismo de sus días luminosos. El libro de Chittadini nos muestra que el periplo maradoniano, excepcional e irrepetible de suyo, tanto en su fulgor como en sus sombras, pudo ser aún más complejo, empezando porque pudo haberlo llevado más allá de los confines del mundo latino —del que nunca salió, pues jugó en las Ligas de sólo tres países: Argentina, Italia y España—, en tiempos en los que todavía no era moneda de curso corriente la palabra globalización.

Una paisana de Chittadini, que vivió durante diez años en México, la poeta, crítica y traductora Ida Vitale, en su libro Resurrecciones y rescates nos recuerda que en un relato del narrador italiano Giovanni Papini “se habla del vicio de andar en busca de un raro con la esperanza de encontrar un grande”. El libro de Chittadini documenta que varios clubes del mundo han hecho lo mismo, y que en su búsqueda de un raro se toparon con un grande de apenas quince años. Porque las pujas por Maradona no esperaron a su debut profesional. Eran los días en que las secciones deportivas de los periódicos, como también los diarios de información exclusivamente sobre deportes, daban cuenta del asombro que precoz despertaba. Al paso del tiempo, ya en los años crepusculares, no sería ese tipo de publicaciones, sino la prensa rosa, la que se pondría a rumorear acerca de dónde iba a recalar con su futbol. Es tan variopinto el elenco de clubes que infructuosamente lo pretendieron —unos como serios aspirantes a lograrlo, otros como meros suspirantes— que no serán pocos los lectores que, luego de adentrarse en las páginas de Los Diegos que no fueron, se enteren de que Maradona pudo haber defendido los colores de su club.

El más reciente libro de Sebastián Chittadini, presente en el Barnabéu, una suerte de consulado de Chamartín en la colonia Narvarte de la Ciudad de México (sito en avenida Universidad 363, donde converge dicha avenida con las calles Xochicalco y Concepción Béistegui), punto de reunión predilecto de los aficionados chilangos del Real Madrid, club que también pretendió a Maradona (y varias veces), como nos lo cuenta Chittadini.

Que las historias narradas por Chittadini no tuvieran por desenlace las firmas de Maradona y sus pretendientes estampadas al calce de un contrato obedece en mucho al perfil psicológico de Diego y de quienes formaron parte de sus sucesivos entornos, pero también al de quienes se sentaron al otro lado de las mesas de negociación. Desde empresarios que no se limitaron a anhelar a Maradona, que en cambio dieron pasos para enfundarlo en el uniforme de las instituciones que encabezaban, hasta dirigentes que lo tuvieron al alcance y lo soslayaron; algunos movidos por el objetivo de robustecer la competitividad futbolística de sus equipos, otros por la ganancia económica de una eventual venta posterior de su pase o por motivos estrictamente publicitarios, personajes provenientes de ámbitos que van de la política a las industrias más disímbolas, sujetos cuyos rasgos de personalidad terminaron por modalizar en mucho las vicisitudes que atravesaron las conversaciones. Chittadini cuenta la historia del presidente de un país al que el congreso de la nación lo destituyó de su cargo por considerarlo loco. Quizá los parlamentarios sabían que el personaje en cuestión quiso valerse de su investidura para tener a Maradona en el club de sus amores.

Gracias a Chittadini los lectores mexicanos descubrirán que un club de una Liga de élite en la que ni uno ni otro jugaron estuvo muy cerca de juntar en su plantilla a Maradona y a Hugo Sánchez, quienes solamente una vez coincidieron en una misma alineación: en el partido de exhibición que marcó el adiós de Platini. No miento si digo que en Los Diegos que no fueron se afirma además que Maradona estuvo cerca de jugar para el América y que Jorge Vergara fue tras él dos veces.

Autor de cuatro libros previos —uno acerca de la selección uruguaya (Que vuelva la celeste de antes), el segundo a propósito de Obdulio Varela, la mayor leyenda del futbol charrúa (Segunda vuelta obdulista), el tercero sobre el difícil trance que atraviesan los futbolistas cuando se retiran (La vida después del fútbol) y el cuarto que homenajea a veinticinco exponentes destacados del futbol de su país (Asomando por el túnel)— Chittadini, al igual que Maradona, también pudo haber seguido caminos que finalmente no transitó. No fue el basquetbolista de NBA que habría querido ser, tampoco el abogado en que estaba llamado a convertirse —profesión cuyo estudio soportó no más que seis meses: nadie es perfecto— ni el publicista que seguro se arrepintió de dejar ir una agencia europea. Pero a cambio de esos Sebastianes que no fueron, Chittadini hoy es el orgulloso padre de Julieta y Dante —sus goles maradonianos—, el esposo amoroso de Florencia, además de ser una pluma consolidada del periodismo narrativo en lengua española, que combina la vocación por la docencia universitaria con la preocupación por preservar el periodismo deportivo de calidad a través de su participación en medios radiofónicos. Con su colega argentino Juan Stanisci, motor de la revista autogestiva Lástima a nadie, maestro, Chittadini coordina el taller en línea de crónica deportiva Entre imágenes y mil palabras.

Que el lenguaje del amor se enriquece con expresiones sacadas del lenguaje de las batallas es algo que quizá no descubrió, pero sí subrayó, el escritor suizo Denis de Rougemont. En su célebre ensayo Amor y Occidente enumera algunos de los recursos metafóricos extraídos de la jerga militar: “El amante asedia a la dama […], intenta vencer sus últimas defensas”. Las historias que reconstruye Chittadini son historias de amores imposibles, que se leen, bajo el lenguaje guerrero del amor y del deseo, como duelos de convencimiento, esgrimas de persuasión en las que probables destinos maradonianos acabaron enmarañados en los vaivenes de ofertas y contraofertas formuladas por promotores, por directivos y por el propio Diego, no siempre vinculadas a cuestiones de dinero.

En un mundo gobernado por el deseo de apropiación, Sebastián Chittadini nos comparte los avatares de aquellos que se empeñaron, sin éxito, en hacer suyo en exclusiva, así fuera por poco tiempo, a un futbolista que de tan maravilloso acabó siendo patrimonio de todos: no sólo de la grey futbolera, sino de todo el género humano.

fbc.

Ciao, Gianni

Por: Farid Barquet Climent.

Conjeturo que fue el desencanto, la frustración, lo que cambió para siempre la vida de Gianni Minà. En 1974, a sus 36 años, llevaba quince trabajando como periodista deportivo sin que su carrera terminara de despegar.

Sus inicios habían sido prometedores. Con apenas un año en el oficio cubrió la Olimpiada de Roma 1960. Sin embargo, aquellos dulces primeros frutos de su labor reporteril —la narración de unos pies descalzos, los del etíope Abebe Bikila, llevándose el oro en la maratón, el relato de la consagración olímpica de Casius Clay antes de que su objeción de conciencia lo convirtiera en Mohamed Ali— que le auguraban en el corto plazo muchas primeras planas bajo su firma, no se tradujeron en ascensos laborales dentro de la celosa jerarquía que regía en la redacción de Tuttosport, el diario turinés para el que trabajaba, fundado en los albores de la posguerra mundial a escasos cuatro meses de que dos combatientes partisanos dieran muerte a Mussolini cerca de Dongo, en Como, la tarde del 28 de abril de 1945 .

A la frustración por su prolongado estancamiento profesional Gianni seguramente le sumó, en aquel 1974, el desencanto por la ruinosa campaña de la selección italiana de futbol en la Copa del Mundo de Alemania. Luego de renacer de sus cenizas tras la vergonzosa eliminación en Inglaterra 66 a manos de Corea del Norte, la Nazionale llegó segunda en México 70, mundial del que no salió campeona nada más porque en la final se le atravesó la orquesta sinfónica de Brasil dirigida por la batuta de Pelé. Aquel subcampeonato en México —conseguido tras eliminar en la semifinal a la Alemania de Beckenbauer y Müller en el llamado Partido del Siglo— generó muy altas expectativas para la justa de cuatro años después, máxime que la base del equipo se mantenía —Facchetti, Burgnich, Mazzola, Rivera, Boninsegna y Riva repetían en la convocatoria— y al mando continuaba el entrenador Ferruccio Valcareggi.

Pero vaticinios tan optimistas acabarían por ser no más que el preludio de una nueva decepción. Un colega de Minà, el escritor y periodista Giovanni Arpino, relata aquella hecatombe en su libro Azzurro tenebra, en el que narra cómo a su concentración en Stuttgart la squadra azzurra arribó con la despensa bien surtida: no faltó la correcta dotación de ruedas de queso, aceite de oliva extra virgen, aguas minerales y vinos de crianza, además de jamones, macarrones y espaguetis. Pero lo que tampoco faltó fue la división interna. Nada más hospedarse en las cercanías del palacio barroco de Ludwisburg brotaron las diferencias entre el cabeza de delegación, que venía de ser presidente del AC Milán, que después del mundial presidió la federación italiana de futbol y que más adelante fue alcalde de Roma postulado por el partido socialista, Franco Carraro, y el director general de selecciones nacionales, Italo Allodi, el visionario que, a finales de la década de los 70, tendría la brillante idea de crear en el centro de entrenamiento de Coverciano —complejo en el que se alojan con todas las comodidades los representativos nacionales de todas las ramas y categorías desde 1950— una escuela de estudios superiores para formar entrenadores y cuadros directivos.

Italo Allodi

Los desencuentros entre los capos trasminaron a la tropa: en su primer partido, en el que enfrentó a la selección representante de la débil Concacaf, Italia fue puesta contra las cuerdas al inicio del segundo tiempo por un debutante en mundiales, Haití. Una escapada de Emmanuel Sanon —no confundirlo con su paisano homónimo, de profesión médico, detenido por la probable autoría intelectual del magnicidio del presidente haitiano Jovenel Moïse el 7 de julio de 2021—, que no pudo ser detenido por el defensor Luciano Spinosi por más que éste lo jaló de la camiseta, puso fin a mil 142 minutos consecutivos de imbatibilidad de la portería italiana —récord mundial que se mantuvo vigente por 47 años, hasta que entre cuatro guardametas, también italianos (Gianluigi Donnarumma, Salvatore Sirigo, Alessio Cragno y Alex Meret) lo rompieron en 2021 al sumar mil 169—, defendida por Dino Zoff, quien salió a achicarle el ángulo de disparo a “Manno” Sanon pero fue driblado por el veloz centravanti antillano.

Gol de Sanon a Zoff

Si bien aquella tarde en Múnich consiguió la remontada —festejada en México por el escritor y filósofo Alejandro Rossi de modo exultante, con arrodillamiento ante el televisor incluido, tal como lo testimonia Juan Villoro— gracias a los goles de Gianni Rivera, Romeo Benetti y Pietro Anastasi que conjuraron lo que pudo haber sido una reedición de la tragedia de Middlesbrough de ocho años atrás, Italia ya mostraba las costuras. Y en su siguiente partido, un empate contra Argentina, ni siquiera pudo anotar: el tanto de la igualada —luego de que un zurdazo del “Loco” René Houseman al minuto veinte le dio ventaja provisional a los sudamericanos—fue un autogol del “Mariscal” Roberto Perfumo, el capitán argentino que tan mal se la pasó en aquel certamen.

A Italia le bastaba un empate en su tercer compromiso para obtener la calificación a la siguiente ronda. Al rival que habría de enfrentar, Polonia, también le convenía ese resultado, pues le garantizaba el primer lugar del grupo 4. Entreviendo el mutuo beneficio, los polacos sondearon la posibilidad de arreglar con los italianos un armisticio: mientras degustaba una salchicha estilo Fráncfort acompañada de una cerveza con vista a las termas de Leuze, en la ribera del Neckar, el periodista Ezio De Cesari, enviado del Corriere dello Sport, fue abordado por un viejo conocido, Zbigniew Dutkowski, un colega proveniente de Varsovia, quien le susurró que al entrenador de los del Este, Kazimierz Gorski, no le desagradaría que su homólogo Valcareggi se abstuviera de alinear en el partido programado para el domingo 23 de junio a Pietro Anastasi y a Giorgio Chinaglia, el flamante capocannonieri de la Serie A, líder de una de las facciones que mal convivían al interior del vestidor del “Lazio de las pistolas”—equipo cuyos jugadores, ganadores ese año del primer scudetto en la historia del club más antiguo de Roma, solían acudir armados a sus entrenamientos, enemistados como estaban entre sí a pesar de su común filofascismo— que después jugara junto a Pelé en una ciudad tan italiana como Nueva York con la maglietta del Cosmos.

Chinaglia y Pelé, compañeros en el Cosmos de Nueva York.

De Cesari entendió inmediatamente lo que Dutkowski esperaba de él: que fungiera como recadero, que transmitiera la propuesta a la delegación italiana. Un compañero de De Cesari, también colaborador del Corriere dello Sport, Mario Pennacchia —que cinco años antes publicó un libro sobre la historia de la Società Sportiva Lazio y después sería biógrafo de Chinaglia—, consideró que la situación no se le podía ocultar a los directivos de su país y se comprometió a informar personalmente al presidente de la federación calcistica, Artemio Franchi.

Quizá porque los periodistas ya sabían que un amaño se estaba cocinando y en consecuencia estaban en condiciones de revelarlo, o quizá por una cuestión de principios, por la convicción de no prestarse a un acuerdo antideportivo, la selección italiana envió un mensaje que parecía —o intentó parecer— de claro rechazo al ofrecimiento: mandó a la cancha desde el inicio a Anastasi y a Chinaglia.

En las postrimerías del primer tiempo podía inferirse que Italia se había negado a convenir el resultado. Dos magníficos servicios enviados al área italiana por el camiseta ‘13’ Henryk Kasperczak fueron convertidos en goles por Andrzej Szarmach y Kazimierz Deyna a los minutos 39 y 45. Habrá quien interprete la sustitución de Chinaglia en el entretiempo como una bandera blanca agitada en señal de que Italia reconsideraba el pacto de no agresión e invitaba a retomarlo. Esa interpretación cobra fuerza a partir del testimonio de Wladyslaw Zmuda, defensa central de aquella selección polaca, contenido en su autobiografía A Ty będziesz piłkarzem (Y tú serás futbolista), publicada en 2021, en la que afirma haber visto durante el descanso del partido, dentro del túnel que conduce a los vestidores del Neckarstadion, al directivo italiano Allodi ofreciéndoles a los futbolistas polacos un maletín lleno de dólares a fin de que aceptaran que el encuentro terminara pareggio. Lo cierto es que el cambio de Chinaglia por Boninsegna o no tuvo la intención de comunicar la disposición italiana de dejar el marcador en tablas o si la tuvo no fue decodificado en esos términos en la banca de los bálticos. Porque Italia no estuvo cerca de dar alcance en el marcador sino a falta de cinco minutos para la finalización del partido, cuando descontó para la causa transalpina Fabio Capello, quien tuvo que empezar esa tarde una cuenta regresiva de veinte años para que su nombre por fin quedara asociado a triunfos futbolísticos internacionales, hasta que como director técnico del AC Milán ganó, el 18 de mayo de 1994 en Atenas, la hoy Champions League, tras vencer 4-0 al Dream Team: el FC Barcelona dirigido por Johan Cruyff.

Capello (der.) dialoga con el arquero Zoff. En segundo plano, Romeo Benetti.

Aquella eliminación del Mundial de Alemania, desconcertante por tempranera, seguramente decepcionó a Gianni Minà. Y peor aún, la fundada sospecha de probables tratos inconfesables en una Copa del Mundo seguramente lo asqueó. Quizá por eso decidió mirar hacia otros lares, desintoxicarse de futbol. Y parece no haber encontrado mejor manera de mandar al futbol de vacaciones que ocuparse de la política, de la cosa publica. Y no limitada a un radio circunscrito a la península itálica, sino a escala global.

Al glosar un ensayo de Albert O. Hirschman (“Interés privado y acción pública”), José Woldenberg escribió que el gran economista nacido en Alemania “encontraba que el desencanto, la frustración, eran resortes eficientes para que una persona se volcara de lo privado a lo público o a la inversa”. Tengo para mí que el desencanto, la frustración que el Mundial de Alemania le deparó a Gianni Minà, fueron los resortes para que se volcara a lo público en aquel año 1974. En la ecuación del ánimo de Gianni, desencanto y frustración conformaron “la variable ‘decepción’, capaz de explicar ‘el cambio de las preferencias’”, como dice Woldenberg. El viraje de Gianni no iba a implicar el abandono del periodismo. Su cambio sería de foco, no de perspectiva. Y no iba a emprenderlo con tibieza, no estaba en sus planes incursionar tímidamente en el abordaje de otros temas. Gianni iba a apostar a lo grande. Y por eso decidió entrevistar “no a cualquier hombre, a un desconocido, a un hombre ordinario” —como sí lo hizo su paisano Giovanni Papini en su célebre cuento El mendigo de almas— sino a un personaje al que miles de sus colegas de todo el mundo no habían podido llegar.

En 1974 la Revolución cubana todavía despertaba entusiasmos. Habían transcurrido tres lustros desde el triunfo de los barbudos de Sierra Maestra, por lo que ya había quedado atrás la que para Jorge Edwards —embajador del gobierno chileno de Salvador Allende en La Habana, encargado de reanudar la relación bilateral— fue la etapa “espontánea, romántica” que siguió al 1 de enero de 1959, y en cambio se empezaban a perder “la frescura y el arrebato de los primeros tiempos”, pero todavía faltaban otros tres lustros para que la isla entrara en el “periodo especial”, el que acabó de desnudar la extrema dependencia económica de la Unión Soviética, que en su caída arrojó a Cuba al hambre. Estamos en 1974. Faltaba década y media para que las cocineras cubanas se vieran orilladas a inventar la receta para preparar bistecs de cáscara de toronja. Estamos apenas en las cercanías de que se cumpla la primera mitad de los 70, en el auge de la Nueva Trova Cubana, al compás de cuyas canciones continuaban encandilados de progresismo en cabeza ajena muchos intelectuales europeos que todavía no tomaban el camión de regreso de sus “euforias juveniles”, como les llama Edwards. Fue entonces cuando Gianni dio un paso decisivo. “Me di cuenta de que tenía que empeñarme en algo más duro [que el deporte]. Y ahí empecé los reportajes políticos”, reconoció treinta años después. Y qué podía haber más duro que lo que se propuso Gianni en aquel 1974: entrevistar a Fidel Castro.

“No me hacía muchas ilusiones. Sabía que cada año había entre 2 mil y 3 mil solicitudes”, declaró Gianni muchos años después al semanario mexicano Proceso. Entre tantas que llegaban al Palacio de la Revolución, formular una más equivalía a lanzar una botella al mar, no porque careciera de destinatario, que lo tenía, y muy conocido, sino porque semejante intento arrastraba el pesado fardo de un éxito improbable.

Sin albergar mayores esperanzas de recibir una respuesta pronta y favorable, Gianni siguió con su vida de reportero de deportes, de la que jamás renegó, marca de agua que lo acompañó por siempre. Nunca dejó de insistir en que “el deporte es una gran palestra, es un sector que te enseña a hacer periodismo porque cada día te confrontas en la calle con la gente que te dice algo y que critica tus críticas. Te enseña a confrontarte”.

Gianni cubrió el Mundial de 1978, pero finalmente no lo hizo in situ a pesar de que así lo tenía programado. Todo porque antes del arranque del torneo dio una muestra de cómo en él ya se fundían la pasión deportiva y las preocupaciones políticas y morales. Durante la conferencia de prensa realizada en Buenos Aires para presentar el evento Gianni interpeló al conferenciante, el contraalmirante Carlos Alberto Lacoste, el pariente por afinidad del dictador Videla —su primo político— que fue comisionado por la dictadura para organizar el Mundial. Lacoste encabezaba la oficina cuya denominación, Ente Autárquico Mundial 78 (EAM 78), da la medida de que el régimen de terror que dominaba la Argentina no conocía los límites. Tan autárquico resultó el ente que cuando Gianni le preguntó a Lacoste: “Nos han informado que han ido desapareciendo personas desde hace un tiempo. ¿Es verdad?”, Lacoste respondió escueto: “está mal informado”, y acto seguido dio por terminada la conferencia. Pero lo que no terminó ahí, sino que inició precisamente ahí, fueron las acciones de intimidación contra Gianni. El periodista argentino Roberto Parrottino cuenta que Gianni fue “avisado de ‘movimientos extraños’ frente a su hotel”. Sin pensarlo dos veces corrió al aeropuerto y se subió en el primer vuelo a Brasil.

Luego de cinco ediciones de la Eurocopa la confederación europea de futbol, la UEFA, decidió que en adelante el torneo se jugara en un sólo país para parecerse a los mundiales. La primera nación en alojar por entero el certamen de selecciones del viejo continente fue precisamente Italia en 1980. Gianni atestiguó en su propia tierra cómo, a pesar de la localía, los ragazzi sólo fueron capaces de ganar en Turín, la ciudad donde él nació. En el estadio Comunale de la capital del Piamonte, un solitario gol de Marco Tardelli valió la victoria sobre Inglaterra. Pero ni en Milán ni en Roma pudieron siquiera marcar. Sendos empates a ceros ante España y Bélgica los privaron de acceder a la final, que terminaría ganando Alemania Federal. El sinsabor se le quitó pronto a Gianni. Porque el año siguiente, 1981, recibió del presidente de la república, Sandro Pertini, el premio Saint Vicent al mejor periodista televisivo. Ese mismo año inauguraría en la Radiotelevisione Italiana, la RAI, la televisora pública, su programa Blitz, que durante los tres años que se mantuvo al aire era sintonizado por tutti le famiglie —hasta que lo borraron de la programación porque Gianni se había vuelto “demasiado poderoso”, según declaró en 2004—, emisión dominical con duración de seis horas que buscaba “hacer divertir a la gente y al mismo tiempo regalarle un conocimiento, no solamente darle divertimiento bobo o banal”, en la que Gianni hizo gala, entre otras virtudes, de sus dotes de ameno e inteligente entrevistador.

Gianni premiado por Pertini

Por fin, después de 48 años, en 1982 Italia volvió a ganar un mundial. Alzó la Copa FIFA en España tras una campaña de cierre tan triunfal como incierto fue su inicio. Cuatro años después, en il secondo Mondiali di Messico, el entrenador llamado a refrendar el título, Enzo Bearzot, y el extremo sensación del mundial anterior, Bruno Conti, antes de que tuvieran que decir adiós eliminados por la Francia de Platini se dejaron fotografiar departiendo afectuosa y relajadamente con Gianni, provistos los tres de su respectivo vaso de vino bianco, con pinta de buen fiano, esa uva de cultivo antiquísimo en Sicilia, la región desde la que emigraron los antepasados de Gianni rumbo al norte de Italia en aras de una vida mejor. En aquel Mundial mexicano Gianni también entrevistó a Maradona, a cuya boda en el Luna Park de Buenos Aires sería invitado tres años más tarde.

Gianni (izq.) con Berzot (centro) y Conti (der.)

Imagino a Gianni en el verano del 87 aprestándose a disfrutar de ese minitorneo ideado por Silvio Berlusconi —con quien Gianni tendría públicas diferencias cuando el magnate de los medios de comunicación se convirtió en presidente del Consejo de Ministros y propuso privatizar la rai, oposición abierta que le acarreó a Gianni el despido de la televisora— para festejar su primer año como dueño del AC Milán, ahorrándole de paso el aburrimiento a un cuarteto de clubes europeos durante el paréntesis entre Ligas, a falta de Euro y de Mundial, en un año, como lo fue aquel 1987, de Copa América. Oporto, FC Barcelona, Paris Saint Germain, Inter y el mencionado AC Milán armaron un pentagonal en la capital lombarda al que, en imitación de un torneo organizado por la FIFA en Uruguay en 1980 por el primer cincuentenario de la primera Copa del Mundo —en cuyo financiamiento Berlusconi jugó un papel no menor al comprar los derechos de transmisión televisiva—pretenciosamente denominaron como lo que no era: Mundialito, cual si un racimo de equipos provenientes de sólo cuatro países, tres del sur y uno del centro de Europa, estuvieran autorizados a arrogarse la representación, así sea a escala, del planeta entero, por más que todos pudieran presumir haber ganado la Copa Intercontinental. Pero Gianni no pudo seguir en vivo los partidos de aquel Mundialito de clubes —que ganaron los rossoneri gracias a un gol de Pietro Paolo Virdis contra el Barcelona— porque le llegó una llamada que después de trece años ya no esperaba. “Un día la embajada de Cuba en Italia me avisó que todo estaba listo”. La botella tirada al mar funcionó.

Gianni en la boda de Claudia Villafañe y Diego Maradona en 1989

En contraste con la característica prodigalidad de sus soliloquios —en 1960 habló durante cuatro horas y media sin parar ante la Asamblea General de Naciones Unidas (ONU), marca que habría de romper con creces casi cuarenta años después, cuando a sus connacionales les recetó una perorata ininterrumpida de siete horas y cuarto en 1998— Fidel Castro no se había mostrado afecto a los diálogos en corto con grabadora de por medio. Si alguien lo tenía claro era Gianni, quien escribió: “Fidel, que nunca ha ahorrado sus energías en los discursos públicos, ha limitado mucho sus entrevistas privadas”. Antes de que accediera a ser entrevistado por Gianni, Castro solamente había concedido cuatro entrevistas largas: a la periodista estadounidense Barbara Walters, de la cadena ABC, en 1977; en dos ocasiones, en 1979 y 1985, a un paisano y colega de Walters, Dan Rather, de NBC; y en 1985 al fraile dominico brasileño Frei Betto.

Fidel Castro en la ONU en 1960

“Fidel nunca hace las cosas al azar. Siempre escoge momentos estratégicos para hablar”, dijo Gianni a la periodista Anne Marie Mergier de Proceso. Para Gianni, “en 1987 era obvio que a Fidel le urgía dirigirse a los europeos”. ¿Por qué la urgencia? Porque en ese entonces —dice Gianni— “apenas empezaba la glasnost”, el paquete de reformas liberalizadoras en materia política —como su complemento, la perestroika, lo sería en el ámbito de la economía— anunciado por Mijaíl Gorbachov en febrero y marzo de aquel año durante el 27º Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética. Con ese trasfondo, Gianni representaba para Castro un conducto inmejorable para comunicar a la opinión pública del viejo continente su reacción a las medidas aperturistas emprendidas desde el Kremlin, centro gravitacional de la política internacional, y también nacional, de Cuba.

Acostumbrado a cubrir eventos deportivos, Gianni había adiestrado la mente para mantenerla en estado de máxima concentración durante los sesenta minutos de una pelea de box, durante las dos, máximo tres horas, de las etapas de una vuelta ciclista o durante los 90 minutos de un partido de futbol. Pero no sabía, como nadie puede saberlo hasta no verse exigido, que su cerebro, si no es que su cuerpo entero, iba a estirar las potencialidades de su lucidez hasta aguantar las quince horas de entrevista a que lo arrastró Fidel. La entrevista, efectuada en el Instituto de Ingeniería de Genética y Biotecnología, arrancó a las 14:00 horas del domingo 28 de junio y no se detuvo sino hasta las 5 de la mañana del lunes. “Fidel era el único de todos nosotros —se refiere a los colegas que viajaron con él desde Italia: el realizador Giampero Ricci, el director de fotografía Roberto Girometti, el camarógrafo Federico del Zoppo, el asistente de cámara Lucio Granelli y el técnico de sonido Lello Rotolo, así como a los colaboradores del gobierno cubano que estuvieron presentes— que no mostraba señales de cansancio. Se había sostenido durante toda la entrevista a base de té”. Años después Gianni le diría a Mergier que el brebaje tenía algo más: era “té con ron”.

Castro y Gianni

Ante Castro Gianni no actuó como un palero. Lejos de comportarse dócil, instrumental, le entró a un tema controversial: el de los derechos humanos en la isla, sobre el que formuló ocho preguntas. “El comandante sabía que yo venía del mundo católico, que no era un comunista”. Castro nunca le pidió revisar ni discutir anticipadamente las preguntas.

Gianni sostuvo reiteradamente que “no se puede hacer periodismo con argumentos ideológicos. Se puede hacer periodismo con los hechos”. Para Gianni, “la verdad no es ni de izquierda ni de derecha, es… la verdad”.

En el maremágnum temático propio de pasar quince horas con un interlocutor arbóreo como Castro, Gianni supo abrirle espacio al futbol. A pregunta de Gianni acerca de la paradójica popularidad en Cuba de un deporte tan yanqui como el beisbol, Castro respondió: “Realmente [los cubanos] deberíamos haber sido futbolistas, porque fuimos colonia española. Y los españoles no jugaban beisbol, jugaban futbol. […] La gran afición que tiene el beisbol [en Cuba] ha competido con el desarrollo del futbol. Nosotros hacemos esfuerzos por divulgar e impulsar el futbol. Transmitimos los campeonatos mundiales, pero no hemos tenido mucho éxito”. Gianni lanza entonces un tiro directo. “¿A usted le gusta el fútbol?”. Castro se remonta a su juventud en escuelas jesuitas: “Cuando era estudiante jugué fútbol en el equipo del Colegio de Belén. También anteriormente en el Colegio de Dolores”. Por su biógrafa brasileña Claudia Furiati sabemos que Castro defendió los colores del Belén en la Liga Intercolegial y Juvenil de futbol, en la categoría de menores de 18 años, bajo las órdenes del padre Barbei, coordinador de educación física del colegio. A otro de sus entrevistadores, el español Ignacio Ramonet —el que más tiempo pasó frente a él, cien horas, aunque no de un tirón sino repartidas en sucesivas conversaciones entre 2003 y 2005— Castro le aseguró que destacó en el futbol. Y hay indicios de que así fue. De acuerdo con Furiati, en la prensa de la época hay constancia de su aptitud con el balón: el Diario de La Marina, en su edición del 5 de mayo de 1944, así lo consigna. 

Cuestionado tantas veces por sus posiciones políticas, Castro iba a ser cuestionado por Gianni acerca de su posición futbolística. “Era delantero derecho”, contesta Castro, y Gianni advierte que el futbol logró en Castro lo que al paso del tiempo resultaría impensable: “Probablemente fue el único momento en que usted jugó a la derecha en su vida”.

Libro que recoge la entrevista de 1987

A pesar de su profundo conocimiento de todo lo cubano, Castro seguramente ignoraba que en el primer partido oficial de su historia, disputado el 13 de mayo de 1902, el Real Madrid alineó a cuatro futbolistas cubanos: Antonio Neyra y los hermanos Mario, José y Armando Giralt. Seguramente Castro tampoco sabía que Lángara, la aldea gallega donde nació su padre, la lleva en el apellido “el goleador más formidable” del futbol español de todos los tiempos —opinión muy extendida que suscribe el periodista e historiador del balompié ibérico Alfredo Relaño—, que marcó también toda una era en el futbol mexicano: Isidro Lángara. Seguramente Castro tampoco estaba enterado de que en aquel 1987 en que Gianni lo entrevistó, el club peruano Asociación Estadio La Unión (AELU) contaba entre sus filas con un jugador del Callao, cuyo apellido, Mego, iba antecedido por los tres nombres de pila que le pusieron sus padres, entusiastas de la revolución cubana. Fidel Raúl Castro Mego jugó además para dos grandes del fútbol peruano: Universitario de Deportes y Alianza Lima. Pero lo que de plano ya no pudo saber Fidel Castro Ruz es que Fidel Raúl Castro Mego, mientras se escribe esta necrológica de Gianni Minà, vive en Miami.

Fidel Castro, futbolista peruano

Al año siguiente de aquella entrevista Castro-Minà, la URSS se llevaría la medalla de oro en futbol durante los Juegos Olímpicos de Seúl. Sería la última vez que pelearía por la presea áurea. No porque la competitividad de su fútbol no le alcanzara para ir de nuevo por la cima del podio cuatro años más tarde. No. La URSS no podría defender su título de campeón olímpico en Barcelona porque para 1992 ya no existía como país, se había desintegrado. El Muro de Berlín había sido derribado en noviembre de 1989, por lo que en los escasos dos meses finales de aquel año Gianni solicitó una nueva entrevista con Castro para actualizar conceptos ante el inminente crepúsculo de la Guerra Fría. Castro accedió al año siguiente, 1990, y su aceptación pilló a Gianni en plena Copa del Mundo, nada menos que la que se estaba jugando en su país, Italia. “Estaba trabajando sobre el torneo mundial de futbol cuando el embajador de Cuba en Italia me mandó llamar. Me dijo: ‘Creo que gustó tu entrevista anterior, Fidel te espera. A él también le importa actualizar todo lo que concierne a la política exterior de Cuba y darte su opinión sobre la caída del comunismo”, relató Gianni. El 28 de junio de 1990,  en vez de estar presenciando desde el palco de prensa del entonces estadio San Paolo de Nápoles —hoy estadio Diego Armando Maradona— el instante en que Roger Milla hizo pasar de atrevido a ridículo a René Higuita, cuando le robó el balón Adidas Etrusco al portero colombiano mientras éste intentaba hacerle una de las arriesgadas gambetas que lo hicieron famoso en aquel mundial, Gianni estaba otra vez en el Caribe platicando con Castro. En esta segunda oportunidad la entrevista duraría “sólo” ocho horas. Al menos Gianni tuvo una buena excusa para perderse los pasos de baile makossa con los que el delantero camerunés rubricaba sus goles.

Tifosso del Torino Calcio —el equipo obrero de su ciudad natal, el rival citadino de la Juventus, el que eligió el rojo granate para teñir su camiseta en homenaje a la Brigada Savoia, la que en 1706, 200 años antes de la fundación del club, adoptó como insignia un pañuelo del color de la sangre en honor del brigadista que cayó muerto tras llevar al pueblo turinés la noticia de la liberación de la ciudad, que se encontraba sitiada por tropas francesas—, Gianni, fallecido el 27 de marzo de 2023 con casi 85 años, fue un maestro de ese género periodístico al que se le conoce como entrevista de suplementos  —aunque está visto que las entrevistas de Gianni desbordaban cualquier revista de fin de semana y daban para libros enteros— y que según el Libro de estilo del diario El País combina dos ingredientes: ”diálogo más interpretación”. Pocos han sabido, como Gianni Minà, dominar el arte de opinar preguntando.

Gianni Minà (1938-2023)

fbc.

Fuentes:

Arpino, Giovanni, (pref. Massimo Raffaeli, nota int. Dino Zoff), Azzurro tenebra, Milán, Rizzoli, 2010.

Chiappaventi, Guy, Pistole e palloni. 12 maggio 1974: il primo scudetto della Lazio nel cuore degli anni Settanta, Roma, Ultra, 2014.

Edwards, Jorge, Persona non grata, Santiago, Debolsillo, 2012.

El País. Libro de estilo, México, Aguilar 2014.

Frei Betto, Fidel y la religión, La Habana, Oficina de Publicaciones del Consejo de Estado, 1985.

Furiati, Claudia, Fidel Castro: La historia me absolverá (trad. Rosa S. Corgatelli), Barcelona, Plaza y Janés, 2003

García, Jacobo, “Haití anuncia la captura de un médico que residía en Florida como inductor del asesinato del presidente”, El País, 12 de julio de 2021.

González, Luis Miguel, y Juan Ignacio Gallardo, Las mejores anécdotas del Real Madrid, Madrid, La Esfera de los Libros, 5ª edición, 2017.

Levinsky, Sergio, “Un hombre con un maletín lleno de dólares y una acusación: el libro que revela nuevos detalles de la incentivación de Argentina a Polonia en el Mundial 74”, Infobae, 2 de noviembre de 2022.

Manassero, Alberto, Il Grande Torino. Gli Inmortali (pref. Franco Ossola), Rímini, Diarkos, 2019.

Maneiro, Cristian Damian, “Futbol y dictadura en Uruguay: El Mundialito desde Bordieu y Elias”, Revista de la Asociación Latinoamericana de Estudios Socioculturales del Deporte No. 2, Vol. 3, octubre de 2013, pp. 4-14.

Mergier, Anne Marie, “Su verdad”, Proceso edición especial No. 20, pp. 14-17.

Minà, Gianni, Un encuentro con Fidel, La Habana, Oficina de Publicaciones del Consejo de Estado, 2ª ed., 1988.

Papini, Giovanni, “El mendigo de almas”, en Guillermo Fernández (comp.), Cuento italiano del siglo XX, México, unam, 2ª ed., 2008, pp. 27-34.

Parrottino, Roberto, “Gianni Minà, el periodista amigo de Maradona que preguntó por los desaparecidos en el Mundial 78”, Tiempo Argentino, 29 de marzo de 2023.

Ramonet, Ignacio, Fidel Castro, biografía a dos voces, Barcelona, Debate, 2006.

Relaño, Alfredo, “El sonado regreso de Lángara”, El País, 18 de enero de 2015.

Storie di Clacio, “La presunta ‘combine’ di Stoccarda”.

Tamburini, Alessandro, Italo Allodi. Ascesa e caduta di un príncipe del calcio, Ancona, Italic Pequod, 2012.

Villoro, Juan, La figura del mundo. El orden secreto de las cosas, México, Random House, 2023.

Woldenberg, José, “Añoranza”, en Sin ton ni son, México, edición no venal del autor, 2022.

__________, “Introducción”, en Albert O. Hirschman, Más allá de la economía. Antología de ensayos (sel. e int. José Woldenberg; trad. Eduardo L. Suárez, Juan José Utrilla, Francisca Minguella, Raúl Gutiérrez y Tomás Segovia), México, fce, 2014, p. 7-40.

Centenario que sí es

Por: Farid Barquet Climent.

Salamanca, Salamanca, renaciente maravilla, académica palanca, de mi visión de Castilla. Miguel de Unamuno

Un día como hoy, hace 100 años, se firmó el acta fundacional de la Unión Deportiva Salamanca en el Café Novelty de la Plaza Mayor salmantina.

Lamentablemente, la Unión no podrá celebrar, como tal, su centenario: fue extinguida por sentencia judicial el 18 de junio de 2013 tras una vida de noventa años, luego de pasar por un concurso de acreedores.

La Unión fue un caso más de la calamitosa conversión de la mayoría de los clubes españoles en sociedades anónimas deportivas (SAD), un triste espejo en el que debiera mirarse por estos días el Valencia Club de Fútbol, que atraviesa una grave crisis económica, institucional y deportiva bajo la propiedad del singapurense Peter Lim, cuyo salida del club reclaman los miles de seguidores que se manifestarán en la ciudad del Turia pasado mañana sábado 11 de febrero.

A la Unión la tenemos presente en México por haber sido la primera escala europea de Carlos Vela: el quintanarroense defendió su heráldica cedido por el Arsenal londinense; en Argentina la asocian con el arquero Jorge D’Alessandro, el jugador con más apariciones en su historia, al haber participado en 334 partidos de primera división entre 1974 y 1984; en Brasil, y no menos en Galicia, es recordada porque ahí militó Everton Giovanella antes de enrolarse en el Celta de Vigo en 1999; la afición maña no olvida que el zurdo de Vicálvaro, Martín Vellisca, dos veces ganador de la Copa del Rey con el Real Zaragoza, debutó en primera con la Unión; los barcelonistas setenteros saben que, durante la era de Rinus Michels, los culés, como sus archirrivales del Real Madrid, también tuvieron su “Juanito”: el extremo tinerfeño Juan Díaz Sánchez, quien hacia el final de su carrera jugó varias tardes como local en el Helmántico, la casa de la Unión; mientras que las peñas memoriosas del Real Madrid no pasan por alto que el tosco pero incansable mediocampista onubense Ángel de los Santos se incorporó al equipo de Chamartín en 1979 procedente del conjunto salmantino, por el que también pasó el delantero reusense Gerard Escoda, quien fuera presidente deportivo del Lleida Esportiu y luego del ce Sabadell, hasta su muerte por cáncer hace un par de semanas, el 27 de enero de 2023 a los 50 años.

Carlos Vela, a su paso por la Unión

Pero a diez años de distancia de su liquidación como entidad jurídica, el capital simbólico de la UD Salamanca se preserva gracias a un amplio segmento de sus aficionados, que decidió fundar un nuevo club, Unionistas de Salamanca, que es algo así como el trasunto de la Unión, pues surgió como consecuencia de su desaparición, lo que lo convierte, aunque diga no quererlo así, en el digno y encomiable sucedáneo de aquélla. Y lo es porque no se trata de una simple continuación. Ni siquiera lo es en sentido legal, máxime que hay otro club que sí reclama ser la continuadora de la personalidad jurídica de la Unión: el Salamanca Club de Fútbol UDS, propiedad de inversores mexicanos, que recibió por concepto de cesión los derechos federativos para competir en divisiones inferiores que dejó a una fundación la Unión, por lo cual se asume como la entidad heredera, cuyo primer equipo, que compite en la quinta división española, es dirigido por la dupla conformada por los mexicanos Rafael Dueñas y Jehu Chiapas, el mediocampista que salió campeón con los Pumas de la UNAM en los torneos de Clausura 2009 y 2011.

Extinguida la Unión, un colectivo de sus hinchas fundó el Unionistas para “seguir defendiendo y compartiendo su sentimiento y amor por el club único e irrepetible” que para ellos fue la Unión, haciéndolo a través de una nueva sociedad, con naturaleza jurídica ya no de SAD sino de entidad deportiva, provista de una estructura “popular, transparente y democrática” y bajo una denominación que hace ostensible su orgullosa progenie de tribuna: Unionistas, el club de los aficionados de la otrora Unión, los unionistas. De ahí su nombre.

El vínculo entre la desaparecida Unión y el actual Unionistas no es el que existe entre un club principal y un filial. Tampoco es una sucursal. Lo que une a Unionistas con la otrora Unión es un nexo sentimental. Así lo suscribieron sus fundadores al darse los Estatutos que los rigen, cuyos artículos 3º y 4º disponen que Unionistas tiene entre sus fines: “homenajear” a la liquidada Unión Deportiva Salamanca, “defender el honor” de ésta y “reunir a aquellos unionistas que quieran seguir defendiendo y compartiendo su sentimiento y amor por el club único e irrepetible”, dejando claro que Unionistas “jura fidelidad eterna al club Unión Deportiva Salamanca, y no trata, ni jamás lo hará, de suplantar o hacerse pasar por él, ni se considera representante, ni heredero de dicho club, posicionándose radicalmente en contra, y condenando a cualquier otro club que hubiese intentado o intentase realizarlo”. Y por eso, si bien usa también los colores blanco y negro, “nunca podrá llevar la combinación de camiseta blanca y pantalón negro, ni el escudo, o imitación del escudo de la Unión Deportiva Salamanca, ni su himno de manera oficial”, como tampoco, en caso de cambio de nombre, “ninguna de las palabras que lo formen podrá ser ‘Unión’”, de conformidad con las prohibiciones establecidas en los artículos 5º y 6º estatutarios.

Alineación del Unionistas

Unionistas se rige por el ideal democrático “un socio, un voto”, de acuerdo con lo preceptuado en el artículo 7º de sus Estatutos. La gestión democrática de los 3 105 que lo integran ha traído buenos resultados deportivos. El club consiguió ascender tres categorías en cuatro temporadas. En ese lapso subió desde la Provincial salmantina hasta a la Segunda División “B”, en la que se encontraba la vieja Unión cuando feneció. Todos los que trabajan en la entidad, desde los trece miembros de su junta directiva hasta quienes acondicionan los días de partidos su pequeño estadio Las Pistas —porque Unionistas no juega en el Helmántico— lo hacen sin recibir por ello remuneración económica alguna. 

El filósofo y escritor Miguel de Unamuno, célebre rector de la Universidad de Salamanca en dos periodos, de 1900 a 1914 y de 1931 a 1936, y tío abuelo del mítico futbolista Rafael Moreno “Pichichi”, en uno de sus Ensayos escribió:

“Yo apenas creo que cambien las ideas y los sentimientos de un pueblo, si con esto queremos decir que los mismos que antes pensaban o sentían de una manera vengan a pensar y sentir, de repente o todo lo poco a poco que se quiera, de otra manera distinta”.

Hoy, el pueblo salmantino le da la razón al autor de Niebla, pues gracias al Unionistas los seguidores de la Unión pueden seguir sintiéndola en su centenario. Porque no se puede, de repente o todo lo poco a poco que se quiera, sentir de otra manera.

Los versos más tristes

Por: Farid Barquet Climent.

Como nunca he trabajado en una redacción, busco extraer lecciones de periodismo de donde puedo. De Antonio Tabucchi —que en su magistral novela Sostiene Pereira recrea las entretelas de un pequeño diario lisboeta de entreguerras— aprendí que “las necrológicas no se pueden improvisar de un día para otro, hay que tenerlas ya preparadas”. Pereira —al que estelarizó Marcello Mastroiani cuando Roberto Faenza llevó Sostiene Pereira al cine— sostenía que “en las páginas culturales hay que estar preparados por si desaparece algún artista”.

Durante mucho tiempo, mientras no me vi en la circunstancia de tener que aplicarlo, el consejo de Pereira me pareció sensato. Porque cuando un artista se va, el público merece leer semblanzas que descansen en informaciones plenamente corroboradas acerca de su obra, alimentadas por datos sobre su vida confirmados a través de diversas fuentes acreditadas. Los redactores de necrológicas deben acopiar lo que hayan escrito los biógrafos del personaje, si es que los tiene, averiguar si dio entrevistas, en fin, allegarse todo lo que abone a la rigurosidad de un perfil digno del adiós. Y para eso, sostiene Pereira, se necesita tiempo, tiempo que sólo puede dar el sentido de la anticipación.

El consejo de Pereira me seguía resultando sensato hasta que tú, Pelé, lamentablemente me colocaste en la tesitura propicia para seguirlo. Pero no me atreví. Porque tratándose del artista que serás por siempre, en cuanto se supo que durante el mundial de Qatar te hospitalizaron por enésima vez, sentí que la sola idea de empezar a esbozar tu necrológica era como llamar a la muerte, no obstante que pudiera justificarme en la evidencia de que ya te rondaba. Me resultó obsceno ponerme a escribir movido por la inminencia de tu muerte, tú que fuiste la vida del futbol.

A diferencia de los cinéfilos que pueden recitar de memoria diálogos enteros de películas que se han vuelto clásicas, yo sólo soy capaz de hacerlo con los parlamentos de un documental sobre ti, uno que vi la primera de muchísimas veces cuando era niño. Fue un regalo de mi padre: un videocasete de formato Beta, tan de los 80. El documental inicia con imágenes del 18 de julio de 1971, en las que se te ve trotando en solitario, con el torso desnudo, mientras varios niños te hacen valla sobre el perímetro de la cancha de Maracaná. Llevas tu canarinha número 10’ en la mano derecha, y la ondeas saludando a la tribuna pletórica de gigantescas banderas de clubes cariocas a los que tantas veces enfrentaste con el Santos y con la selección paulista —el Flamengo, el Fluminense, el Vasco da Gama— cuyos hinchas dejaron ese día de lado sus inveteradas rivalidades, abrieron una tregua y se unieron para ovacionarte, para agradecerte. Los minutos previos serían los últimos en los que se te vio enfundado en la verdeamarelha jugando al futbol. Lejos estoy de dominar la lengua de Pessoa, pero las palabras del locutor montadas sobre las imágenes primeras de aquel documental las puedo pronunciar hasta la fecha: “Os torcedores que gritou seu nome viu sua despedida da seleção, não presenciou seus primeiros passos na Copa do Mundo de mil novecentos cinquenta e oito”.

Pel´´e en su despedida de la selección brasileña en Maracaná

Ese fragmento inicial del guion encierra una gran verdad. Los miles que presenciaban in situ tu último partido como internacional —ante la selección de Yugoslavia— no pudieron seguir en vivo, más que por la radio, tu primer mundial. A veces incompletas, otras dañadas, las cintas en las que tu irrupción luminosa en Suecia 58 quedó filmada paradójicamente en blanco y negro tuvieron que esperar para ser proyectadas en salas de cine, a las que no todo mundo podía acceder. Antes hubo que recuperarlas, reunirlas, restaurarlas, ensamblarlas. Por eso, en mucho, fueron las crónicas deportivas, publicadas en periódicos y revistas, las que conservaron vívidos, refractarios al olvido, tu primer gol mundialista contra Gales en cuartos de final, tu hat-trick en menos de media hora en la semifinal contra la Francia de Fontaine y Kopa, tu doblete en la final contra los anfitriones, gracias al cual, desde entonces, cuando les hablan del partido de los sombreros, los suecos no piensan más en un partido político dieciochesco de los tiempos del reinado de Adolfo Federico, sino que les viene a la mente ese partido de futbol en el que, a tus 17 años, le hiciste un sombrero digno del carnaval de Río a un defensor dentro del área, para marcar así un gol portentoso que demostró que el futbol podía ser una forma de la belleza, el gol más memorable de aquella Copa del Mundo, la primera que ganó Brasil de las cinco que tiene en su haber, esa en la que supuestamente fue un directivo uruguayo de la Confederación Sudamericana de Futbol (Conmebol), Lorenzo Villizzio, quien te asignó, casi sin querer, la camisa número dez, la que jamás te habrías de quitar. No faltan los que intentan persuadirme de que existen razones matemáticas que explican por qué la humanidad usa el diez como múltiplo para contabilizar cantidades, longitudes, pesos. Pero yo sigo convencido de que el mundo se rige por el sistema métrico decimal en homenaje a ti.

Pelé, a sus 17 años, con Gylmar, portero de Brasil en Suecia 58

Se equivocan los que piensan que la camiseta de la selección de futbol de Brasil siempre ha sido la icónica canarinha. Ignoran que durante sus primeros 36 años de existencia vistió completamente de blanco en la mayoría de sus compromisos. Pero como usó esa indumentaria el día fatídico del maracanazo —la derrota dolorosísima en la final de Brasil 50 ante Uruguay— se decidió eliminar para siempre el predominio del blanco con el propósito de exorcizar cualquier reminiscencia de aquella tragedia futbolística. Fue el diario carioca Correio da Manhã —en el que escribía colaboraciones Mário Filho, el entusiasta impulsor de la construcción del reciento que desde 1966 oficialmente se llama como él, “Estadio Journalista Mário Filho”, pero que desde su inauguración en 1950 todo el mundo conoce como Maracaná— el que se puso manos a la obra para dar con la cromática reemplazante.Con el fin de no llegar al mundial de Suiza 54 sin haber definido cómo sería la nueva equipación —como le llaman en España—, en 1953 las páginas del Correio da Manhã dieron a conocer la convocatoria para que, a través de un concurso público, se escogiera el diseño del uniforme que en adelante habría de portar el equipo nacional. La condición para los participantes era que combinaran los cuatro colores patrios: verde, amarillo, azul y blanco. El jurado estuvo integrado en exclusiva por miembros del directorio de la Confederación Brasileña de Deportes (CBD), encabezado por Rivadávia Corrêa Meyer, que dio como ganador el dibujo presentado por un joven de 19 años, nativo de una ciudad de nombre tan futbolero como Pelotas, en el estado de Rio Grande do Sul, quien con el tiempo se convertiría en un laureado escritor, periodista, profesor universitario y traductor: Aldyr Garcia Schlee. Camiseta amarilla con cuello y puños verdes, short azul con raya blanca a los costados y calcetas blancas con franjas horizontales verdes y amarillas, se veían en el boceto de Garcia Schlee. La suya fue una apuesta de mucho colorido, como si estuviera él poniendo su personal contribución deseando que alguien apareciera para terminar de ponerle color al futbol. Y ese fuiste tú, Pelé, que lo hiciste con tu genio, pero también, con la ayuda de una novia que no pudo resistirse a la seducción de tu arte ni al arte de tu seducción: la televisión, que para ti se vistió de colores.

Después de darle a Brasil la primera de sus tres Taças Jules Rimet en Suecia, te presentaste a refrendar el título de campeón en Chile 62. Le anotaste gol a México en el primer partido, pero en el segundo, contra España, te lesionaste. Amarildo te sustituyó en los siguientes encuentros, a la espera de que pudieras reaparecer en la final, que Brasil tuvo que ganar contigo en la tribuna. Era un crimen que la historia de los mundiales no pudiera volver a nutrirse de tu arte. Por eso el mundial de 1966 quedó marcado por la expectativa de tu regreso mundialista. Pero en Inglaterra el crimen habría de ser otro: el de la proscripción de tu magia por la violencia. En el tercer partido, contra Portugal, se desató una cacería sobre tus piernas. Mientras el italiano Claudio Gentile —al que apodaban “Gadafi” no tanto por haber nacido en Libia sino más bien por sus “nasty tactics” a la hora de marcar adversarios— se valió de la laxitud arbitral para lograr su propósito de privarnos a la mala de las gambetas de Maradona en España 82, al portugués João Morais, capaz de derribarte a patadas hasta dos veces en la misma jugada, le bastó aprovecharse de las insuficiencias reglamentarias que entonces aquejaban al futbol para nublar tu futbol en aquella de por sí nublada tarde en Goodison Park. Porque aquel 19 de julio de 1966, en que tuviste que abandonar el partido cargado en hombros por el médico de la selección, Hilton Gosling, y por el sempiterno masajista Américo, todavía no estaban previstas en el reglamento las amonestaciones ni las expulsiones señalizadas en las tarjetas roja y amarilla, como tampoco los cambios de jugadores por lesión. Fue por el abuso de las reglas cometido ese día en tu perjuicio, que el futbol se revisó a sí mismo y se hizo modificaciones para ser mejor a partir del siguiente mundial. No sólo revolucionaste el futbol en cuanto a sus posibilidades atléticas, estéticas, técnicas y tácticas. Literalmente, cambiaste el juego. Y lo hiciste para bien, a raíz de un mal. Hasta en tus horas bajas, cuando se portó ingrato contigo, le deparaste cosas buenas al futbol.

Luego de las sombras que se cernieron sobre tu juego en Inglaterra, tu postergado renacer mundialista tenía que ser como lo merecías: a todo color. Para que luciera el colorido de la canarinha, como quería Garcia Schlee, pero sobre todo para que brillara tu futbol. Seguramente porque sabía que en la siguiente Copa del Mundo habrías de alumbrar el mejor futbol jamás visto, la luz se hizo: México 70 fue el primer mundial que se transmitió a color. Tu clase, tu potencia, tu inteligencia extraordinaria para jugar, te convirtieron en padrino de arras de un feliz matrimonio que se mantiene indisoluble: el que gracias a ti contrajeron el futbol y la televisión.

Si lo que hiciste en Suecia 58 no lo pudo ver el mundo en vivo, quedando como testimonio principal de tus proezas primigenias la tradición oral que detonaron los relatos radiofónicos, para México 70, gracias al lanzamiento al espacio del satélite Telstar, el planeta entero atestiguó en tiempo real tu talento excepcional, acabó de convencerse de que jamás fuiste ni invención periodística ni artificio narrativo y se deslumbró ante la superioridad inapelable de aquel Scratch do Ouro que, en tu Last Dance —Phil Jackson dixit—, supo cobijarte y catapultarte a una nueva cima.

Pelé en hombros con sombrero de charro mexicano, tras la tercera coronación de Brasil en la cancha del Azteca

Cuando en enero de este año trascendió que tus médicos te encontraron tres tumores, estuve seguro de que erraron el diagnóstico: son las tres estrellas de campeón mundial que nadie tiene más que tú, y que sólo parece capaz de colectarlas algún día Mbappé, que a punto estuvo en Qatar de hacerse con la segunda, y que tanto tiene de ti.

Llevo toda mi vida pensando en alguna virtud futbolística que no tuvieras y no en encuentro ninguna. Toque, chute, regate, salto, cabeceo, esprint, carrera larga, pausa, manejo de ambos pies. Tenías todo, y todo lo hacías a la perfección. Eso te hacía indescifrable, tus recursos eran inagotables.

El futbol, nerudianamente, escribe sus versos más tristes esta noche.

fbc.

De Lio, Delio

Por: Farid Barquet Climent.

Nadie ha metido más goles en suelo francés que un argentino. No me refiero a Carlos Bianchi —dueño del inconfundible look que bien describe el periodista Walter Vargas como la amalgama de Curly de Los Tres Chiflados con algo del Doc de Volver al Futuro— y sus cien goles que le valieron una tríada de títulos de goleo individual de la Ligue 1 con el Stade de Reims y dos más con el París Saint Germain. En tierras galas despierta los mismos respetos, quizá más, la figura de otro mítico delantero, que prácticamente triplicó la cifra goleadora del “Virrey”, y que al igual que éste también presume de ser pentapichichi de Francia. Su nombre se pronuncia gol en la lengua de Balzac: Delio Onnis.

Bianchi y Onnis, en la prensa deportiva francesa

Nacido en Italia —en Roma, para mayor precisión— como tantos argentinos, Onnis arribó a la edad de tres años a la Argentina, en 1951. Debutó profesionalmente en 1966 con el Club Almagro, de la Primera División B, equipo para el que marcó 23 goles en 44 partidos, prácticamente un tanto cada dos encuentros, promedio que mantuvo sin mayores variaciones durante sus veinte años de carrera.

En 1968 debutó en el circuito estelar argentino jugando para Gimnasia y Esgrima de la Plata, donde integró, junto a Hugo “El Loco” Gatti, Ricardo Rezza, Roberto Zwyca y otros, el plantel al que se le recuerda como La Barredora. En el Torneo Nacional de 1970 anotó 16 goles en 18 partidos. En total, con la camiseta de El Lobo marcó 53 tantos en 95 encuentros a lo largo de tres temporadas.

En 1971, el Stade de Reims llevaba cuatro temporadas sin encontrar un digno reemplazante de su figura histórica, Raymond Kopa, y computaba ya una década sin ganar el título de Liga. Con el propósito de extrañar un poco menos a Le Petit Napoleon —contribuyente a la conquista de cuatro Ligas— el equipo Rouge et Blanche contrató a Onnis. Y no defraudó, pues metió el balón en el arco 39 veces en dos torneos. En su primera temporada de las cuales vio portería en 22 ocasiones en 32 partidos de Liga. Según consigna la página web oficial del club, la estadía de Onnis en la entidad rojiblanca marcó época: l’époque ‘Tango’.

Onnis y Zwyca, en el Reims provenientes de GELP

Del Reims Onnis pasó a otro equipo rojiblanco, el AS Mónaco, para el que anotó en 157 ocasiones, que le valieron el título de goleo individual en las temporadas 1974-1975 y 1979-1980. Onnis siguió encabezando la tabla de goleadores en las temporadas 1980-1981 y 1981-1982, pero enfundado en los colores del Tours FC. La quinta y última vez que ganó el cetro de máximo romperredes de Francia fue en el torneo 1983-1984, en el que jugando para su tercer club de aquel país, el Sporting Toulon, horadó la meta adversaria en 21 oportunidades.

Onnis con el Mónaco

En todas las Ligas del mundo, sólo 16 futbolistas han anotado más que él. Entre sus compatriotas argentinos, nada más dos lo superan en cuanto a goles ligueros: Di Stéfano y Messi.

El escritor catalán Jordi Puntí afirma que “las estadísticas son la prosa funcionarial del fútbol, aburridas, desapasionadas, pero a menudo resultan reveladoras”. En modo alguno aburridas, por demás reveladoras, me resultan las estadísticas que consiguió en Francia Delio Onnis, quien de haber sido un desapasionado del área no podría haberlas alcanzado.

En la actualidad el principal animador y foco de atracción de la Ligue 1 es otro argentino, Messi, que mañana tiene una cita con su destino. Es tanto lo que Messi le ha dado al futbol, que el futbol le debe lo único que le falta: la Copa del Mundo. Que ante Lloris se haga de Lio, Delio. Que la mira de precisión del ‘10’ apunte y acierte este domingo en Luisail con el que fuera el blanco predilecto de Delio Onnis: un arc français.  

fbc.